Me acerco todo cuanto puedo a la montaña de escombros que acumula lo que fue este edificio de oficinas de siete pisos: losas enormes, varillas, jirones de cortinas, restos de una cocina, pedazos de mesas y sillas, tinacos que han rodado cuesta abajo. Los escombros equivalen en altura a tres pisos. Debajo hay aún cuarenta cuerpos. Sólo un milagro devolvería con vida a alguien de esta montaña cuyo único patrimonio es la tragedia.
La tarde gris envolvía a la ciudad entre el asombro y el estupor que provocó la destrucción del terremoto del 19 de septiembre, en las calles crecían extrañas burbujas de silencio por las cuales al pasar no se oye nada, apenas una sirena en el fondo oscuro. Avanzo sobre la calle de Montes de Oca, en la colonia Condesa, y cuento hasta doce edificios lastimados por el sismo. El éxodo de los vecinos no es el menor de los espectáculos del miedo y la tristeza.
Pasaba cerca de un edificio de inminente peligro de colapso cuando recibí un whatsapp: «Puedo invitarte a la primera línea de la tragedia de Álvaro Obregón 286. Me pareció que deberías verlo. Aquí ocurren muchas cosas, al pie de la desgracia. No puedes pasar acreditado como prensa, sólo como un amigo. Saludos Jorge González».
Respondo de inmediato: «Desde luego me interesa. ¿Cuándo, cómo? Estoy listo ».
«Te espero en el Monumento a Cárdenas, en el Parque España.» Dejo todo, cambio la ruta y me encamino a paso veloz.
A la una de la tarde del martes 19 de septiembre Jorge González estaba en una reunión de trabajo en El Imperial, conocido y reconocido antro, bailadero, salón de conciertos. González es codueño de esa empresa. El primer estruendo del terremoto los arrojó despavoridos hacia afuera a él y a sus compañeros de trabajo. Frente a ellos, al cruzar la calle, a unos cuarenta metros de distancia, el edificio con el número 286 que ocupaba desde hace al menos cincuenta años tres predios, cayó dirigido por un estruendo de dolor. Una nube de polvo borró de pronto la estampa de esa destrucción, como si la vida tuviera dudas de esa decisión de muerte.
El parque España se convirtió desde el martes del sismo en una gran centro de acopio. Encuentro a Jorge en el Monumento a Cárdenas y caminamos al campamento acordonado del edificio donde aún se realizan los trabajos de rescate. Conocía a González en una mesa de amigos de Fadanelli. Pasamos las líneas de vigilancia y entramos a El Imperial convertido en albergue. Ofrecen líquidos en la barra en la cual miles han bebido hasta el desmayo etílico; los baños en los que ha retumbado la música los ocupan ahora rescatistas civiles y militares. En el primer piso duerme la tropa, descansan cuatro horas al día; abajo duermen los civiles.
La oscuridad le da un toque macabro a la escena de fatigas y desánimos. Ahorran la energía de la planta de luz del lugar que encienden en la noche para iluminar ese pedazo urbano de emergencias.
Guillermo es el hermano de uno de los familiares del edificio que ha devorado a una hija y una sobrina. La familia ha tomado un lugar en una casa de campaña a las afueras de El Imperial. No duermen bajo techo, a la intemperie pueden seguir los trabajos de rescate, si se trata de un ser querido, nunca se apaga la esperanza de un trozo de vida.
Nadie domina al azar. A las doce y media del martes 19, una mujer sale del edificio de Álvaro Obregón. Un asunto cualquiera la lleva fuera de ese perímetro de muerte. El sismo la sorprende, al darse cuenta de la catástrofe busca a su hermano Guillermo: su hija y su sobrina quedaron dentro del derrumbe de esa esquina derruida. Se vuelve loca de desesperación. Desde ese momento no se ha movido de las afueras de El Imperial. Las familias de los cuarenta desaparecidos soportan el paso del tiempo y el dolor, la lluvia, el polvo, el ruido enloquecedor de las máquinas que taladran los escombros.
