Últimas rebeldías de Elena Garro

Texto escrito en 2016 por Geney Beltrán Félix

Luego de darse un baño en el departamento de su amigo André, la joven protagonista de Un corazón en un bote de basura, novela corta publicada por Elena Garro en 1996, le deja escrito un mensaje sobre la lisura del espejo: “Tu baño delicioso. No tengo que comer. Una limosna. Úrsula”. Cuando más tarde el recado es descubierto a mitad de una fiesta, Charlotte, la novia de André, lo borra molesta con una servilleta húmeda. El muchacho siente ira contra Úrsula por el pequeño escándalo que surgió entre sus conocidos y desoye su petición de auxilio.

En Primer amor, otra novela corta de Garro también publicada en 1996, Bárbara y su hija pequeña han viajado a la costa norte de Francia para las vacaciones de verano. Hace apenas poco tiempo que ha terminado la Segunda Guerra Mundial. En ese pueblo la joven madre y su niña conocen a un grupo de prisioneros alemanes que realizan trabajos forzados. Uno de ellos, Siegfried, se enamora de Bárbara; pero ella, casada, sabe que la pasión naciente no tiene ningún futuro. Decide escribirle una carta como despedida. Por un suceso inesperado, no

habrá de entregarle jamás ese papel.

Un ejemplo más, tomado de la tercera novela de Garro: Reencuentro de personajes (1982). Verónica ha huido del lado de su esposo y vive una relación enfermiza con su amante, un hombre de modos erráticos y temperamentales. Deambulan en un automóvil por las fronteras de Suiza e Italia. Luego de salir a deshoras y en circunstancias anómalas de un hotel, ella, que para entonces ha visto el tamaño de su error al haber escapado con un hombre tan violento, escribe en el parabrisas, con un lápiz labial, la palabra FIN. Frank le ordena borrarlo, ella obedece. El itinerario de ese ruinoso vínculo continuará a lo largo de varias ciudades, pleitos e insultos, y habrá de impedirle a la mujer todo chance de recobrar cualquier entusiasmo y potestad sobre su vida.

¿Cómo no ver afines los tres casos? Desprovistas de otras armas —como Lelinca y su hija, los personajes principales de varios relatos incluidos en Andamos huyendo Lola, ellas no tienen dinero ni una familia salvadora—, estas mujeres quieren hacer uso de la palabra escrita para trastocar las pautas de su destino. Fracasan: ninguna logra nada con la escritura.

Estas tres novelas de Elena Garro pertenecen a la segunda y última etapa de su ficción, la que empezaría en 1980 con Andamos huyendo Lola y se habría de cerrar en 1998 con la póstuma Mi hermanita Magdalena. A diferencia de Nellie Campobello, que abandonó la escritura, o Josefina Vicens, Inés Arredondo y Amparo Dávila, de obra parca y espaciada, Elena Garro no aceptó las normas del silencio o la escasez que parecían propias de las escritoras mexicanas. Durante su exilio en Estados Unidos y Europa, de 1972 a 1993, Garro no paró de escribir y de corregir viejos, llevados y traídos manuscritos. En las décadas de los ochenta y noventa entregó a las prensas cuatro novelas (Testimonios sobre Mariana, Reencuentro de personajes, Inés, Mi hermanita Magdalena), tres libros de cuentos (Andamos huyendo Lola, El accidente y otros cuentos inéditos y La vida empieza a las tres...), seis nouvelles (La casa junto al río, Y Matarazo no llamó..., Busca mi esquela, Primer amor, Un traje rojo para un duelo y Un corazón en un bote de basura), un recuento autobiográfico (Memorias de España 1937) y un volumen de crónicas históricas (Revolucionarios mexicanos).

Pero, como adelanté al principio, ya nada volvió a ser igual: la atención de la crítica fue menos generosa, rayando en la frialdad y el ninguneo; no llegaron los grandes premios literarios por su trayectoria, y ella siguió siendo, como narradora, nada más la —estudiada, leída, reeditada— gran novelista de Los recuerdos del porvenir (1963). Como a Úrsula, Bárbara y Verónica, a la última Elena Garro la escritura pareció tornársele un arma inofensiva, casi por entero sin repercusiones.

