Celebramos el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2018 y con él festejamos a nuestro columnista Carlos Velázquez, por su libro "El pericazo sarniento. Selfie con cocaína" (Cal y arena), cuyo punto de partida publicamos en el Cultural # 58:
El pericazo sarniento. Selfie con cocaína
Por Carlos Velázquez
“Nunca me di cuenta en qué momento la merca me dejó de provocar placer”, se lamenta Gustavo Escanlar en el texto “Mis vidas como ex”. Es un pensamiento que muerde con frecuencia a los adictos. El cocainómano jamás se cuestiona por qué continúa metiéndose si ya no la disfruta. Reniega de su relación con la droga. Pero no renuncia a ella. Cualquiera que haya tocado fondo en la coca sabe que no existe nada peor en el mundo que el polvo comience a sentarte mal. Es como perder un súper poder. Es la más cruel de las fases de la cocaína. Mientras todo el mundo a tu alrededor goza los efectos de una raya violenta, tú te paniqueas o te quedas en mute por horas. O te ataca una taquicardia de maratonista. O se te traba la quijada como a un perro de pelea. O sudas como un maldito pollo a medio rostizar. O tu nariz sangra con tan solo respirar. Sin embargo, sabes que no vas a parar. No importa que no experimentes placer. En cuanto la próxima línea se materialice te la vas a aspirar.
Meterte coca es lo mismo que estar atrapado en un matrimonio en eterno conflicto. Rompes con la droga. Regresas con ella. Vuelven a tronar. Tienen sexo de reconciliación. Se gritan otra vez. Hasta que se divorcian. No existe nada más duro que la separación emocional con la droga. La coca cobra una factura exorbitante. Cuando te metes y cuando no. Si la sacas de tu rutina el hipotálamo se rebela. Se crea un vacío en tu vida. Algunos tratan de suplir su necesidad con alcohol o comida. El metabolismo se dispara. A diferencia de los alcohólicos anónimos, jamás se corta la relación con la sustancia. El cocainómano que ha reñido con la droga entra en estado de hibernación. Unas vacaciones de la droga es el mejor afrodisiaco para tomar un segundo o tercer aire en la relación.
Atravesaba por mi tercer o cuarto divorcio con la coca cuando recibí una invitación para viajar a Perú. Todos los días me repetía a mí mismo las palabras de Penny Lane en Casi famosos: “I’m retired”. Y como Escanlar lamentaba que me invitaran con dos décadas de delay. Pero hace veinte años ni quien soñara con Perú. Era un cliente satisfecho del Cártel de Sinaloa. Ingenuidad pura. Si los cocainómanos mexicanos sospecharan levemente el nivel de la coca inca y el bajo precio del producto se mudarían todos a Lima mañana mismo. La capital del turismo de drogas no es Ámsterdam, es Perú. No por nada fue el destino de los Stones en los setentas.
Andaba emputecido con la coca por la mala mano que me había tocado en Madrid. Un episodio típico que deseas borrar de tu memoria. Pero es imposible. Porque conforme avanza la adicción tu vida está repleta de momentos como ése. La jodida coca es la madre de las tentaciones. No importa que sea mierda, sucumbes. Sabes que te la pasarás mal. Pero te vale madres. Eres un adicto ¿no? Existen cocas malas y la coca que se vende en España. Nunca discutas con un español la calidad de la mercancía. Es como hacerlo con un millenial. Siempre abogarán por lo que consumen. Es parte de la fantasía del adicto. Nadie aceptará jamás que no está enganchado al clorhidrato de coca. Sólo he conocido a una persona que ha aceptado que lo que le prende es el corte. Que asume sin tapujos que la cochinada que pretenden hacernos pasar por coca es su debilidad. En México abunda coca igual o peor que la madrileña. Pero no vale sesenta euros.
