Desde los pintores de cuevas como Lascaux que tuvieron que conformarse con el rojo anaranjado apagado del óxido de hierro, pasando por los hebreos y los antiguos griegos y romanos, donde el rojo fue asociado con las divinidades, así como la marca distintiva de la élite; el rojo ha sido un color muy importante cultura tras cultura.
En la Edad Media y el Renacimiento el rojo se convirtió en el emblema favorito del poder real, sin embargo, la obtención del tinte era problemática. Los rojos se obtenían de fuentes naturales como la rubia, cuyos mejores rojos únicamente eran conseguidos por tintoreros del Imperio Otomano, la India y otras regiones de oriente, lo cual hacía de este tinte, una sustancia sumamente cara. En regiones como Turquía, China y España, los rojos se obtenían a partir del cinabrio, conocido también como bermellón que, si bien era barato, era sumamente tóxico. Otras fuentes fueron el palo brasil, el quermes de roble, y la cochinilla polaca y armenia.
Obtener un buen rojo por parte de tintoreros y pintores implicaba técnicas arcaicas y materiales provenientes de regiones lejanas, considerados raros y costosos, y por ello fue la forma idónea para que los acaudalados manifestaran su jerarquía social y su poder económico.
No sólo ocupaban el rojo para sus vestimentas, el apetito por el rojo estaba prácticamente en todos lados, desde cubrir sus paredes con tapicerías de seda teñida; alfombras rojas importadas con frecuencia de Oriente para cubrir los suelos y coronar sus mesas; hasta sus libros que eran forrados con tela o tapas de cuero rojas. La demanda de tintes para cubrir estas lujosas necesidades hacía que su comercio fuera muy redituable.
Venecia y Florencia fueron del siglo XI a mediados del siglo XVI los principales proveedores de telas y de otros productos para teñir debido a que controlaron gran parte del comercio europeo con Oriente durante siglos. Sin embargo, con el descubrimiento de América y la caída de Tenochtitlan, España empezó a ser protagonista hasta desplazar el comercio europeo hacia la península Ibérica con la introducción de la grana cochinilla como sustituto de los tintes ancestralmente ocupados. Su gran cualidad tintórea y al ser mucho más accesible en cantidad, hizo que tintoreros y pintores buscaran utilizarla, esto aumentaría su valor económico y le otorgaría a la corona española cuantiosas riquezas a lo largo de tres siglos, relegando a los venecianos y florentinos en el ramo que por mucho tiempo habían dominado.
La grana cochinilla se cosechó primeramente en la región central de México (Tlaxcala, Puebla, Estado de México), sin embargo, pronto Oaxaca se convirtió en el principal proveedor de este insecto. Para su comercio internacional la grana era transportada desde el puerto de Veracruz rumbo a Sevilla, que durante los siglos XVI y XVII se volvió el puerto más importante del comercio de tintes y materiales para su elaboración. Esto cambiaría en el siglo XVIII cuando Cádiz reemplazó por completo a Sevilla como puerto de llegada y reexportación de la mayoría de los productos provenientes de América rumbo a varias regiones como Ruan, Ámsterdam, Londres, Hamburgo y Estambul. Sin embargo, esto no repercutió para que la grana mexicana siguiera siendo un producto demandado por Europa y el resto del mundo.