La (falsa) reiteración de la huida

La objeción común, oída o leída aquí y allá para justificar el menor interés crítico de escritores y académicos por la última etapa creativa de esta narradora, podría verse resumida así: “Garro se desgastó, publicó la misma historia en varios libros: mujeres perseguidas vistas de manera complaciente, y no escribió nada a la altura de Los recuerdos del porvenir”.

El corpus de esta etapa exhibe, sí, una prosa menos lírica y fulgurante que la de Los recuerdos del porvenir y La semana de colores (1964). Se hallan en cambio premuras y descuidos que dan pie a cacofonías o repeticiones; pero no son la norma. Sería injusto tildar estos libros, como hace Christopher Domínguez Michael, de “borradores arrojados inmisericordemente a la luz pública”. En su conjunto se trata de una ficción narrativa que, merced a una expresión veloz y económica, se muestra más tendiente a la eficacia en el desarrollo de sus movimientos dramáticos antes que al embeleso del poderío verbal.

El énfasis habría cambiado: ya no la palabra como el libre brillo de la imaginación, sino como el insistido torrente de las fábulas del dolor y la memoria. El exilio de Garro y su hija en Nueva York, Madrid y París se dio en condiciones adversas que más de una vez rozaron la miseria y el hambre. “El sufrimiento hace débil y magra nuestra fantasía. Nos resulta difícil alejar la mirada de nuestra vida y nuestra alma, de la sed y la inquietud que nos domina”, escribe Natalia Ginzburg en Le piccole virtù.

Una historia presente en varios títulos de esta última franja ficcional de Garro es en efecto la de la mujer perseguida por fuerzas de cariz siniestro que la hunden en la desolación, la paranoia, el encierro y la pobreza. Un cuadro es el siguiente: una joven trata de huir de un matrimonio fatídico, en el que no ha conocido, según insiste, más que la mezquindad y la recriminación. Con todo, si se revisa con detenimiento, vemos cómo este asunto no sólo no es el único —la excepción más notoria es la de Y Matarazo no llamó..., cuyo protagonista es un varón que se solidariza con un grupo de obreros en huelga—, sino que el tratamiento que da Garro a la figura de los belicosos vínculos de pareja tiene variaciones nada insignificantes de un tomo a otro: piénsese en la divergencia mayor que hay entre títulos como la pesarosa y pesimista Inés y la luminosa y jovial Mi hermanita Magdalena. Me temo que la reiteración, ciertamente no total, de un asunto dramático, ha sido sólo un pretexto para descalificar la postrer creación narrativa de Elena Garro, sin atender a sus pautas internas con ojos libres de prejuicios.

¿No hay aquí también la manifestación de un doble rasero? Resulta curioso que a autores varones de obra monotemática —digamos, Juan García Ponce o Salvador Elizondo— los colegas y especialistas tienden sin reticencia a aplaudirles “la fidelidad a sus obsesiones”; pero si se trata de una escritora que persevera en asediar las difíciles relaciones mujer-hombre y las inercias sociales que legitiman la hegemonía masculina, entonces sí se viste el fenómeno de monotonía reprochable. En contra de esta parcialidad, creo que, aunque se haya visto privada de comodidades para depurar estilísticamente sus libros, Garro nunca perdió su consciente dominio de recursos técnicos y de estructuras narrativas que en esta etapa se manifiestan en la pluralidad de enfoques con que aborda sus historias.

La mirada oblicua

ante el desamor

Un traje rojo para un duelo (1996) tiene como narradora a Irene, de catorce años, hija de padres separados. Su abuelo materno agoniza, razón por la que ha estado ella viviendo en la casa de su padre y su abuela paterna. La chica es testigo de la hostilidad entre Natalia y Gerardo, los dos elementos del estropeado matrimonio del que ha nacido.

La elección del punto de vista de una adolescente en esta novela breve da pie a una visión oblicua del vínculo amoroso roto; Garro pone en primer término la inestabilidad que los combates y odios de la pareja provocan en las emociones de la hija. Ni Gerardo ni Natalia son esbozados con beneplácito; mientras aquél es abusivo y tacaño, ésta se deja ver irresponsable y desordenada. Habría que añadir: la voz de Irene reflexiona, comenta, es siempre enfática, no se ahorra el menor adjetivo para hacer notar su vislumbre de los hechos y las personas. Casi nadie se salva de sus duros juicios. “Me resultaba imposible respetar a aquella cobarde”, dice de Natalia, refiriéndose a la docilidad con que ésta se sometió a las intrigas de la suegra.