Un par de editores suicidas madrileños me invitaron a su guarida. Sé que mi fama me precede. No pocos me han confesado que apenas escuchan mi nombre se les antoja meterse una raya de cocaína. Lo mismo experimento yo con las canciones de Alejandra Guzmán. La etiqueta de la popularidad dicta que no existe mala publicidad. Fogwill confesó en una entrevista que la cocaína apestó su obra y su vida. Circula la leyenda de que escribió Los Pichiciegos hasta el culo de soda. La fama es inmanejable. Nadie espera de mí que rechace un saque. Soy un apestado. No existen las vacaciones perfectas de la coca. El break se rompe a la primera oportunidad. No importa que no se te antoje. Uno trabaja de adicto. Es tu chamba. Si lo disfrutas o no a tu reputación le vale madre. Así como la reputación se construye, también se destruye. De aspiradora Koblenz pasa uno a ser un bulto.
En ocasiones basta esnifar sólo una línea para saber que el destino va a torcerse. Meterme la primera no me arrojó indicios de que debía parar. Una vez alcanzado cierto nivel de adicción meterse coca es jugarse un volado. No sabes si te va a pegar sabroso o te va a convertir en un desastre. No soy del tipo paranoico. Nunca he sentido delirio de persecución. Ni me he apostado en las ventas a espiar la calle. En un día bueno soy capaz de atravesar una convención de policías con varios gramos encima. Pero en los días malos preferiría estar muerto. A la tercera raya supe que aquello sería una parranda de cocaína. Como mexicano debía sacar la pelaje. Pero así como Escanlar no supo en qué momento dejó de causarle placer la merca, yo no me enteré en qué instante la coca me sumió en un silencio inexplicable.
Eso no impidió que continuara metiéndome. La coca es la droga de la motivación. Puede convertirse en tu enemiga. Pero es un libro de superación personal. La humanidad desea sentirse bien. Y la falsa sensación de seguridad que otorga es suficiente para caer. Así como Escanlar dejó de sentir placer, yo empecé a quedarme callado. No a rumiar la droga. A disfrutarla en silencio. No. Malsanamente callado. Por qué. Ninguna explicación médica me satisface. Ni tampoco psicológica. Mi psiquiatra asegura que tiendo hacia la autoagresión. Cuando me molesto con alguna de mis parejas no peleo.
Guardo silencio. Puedo agarrarme a madrazos con quien no tengo lazos emocionales. Pero me trago los corajes en relaciones amorosas. Según la filosofía new age por culpa de esta actitud enfermaré de cáncer. Pero por el momento tengo un problema más grave. Quiero disfrutar la coca como antes.
De entre mis múltiples talentos destaca mi actitud antisocial y mis cualidades de intratable. La coca los ha exacerbado. Pero en aquella tertulia me sorprendieron. A mitad de la noche se nos unieron los amigos de los editores suicidas. Cuatro morros y tres morritas. Todos en plenitud de sus facultades como consumidores. Me fue imposible convivir. En ocasiones la droga te empuja a la soledad. Los cocainómanos son voyeurs profesionales. Gastan cientos de horas mirando pornografía. No para excitarse. Para matar el tiempo. Otras veces simplemente no deseas ver a nadie. Pero llega el día en que la droga te transforma en un fantasma. En un fardo que sólo se hace presente cuando emerge la siguiente línea. No articulas palabra. Sólo transpiras. Y aunque a estas alturas lo que se diga de ti te vale madres, no puedes negar que estás acabado. Que los buenos tiempos no han de volver. Hubo un tiempo en que fui famoso, célebre por el brillo que desprendían mis ojos cada vez que escuchaba la palabra cocaína.
No sé cómo resistí hasta las cinco de la mañana. La fiesta se termina en cuanto se agota la cocaína. Salí de ahí con el corazón roto. Hasta aquí, me dije. Es inútil aferrarse. Siempre estuve consciente de que la coca es una droga para jóvenes. Que tenía que abandonar mi estilo de vida algún día. Pero no a los treinta y ocho años. Conozco escritores que a sus sesenta se sirven un saque en ocasiones especiales. Era mi meta. Mi única aspiración. No existe nada que un enfermo envidie más que la salud. Un adicto que no puede saborear la droga aborrece que otros la disfruten. Yo ya odiaba al mundo. Pero después de aquella noche comencé a odiarlo más. Quién diría que el fin de mi vida como consumidor se presentaría en Madrid.