El campamento es una pequeña ciudad de leyes dictadas por la emergencia. Las carpas ordenan la desgracia: un puesto de comida, otro de ropa usada, un extraño paradero para masajes, una tienda de cascos y chalecos. Los rescatistas israelitas marcan con tinta en un mapa las líneas y flechas; los españoles diseñan una forma de acometer la montaña de la destrucción; el ejército patrulla las breves avenidas del campamento y acordona las inmediaciones de los derribos; los civiles van y vienen, psicólogos y psicólogas, rescatistas que han cargado cubetas de piedras sin parar. Dentro del Imperial, la oscuridad protege a quien reposa después de la batalla. ¿Quién derrotará al dragón de piedra?
Guillermo: le sugerí a mi hermana una autopsia para su hija. Si murió el martes o el miércoles, que tristeza más cabrona. Si murió el sábado, quiere decir que las autoridades de rescate decidieron mal y tarde. Lo primero que pidieron los rescatistas de Israel fue la enorme grúa que levanta placas gigantes de cemento. Debajo de de cada losa se abre una esperanza.
Camino entre las breves avenidas del campamento de rescate. La entereza de los familiares atrapados me conmueve en el sentido más amplio y cierto del verbo conmover, esa transmisión de emociones sin freno. Nadie olvida que a unos metros hay unos cuarenta cuerpos atrapados en los escombros. En cada carpa, un compás de espera.
Guillermo: calculamos que en el edifico trabajaban 250 personas. En el cuarto piso, despacho de contadores, 40 o 50 personas. Algunas salieron antes del derrumbe; otras fueron rescatadas. Nos faltan las nuestras. Le pedimos a las autoridades identificar los cuerpos cuando salieran y no en una morgue, pero no nos cumplen. Vamos a exigirles que cumplan.
Pasé mil veces frente a este montón de cascajo sin ponerle atención. Me desespera no acordarme, pero así es la ciudad, un recuerdo vago de nosotros mismos. En mi memoria está la Sala de Chopin, la esquina de Huichapan y Álvaro Obregón, el Sumesa de avenida Oaxaca, pero este edificio era como un fantasma en su esquina desconocida. Desde el Parque España con su fuente a la que José Emilio Pacheco le hizo un poema inolvidable, podía verse esa mole de cemento.
Sigo hacia la salida del campamento rumbo al Parque España, recuerdo estas líneas de Pacheco mientras veo a lo lejos la fuente: “El surtidor se vuelve una columna de aire/ pero la tierra llama y el agua/ vuelve a su semejanza”. Y luego esto: “Babel erguida en su imposible cohesión/ de nuevo torre/ que a su gran pesadumbre se rinde”.
Todo regresa de alguna extraña forma al origen de la Ciudad de México, a su inicio lacustre. Un sistema pluvial de dieciocho ríos y cinco lagos que la ignorancia conquistadora desecó: Texcoco, Xaltocan, Zumpango, Chalco, Xochimilco. El mercado de La Merced y sus alrededores fueron agua e islotes. Esa zona era el oriente de Tonochtitlán.
Hernán Cortés aprovechó los islotes para fundar la ciudad pese a las opiniones contrarias de sus capitanes que le sugerían edificar en Coyoacán. La primera construcción española fue una fortaleza, resultado de la audacia y la inteligencia de Cortés y sus conquistadores, donde se guardaron las armas, las municiones y los bergantines con los cuales derrotó a los mexicas.
A ese bastimiento se le llamó Las Atarazanas. Fueron trece los bergantines con los que Cortés atacó a los mexicas. Cuando en un exceso de ingenio e inocencia Cortés decidió partir a Las Hibueras con la intención de someter a Cristóbal de Olid hizo varios nombramientos; en Las Ataranzas nombró a Francisco de Solís como Alcaide y Capitán de Artillería. ***