Apenas se menciona en una conversación a un hombre apodado El Gran Rioja, amigo de su padre, Irene nos informa sin más, como si se tratara de una afirmación que no requiere de la menor prueba: “Era un abogado tramposo”.

La perspectiva de la joven es dolidamente desengañada. Y esto ocurre a pesar de que, o quizá debido a que su educación estuvo cruzada por la lectura de cuentos fantásticos, como “La Reina de las Nieves”, de Andersen, su autor favorito. Así, su retrato del entorno señala de forma muy aguda la transición desencantada de una mirada infantil hacia el descubrimiento del mal y sus conjuras. Irene llega a convencerse, pues, de que el mal, esa fuerza básica propia del mundo fantástico descrito en las narraciones tradicionales, existe también en su realidad y encarna en seres como su abuela Pili, de quien la chica cuenta una serie de hechos que la ratifican como un personaje siniestro. “Sólo mi abuela Pili no moriría; era permanente y eterna como el mal.”

Puesto que la novela sigue el descubrimiento del mundo adulto en la noción de la chica, el abrupto final se explica en virtud de que así se completa su evolución interior, de la inocencia y el pasmo a la decisión enérgica. A diferencia de su madre, atrofiada en la pasividad, Irene elige defenderse y responder a las trampas de su abuela. Sorprendentemente poco leído, Un traje rojo para un duelo es un perturbador relato de formación, la estampa de un mundo familiar pesadillesco que vulnera y reta la conciencia infantil hacia una madurez ardua. En el origen de la ordalía de Irene se halla, recordémoslo, el fracasado enlace de sus padres, con las agrias secuelas de un ríspido desamor.

Otro ejemplo de los vínculos mujer-hombre está en Primer amor, nouvelle publicada en un tomo con Busca mi esquela (1996). La narración en tercera persona se detiene en más de una

instancia en la percepción de la pequeña Bárbara, cuya madre, del mismo nombre, la lleva consigo de vacaciones para poner un poco de distancia ante una vida conyugal decepcionante. “Nadie le había dicho nada, pero ella sabía que su padre no amaba a su madre. ‘No la quiere’, y se quedaba sorprendida de su siempre nuevo descubrimiento.”

Él hombre no aparece más que en los recuerdos de la hija; pero es esa una ausencia significativa que parecería actualizarse en los lugareños, quienes repiten el acerbo ademán de aquel, pues ven con malos ojos que esa rubia fuereña trate bien a los jóvenes prisioneros. Como es usual en Garro, sus protagonistas buscan, casi siempre sin suerte, redimir a los desposeídos.

Aunque para los nativos esos alemanes son los invasores que cometieron espantosas maldades, para Bárbara se trata de seres derrotados, unos jovencitos apenas salidos de la adolescencia a los que habría que tratar con compasión. Ella se identifica con los cautivos, proyectando así la imagen que tiene de sí, atrapada en un gélido enlace conyugal.

Aquí también se advierte la mirada oblicua de una niña frente a los desafectos de los mayores, que contrastan vivamente con el cariño que nace en ella por el joven soldado vencido. Primer amor guarda imágenes y escenas de un recio candor y delicadeza, gracias a la percepción, los impulsos y los apegos espontáneos de la pequeña Bárbara, quien otorga a la narración una tonalidad mucho más luminosa, aunque crepuscular, que Un traje rojo para un duelo.

Después del ansia

de libertad, antes

de la liberación

Las vidas de Irene y la pequeña Bárbara se hallan trastocadas por las desavenencias de sus padres, lo que apuntaría al hecho de que toda relación mujer-hombre involucra a más de dos personas, con repercusiones adversas en la familia y la sociedad. Sin embargo, no está de más poner el énfasis en un aspecto: sea una niña, una adolescente o una joven, el punto de vista que privilegió Elena Garro fue el femenino. Con un pormenor importante: se trata de una percepción crítica de los moldes del sistema patriarcal.

Esta es la constante: las mujeres en Garro ven con ojos suspicaces y de desafío las formas de la masculinidad, y deciden colocarse en una postura de rebeldía y fuga que las vuelve irreductibles; dejan de ser esposas, hijas, amantes, pues ninguna de las etiquetas que les asignan los varones trae consigo alguna dosis de respeto o comprensión.