Yo no sabía nada sobre Perú. Excepto que era el mayor productor de cocaína en el mundo (o el segundo, como en el juego de dónde quedó la bolita cambia de lugar con las cuarenta principales); que los Rolling Stones habían pasado ahí una temporada durante los setentas pero nunca habían ofrecido un concierto, tocarían por primera vez en el país apenas el 6 de marzo de 2016; que de ahí eran originarios Los Saicos, el grupo protopunk sesentero; y que Jynx Maze, mi actriz porno favorita, es hija de una peruana. Acepté la invitación con un solo propósito. Probar la cocaína peruana.
Mis anfitriones me hospedaron en el Hotel Bolívar, y en el cuarto piso, el mismo en que se alojaron los Stones en su visita a Lima (Los Rolling Stones en Perú de Sergio Galarza y Cucho Peñaloza dixit). Circa más, circa menos, contemplar el vitral de la cúpula del hotel y dormir en el mismo piso que Mick Jagger y Keith Richards me despertaron unas ganas locas por meterme una raya. El morbo del adicto es incombustible. Nació para catar droga. Cuando dos consumidores se encuentran quieren probar el material del otro. A menos que uno de los dos sepa que el suyo es de mejor calidad, no resistirá la tentación de saborear la ajena. En mi juventud inhalé cocaína estupenda. Pero a pesar de eso y de mis años en la cuchara, nada me había preparado para Perú. Me había sacado el billete dorado de Willie Wonka del mundo de la droga.
Me inundaba el miedo. Si con la pésima droga comprada en Madrid me desfondé, con un solo saque peruano me dará un infarto, calculaba. Venir a morir a Lima. Pero calculaba mal. En mis años dorados de sodinómano apenas pisaba una ciudad me taloneaba un díler. Pero estaba escamado. Y no quería repetir el oso que había hecho en España. Me consideraba oficialmente retirado. Pero como Penny Lane en Casi famosos tenía mi último proyecto. El primer día me contuve. Por la ventana de mi habitación contemplé caer la noche sobre la plaza San Martín. Ya estás viejo, Carlos. Tenía 37 años. Aún no había publicado una novela. Y estaba en la tierra del oro blanco mermado. Aterido. En ocasiones así puedes dejar que tu mente te traicione. Estuve a punto de resignarme. Si no pruebo no pasa nada. Qué pendejo. Casi me convencí. Pero estaba vaticinado que la coca peruana derrapara por mi torrente sanguíneo.
Digan lo que quieran, pero los dílers son un regalo del cielo. Mi díler peruano
me lo envió Dios. Se llamaba Ángel. ¿Existe nombre más propicio para un proveedor? Era una señal. Acordamos un encuentro por teléfono. Tengo un díler chilango que sólo distribuye en la Condesa, Roma, Del Valle y Escandón. Ángel surtía también pura zona fresa de Lima. Barranco, Miraflores, Callao. Pero haría una excepción. Si le compraba tres gramos se acercaría hasta el centro. Mejor, me recogería afuera de mi hotel. No en una limusina. No en un auto del año. Pero con el pase del año. Saqué mi iPhone. Tenía señal porque lo primero que había hecho al llegar a Perú fue comprarme un chip local. Los tres gramos costaban cien soles. Hice la conversión. Eran 550 pesos mexicanos.