La causa de esta deriva se halla en lo siguiente: casi todas las mujeres de

Garro viven antes de la liberación y después de nacido el ansia de libertad, en ese marco histórico que va de la década del cuarenta a los inicios del sesenta del siglo XX, un momento inmediatamente anterior a la lucha feminista, el divorcio y la píldora. Paralelamente, se trata en su generalidad de mujeres sensibles de clase media que han recibido una educación progresista, mas no los recursos emocionales y económicos para verse exentas del control masculino en el matrimonio.

De lo anterior se deja ver que, más que el asunto de la mujer perseguida, lo central en la última Garro es el tema de los desajustes históricos en las relaciones de pareja, en el contexto de la clase media mexicana. Los vínculos mujer-hombre son un horizonte ineludible y desasosegante en cuotas iguales, a raíz de la insuficiente mutación de los roles que, en esa época, una y otro habrían de cumplir. Es una reducción muy ciega ver la postrer ficción narrativa de Elena Garro como un permanente ajuste de cuentas con su ex esposo, el poeta y ensayista

Octavio Paz. Las protagonistas de Garro no pueden vivir su existencia con los hombres, pero tampoco atinan a descubrir cómo vivirla sin ellos. Hay en estas mujeres sin adjetivos la intuición, aún idealizada, de un vínculo de pareja distinto al del molde patriarcal, de una posibilidad nueva de entendimiento con el varón en que no reinen la incomprensión ni el autoritarismo.

Un corazón en un bote de basura (1996) sería ejemplo de esta búsqueda. Una joven, Úrsula, se ha separado de su esposo; mientras dos pretendientes la buscan, y un tercero aparece de cuando en cuando para dizque auxiliarla en la elección de su nuevo horizonte, ella pasa por una fase de incertidumbre e indecisión: ¿regresar con su esposo?, ¿huir con Dimitri, el ruso militante de izquierdas de azarosos andares?, ¿hacerse amante del acomodado André?

Sintomáticamente, la decisión técnica de Garro no repite ni la claridosa voz de Irene en Un traje rojo para un duelo, ni la emotiva cercanía a la visión infantil que hay en Primer amor. Tenemos aquí una voz distanciada, a ratos aséptica o incluso indiferente, que se apoya en los diálogos y el recuento de las acciones, prescindiendo casi por entero de la desmenuzada inmersión en los estados psicológicos. Es todo casi pura acción, un desencuentro tras otro, una discusión tras otra que parecen no desembocar en ninguna salida, pues Dimitri y André, por más bienintencionados que luzcan, no esconden la insistencia de los prejuicios machistas.

La confusión sentimental de Úrsula viene nacida de una encrucijada: quiere ser libre, pero carece de los recursos para liberarse y no tiene tampoco referencias claras de cómo se hilaría ese otro destino: su futuro sería inédito. Quienes la rodean no se ahorran obedecer la tentación de enjuiciarle los propósitos y las decisiones hasta por adelantado, de modo tal que a la ligazón de los afectos se le adjunta una actitud reprobatoria: sus cercanos buscan frecuentemente añadirle a la conducta de la joven una definición ya conocida. “¡La única libertad que buscas es la de tener amantes!”, la acusa Dimitri. “Eres histérica y sentimental como todas las mujeres”, le espeta André. Al mismo tiempo, la chica ve reiterada su propia confusión en la confusión social y política que surge en las calles (están por presentarse manifestaciones y huelgas en París), así como en la singular trama que se pone en marcha para asustarla y hacerla regresar con el marido, de la que ella, de por sí paranoica, sólo ve, sin entender más, amenazantes individuos siguiéndola en las calles o tocando a la puerta de su casa.

De tono menor y alcances discretos, esta breve novela toca una nota distinta en el repertorio de los retratos de amor y desamor que creó la última Garro: después del desconcierto y el caos, viene la libertad, pues Úrsula decide por su cuenta los términos de su felicidad futura. Sin embargo, esto ocurre sin que nos enteremos hasta la última página: las secciones finales de la nouvelle se narran focalizando desde la percepción de uno de los varones. No es difícil suponer, en Un corazón en un bote de basura, una contradictoria lección: la mujer parecería estar en condiciones de elegir su libertad siempre y cuando no esté siendo vigilada, ya no sólo por el esposo o la familia, sino tampoco

por el narrador ni los lectores.

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