La guerra contra el narco me convirtió en un adicto desconfiado. Me habían soplado que la coca en Perú era barata. Pero mi experiencia conectando en el norte de México me impedía bajar la guardia. Lo primero que pensé es que se trataba de un robo. Seguro es pura chingadera, pensé. Ángel me recogió en la Plaza San Martín en un auto negro. El tráfico le impidió detenerse por completo. Me subí al coche en movimiento. Mi psiquiatra asegura que poseo una gran intuición. Pero aquel día la traía en modo off. Déjame verla, le exigí a Ángel. Del bolsillo de su pantalón sacó una bolsa de plástico transparente con los tres gramos. Se me disparó la nostalgia. Hacía siglos que no veía tal cantidad de cocaína en un mismo recipiente. Sentí que toda la amargura que he acumulado en años, por los motivos que quieran, mis divorcios, mis deudas, mis peleas, se iba por el excusado. Sonará bastante pendejo, pero por un instante sentí que el mundo era un lugar mejor.
Ángel me rebautizó como México. Me ofreció otros tres gramos. Me informó que no podría volver al centro. Que era el momento para mercarlos. Yo llevaba encima otros cien soles. ¿Está buena? ¿está buena?, no paraba de preguntarle. En otra época habría invertido todo mi dinero en polvo. Pero idiota de mí, desconfiaba de la calidad. Se me olvidaba que no estaba en Madrid. Que me encontraba en el mismísimo Perú. Apenas un par de meses antes había visto la serie Narcos. ¿Qué no había aprendido nada? La insistencia de Ángel terminó por convencerme de que no debía comprarle más de lo solicitado. En última instancia, qué iba a hacer con tanta cocaína, ja, si estaba retirado. Qué pendejo soy. Me bajé del carro de Ángel a unas cuadras de mi hotel. Corrí de regreso a mi habitación.
Siempre que me meto coca en Torreón con alguien menor que yo le tiro la charra de los años dorados. Que las nuevas generaciones no han probado la coca de verdad. Que en los noventas avionetas cargadas de polvo aterrizaban en un aeropuerto clandestino de San Pedro de Las Colonias. Así como yo les embarro en la jeta eso, cualquier peruano me podía tachar de loser por nunca haberme metido coca auténtica. Desaté el nudo de la bolsa y vacié un poco sobre la portada de Vicio propio de Thomas Pynchon. Siempre me gustó oler la coca. Como los libros nuevos. Como ciertas vaginas. Con tan solo olerla uno puede saber si el material es bueno o no. Aunque tampoco es definitorio. Una coca lavada sabor uva puede oler muy bonito, pero sepa la chingada cómo te pegue.
Me improvisé un popote con un billete de cien soles. Y me persigné como obligan a los niños enfermos a que lo hagan antes de tomarse la medicina. No podía quitarme de la cabeza lo ocurrido en Madrid. La coca que más amo es aquella que refuerza la idea de que he sido timado. Que no sabe a nada. Que no te pica en la nariz. Que ni siquiera la sientes. Pero que pasados un par de minutos te patea intensamente. Te adormece la cabeza. Tu rostro saborea el camino que tocó el polvo para llegar a tu cerebro. Aspiré una línea y tuve una revelación de adicto. Todo estaría bien. No se repetiría la experiencia de España. En ese momento me percaté de que lo que me había jodido era la altura. Y no era la primera vez que me pasaba. Pero en Perú estaba al nivel del mar. No, no consumiría como en mis mejores tiempos. Pero podía dejar de preocuparme por quedarme en estado catatónico.
Eran apenas las doce del día. Estaba solo en mi habitación. Después de la primera línea me invadió la certeza de que no compartiría con nadie. Había arribado al paraíso. Me serví una segunda y una tercera a la salud de Escanlar. A las dos de la tarde estaba comiendo. En una mesa con doce personas. La verdadera coca te quita el apetito, pero no te impide alimentarte. Fue una de las ocasiones que más cerca he estado de la felicidad. Era un hecho. Nos habíamos reconciliado. La coca y yo. Y le dije lo mismo que le digo siempre que volvemos. Por favor no volvamos a pelear, nena. Terminé mi plato y acudí al baño a darme un son. Y volví a la mesa a interactuar con la gente. Parecía que era la primera vez en mi vida que me metía una raya. Benditas virtudes de la coca inca. Me había devuelto la fe en el adicto que habita en mí.
Durante el resto del día no me detuve. Escapadas al baño, visitas esporádicas a mi habitación. No dejaba de meterme. Parecía un jodido atleta. Un argentino que conocí durante el viaje me apodó el Maradona Mexicano. Por la cantidad y la velocidad con la que esnifaba. Era mi recompensa. Por tanta coca mala que me he metido desde el estallido de la guerra contra el narco. Por todo el dinero malgastado en pagar coca que no es coca. La vida al final me recompensaba. Cuando nos despedimos, Ángel me había confesado que el producto era puro al 87 por ciento. Por supuesto que no le creí. ¿87 por ciento? Ni que estuviéramos en los ochentas y estuvieran tratando de introducir la merca en Estados Unidos. Soy un entusiasta, no existe duda. Pero no era tan ingenuo como para creérmelo. Desde hace mucho tiempo he dejado de confiar en los dílers.
Sin embargo, a las nueve de la noche estaba dispuesto a creerlo todo. Acudí a una cena sólo para seguir maravillándome con las noblezas de la coca peruana. Convivir en estado de gracia. Extrañaba eso de la droga. Ese sentimiento de superioridad moral. Esa euforia de situarte en la cima del mundo. Pero sin los aspavientos propios de la juventud. Sin el exhibicionismo que me caracterizó durante tanto tiempo. Sólo un par de personas sabían qué ocurría. En otra época me habría evidenciado con una de mis típicas payasadas. Meterme un llavazo en la mesa. A la vista de todos, por ejemplo. Pero no. No me interesaba. Sólo quería disfrutar. Estaba cansado de lidiar con la coca rascuache. Si bien es cierto que en el DF había material decente, la más cara a la que tengo acceso, la que cuesta 1,500 el gramo, no le llegaba ni a los talones al producto peruano. Es un decir. Porque quizá la metáfora no le hace justicia. Ni siquiera la de que se encuentra a años luz. Es algo que no se puede describir con palabras. Tienes que probarla para entenderlo.
En ocasiones la droga es recelosa. Te inculca soledad. Te obliga a retirarte. A quedarte a solas con ella. No me sucedió con la coca peruana. Esto no significa que no me arrepintiera de no haberle comprado a Ángel otros cien soles. La necesitaba. Pero toda velada, por mucho que se prolongue, termina. Y tuve que resguardarme en mi habitación. No sin cierto temor. No puedes darle la espalda a la droga, aconseja Hunter S. Thompson en Miedo y asco en Las Vegas. Quizá en ese momento en que me relajara, la coca me daría la puñalada por la espalda. Apenas recargaría la cabeza en la almohada me atacaría la taquicardia. La mala. La que te pone apocalíptico. Y te incita a pensar en que en algún instante de la noche tendrás que arrastrarte hasta algún hospital a pedir ayuda. Pero cuando entré en mi habitación una extraña calma me envolvía. Abrí la ventana y contemplé la noche limeña. Goloso como siempre he sido, me serví un saque. Constaté mis sospechas. Casi había liquidado la bolsa.
No recuerdo hacía cuantos años me había atascado yo solo tres gramos. Era probable que antes del 2005. Me sentía orgulloso. Y sí lo sentía un triunfo. Mi paso era envidiable. Me acosté en la cama y todos mis temores se disiparon. No me atacó la taquicardia. Ni la paranoia. Ni la culpabilidad. Al contrario. Me invadió una sensación inédita. Que no había experimentado nunca antes. Entré en una especie de sopor. En un confort opiáceo, por llamarlo de una manera, pero era algo superior. Era como si alguien hubiera metido una aguja a través de mi cuero cabelludo y me hubiera inyectado varios shots de anestesia. O como si Hannibal Lecter me hubiera destapado el casco y me aplicara un masaje sobre el cerebro con una técnica ancestral. O como si me hubieran aplicado justo sobre la masa encefálica varias latas de xilocaína en spray. Podía tatuarme el cerebro si se me antojaba.
Estaba volando. Cerré los ojos. No miento. Me despedí del mundo. Sin dramatismos, sin gimoteos, me dije, de esta no me levanto. Mañana voy a amanecer muerto. O loco. O cuadrapléjico.
Lima se me había metido en el corazón, literalmente. Guardé un poco de coca para la mañana. Desperté y me puse los audífonos. Le di play a un disco de Dinosaur Jr. y procedí con el clásico almuerzo desnudo. Qué bien sienta una raya a las ocho de la mañana. A las diez llamé a Ángel. Aceptaba traerme otra vez material hasta el centro si le pagaba veinte soles extra para el taxi. Su auto andaba en diligencias propias del oficio. ¿20 soles? ¿Es una broma? Era una baba comparada con los 150 pesos que te cobra un taxista por ir a comprarte droga a la Durangueña, en Torreón. Quedamos a las dos de la tarde afuera del Hotel Bolívar.
Toda la mañana turisteé por Lima. Dos horas antes de mi cita con Ángel me acerqué al río Rímac para visitar el tianguis de libros piratas. Una Pulga inmensa retacada de puestecitos con libros de todas las transnacionales pirateados. La coca ya se me había terminado pero aún no caía en las garras de la desesperación. A la una en punto recibí una llamada de Ángel. Tenía que ser puntual. Porque el díler tenía prisa. Los beneficios de una clientela abultada. Me subí a un taxi. Al Hotel Bolívar, plis. El chofer cruzó el Rímac hacia la dirección opuesta a la que me dirigía. Era necesario. Porque era la única salida posible para tomar la calle que nos condujera hacia la Plaza San Martín. Un trayecto corto se convirtió en un infierno. El tráfico limeño es sin duda el culpable de que todas las relaciones se vayan al diablo. Las de pareja, las laborales. Y las que sostienes con tus proveedores de droga.
Cruzar el Rímac dos veces nos llevó cuarenta minutos. Me invadió el mismo malestar que me inunda cuando me tardo cuarenta minutos en atravesar de la Roma hacia la Condesa en taxi. En veinte sí la hacemos, me aseguró el chofer. Pero no. Entramos al centro por una avenida paralela al Girón de la Unión. Los minutos avanzaban y el teléfono sonaba. México dónde estás. Desesperado, como hacía años no lo estaba, me bajé del taxi a la 1:55 de la tarde, y corrí, sí, corrí hacia la Plaza San Martín. Como si estuviera en una comedia romántica. Como Woody Allen corrió en Manhathan para alcanzar a Tracy antes de que se fuera a Londres. Hacía tanto tiempo que nada me importaba tanto. No tuve tiempo para discernirlo. Pero en Torreón vivo con un malestar generalizado. La ausencia de buena mercancía.
Cuando por fin llegué a la Plaza San Martín Ángel se había largado. Grandísimo cabrón. Ahora tendría que ir a buscarlo hasta Miraflores. Lo cual retrasaría más el momento en que la coca entrara por mi nariz. Siempre he sido un suertudo hijo de puta. Además, para ser adicto tienes que poseer la habilidad de salirte con la tuya. Entonces lo vi. El coche negro dio la vuelta y la puerta trasera se abrió y salté dentro. Hicimos la transacción. Dos bolsas de tres gramos cada una por doscientos soles más veinte del taxi. Por ese dinero en México jamás he comprado tal cantidad de coca de la misma calidad. A estas alturas Ángel me amaba. Me preguntó cuándo regresaba a mi país. En tres días, le respondí.
Subí a mi habitación y me serví unas paralelas. No, no me había timado. La cantidad y la calidad eran las mismas. En Lima todavía existe cierto código, que sobrevivió en México hasta antes del surgimiento del cártel de los Zetas. A cambio de tu dinero recibes material de calidad y con la cantidad correspondiente. Con la proliferación de dílers en Perú, cada uno tiene que cuidar a sus clientes. De lo contrario se van con otro. Y no es como en México, que puedes ir y eliminar a la competencia a base de plomo. Me podría quedar a vivir en Lima, concluí después de la cuarta raya. A estas alturas ya sufría de gripa peruana. Tenía la nariz taponeada por tanto golpe de polvo seco. Pero eso jamás detiene a un cocainómano. Nada lo detiene cuando está en pleno romance con la cocaína. Ni su madre, ni sus hijos, ni su pareja. En ocasiones ni su propio cuerpo.
Me compré un inhalador nasal. Pensé en llenarlo de coca y llevármelo a México. Pero era mucho riesgo. Y no cometería una estupidez de ese tamaño. Luego pensé en fabricarme un agua de chango. Sería más fácil cruzarla por la aduana. Es una receta de mi libro The Pleasures of Cocaine de Adam Gottlieb. Consiste en disolver la coca en agua y administrársela como si fuera un spray nasal. Pero me contuve. Si me descubrían en el aeropuerto me metería en un broncón. Todos sabemos que por el aeropuerto de la Ciudad de México transitan toneladas de sustancia. Pero es con el consentimiento de las autoridades. Como se trata de territorio federal, si me llegaran a atrapar me podrían elegir para poner un ejemplo. El negocio es nuestro. Si desean consumir, no lo transporten desde Sudamérica. Vayan y cómprenlo en Tepito.
Qué ritmo traía. Repetí la hazaña. Era como romper el record Guiness dos días consecutivos. Tres gramos en doce horas. Quería llorar de la emoción. Moqueaba en todo momento. Pero apenas me sonaba la nariz me resanaba con un llavazo, tarjetazo o línea, depende de donde me encontrara. Al anochecer la historia se repitió. No tuve problemas para dormir. Ni siquiera sufrí pesadillas. Pero antes de perder el conocimiento el placer era tan pronunciado que gemí un poco. La coca te anestesia. Es un hecho. Pero yo jamás me había sentido anestesiado a ese nivel en mi vida. Los pésimos cortes que emplean para rebajarla en México le han robado toda su mística a la droga. Te acelera. Te pone violento. Te induce a un estado alejado del objetivo principal. Y comienzas a creer que en eso consiste meterse cocaína. Pero no es así.
Nada más porque veo que te la estás metiendo, si no, pensaría que la estás tirando, me dijo una persona el tercer día en un restaurante de mariscos. Tres gramos diarios es demasiado. Puede inducir a la intoxicación. Pero mi peso y mi experiencia como adicto son un hueso duro de roer. Aclaro, si se trata de coca. Si es basura, combinada con un factor como la altura, me voy directo a la catatonia. La buena coca tiene la propiedad de que una vez que te metes una raya, puede transcurrir hasta media hora antes de que experimentes la necesidad de otra. Entonces que yo me despachara tanto en un día sólo se explica por una cosa. He sido, soy y seré un atascado. Y así los bulímicos tienen atascones de comida. Yo sufro de atracones de cocaína. El cocainómano es bulímico por accidente. Hace algunas pausas pero son involuntarias. En cuanto la droga vuelve a familiarizarse con su organismo se atrabanca.
Mi tercer día equivalía a nueve gramos en el organismo. Se estima que la cantidad necesaria para llegar a la sobredosis es de diez gramos inhalados. Pero insisto, depende de la capacidad de resistencia del individuo, de la experiencia y de su constitución física. Sin embargo, nada está escrito. Uno debe acercarse a la cocaína con la actitud de un cantante de soul. Estaba fuera de forma, no había duda. Pero la memoria corporal me sacó adelante. El hecho de no compartir la coca con nadie era un riesgo. Sin embargo, en ningún momento me sentí mal. Era de madrugada cuando calculé que me quedaba merca suficiente para el día siguiente. Cuando uno se mete asiduamente debe guardar un poco para el día siguiente. O de lo contrario no te puedes despegar de la cama.
Era sábado y me despediría de Lima con honores. Llamé a Ángel y le compré tres gramos más. Para rematar. Si vienen amigos tuyos de México dales mi teléfono, me rogó el díler. Mi vuelo era a la cinco de la mañana del domingo.
Me dedique a la poesía cruel de meterme el material durante el día. Y a las ocho de la noche me fui a un bar en el barrio de Miraflores. Mientras me bebía una cerveza Cusqueña se me terminó la coca. Doce gramos, guau. Qué bueno que estaba retirado. Qué caprichosa es la cocaína. Te maltrata. Te cierra la puerta en la nariz. Pero el día que menos lo esperas te abre las piernas. Lo mejor de todo era que no me dolía absolutamente nada. Faltaban todavía horas o días para que el síndrome de abstinencia me incordiara. Mi única preocupación consistía en no perder el avión.
En el bar un amigo decidió invitarme unas líneas como parte de mi despedida. Y durante varias horas esnifamos como profesionales. Como si hubiéramos asistido a la universidad de la cocaína. Calculo que me debió compartir alrededor de un gramo. Una bolsa la dividimos entre tres personas. En total me metí trece gramos en cuatro días. Lima es un peligro para un tipo como yo. Ya no me parecía tan buena idea mudarme a Perú como al principio del viaje. Dicen que la coca colombiana es mala en comparación con la de Perú.
Ellos se dedican a hacer negocios. Los incas son los encargados de producirla. Siempre envidié que fulano o mengano viajara a Colombia. Ahora ya no les envidio nada. En un momento de mi vida pensé que si un día pisaba Medellín moriría de un pasón. Ahora estoy seguro de que no será así. Ni siquiera se me antoja ya viajar a Colombia. Capaz que si algún día voy ni coca me voy a meter. ¿Hasta creo?
Antes de partir del lugar hacia el hotel para recoger mis cosas, un editor me invitó a un bar de mala muerte. Quédate, trató de convencerme. Y no miento, sí lo consideré. Quedarme un par de días más. Pagar la penalización por el cambio de vuelo y seguir en el paryzón. Pero no. Sabía que no serían dos días, encarrerado me tomaría una semana más. Y entonces sí me podría morir. Y aunque es tentador retar a la muerte me trepé a un taxi rumbo a mi hotel. Tenía la maleta hecha. Sobre la portada de Vicio propio descansaban dos rayas chonchas. Las había reservado para metérmelas antes de irme al aeropuerto. Para aguantar despierto hasta desfallecer sobre mi asiento. El cansancio ya hacía mella en mí. Y como no tenía más coca para sobrevivir mi sistema se desconectaría en cualquier momento.
Me di un baño y saliendo me las di de un jalón. Nada de que primero la mita y después el resto. Me marchaba del lugar donde había consumido trece grammys y era necesario no andar con pequeñeces. El hotel me había programado un taxi que se presentó puntual. El chofer me preguntó qué me había parecido Lima. Bonita, le respondí. Pero si Lima es fea, atajó. Es la fama que posee. Pero a mí me pareció el sitio más hermoso del mundo. Con una línea en el malecón de Miraflores contemplando el Pacífico cómo se atreven a decir que es fea. A diferencia de mi llegada el tráfico escaseaba. Lo cual me hizo llegar a tiempo y no perder el vuelo. Pierdo éste y me muero de sobredosis.
Antes de subir a un vuelo tengo la costumbre de ir al baño y esculcarme las bolsas en busca de residuos. Para evitar sorpresas. Y ahí estaba. Una bolsa vacía que me dediqué a lamer con pasión. Eran las últimas noticias que tendría sobre la coca limeña. Aterricé en México y mi maleta tardó hora y media en salir. Siempre se demoran en la revisión cuando el equipaje proviene de Sudamérica, me informó la señorita de Aeroméxico. Por esos días se pedía la liberación de la bailarina Angélica López, a quien habían atrapado en el aeropuerto con varios kilos de coca. Supuestamente se los habían sembrado. Aunque después se descubrió que sí sabía lo que transportaba. Entonces, me tenían en la mira. Qué bueno que no me preparé el agua de chango.
(Fragmento)
[flipbook height="500" pdf="http://www.3.80.3.65/wp-content/uploads/2018/07/El-Cultural-58.pdf"]