Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) formó parte en 2011 de los escritores invitados a la Feria Internacional de Libro de Guadalajara bajo el eslogan Los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina: proyecto de la FIL que buscaba derribar las fronteras que separan la literatura latinoamericana, en la presentación de un grupo de poetas, narradores y ensayistas jóvenes que vislumbraban las rutas de la nueva literatura del continente.
Cuando aquello, Monge había publicado el libro de cuentos Arrastrar esa sombra (2008) y la novela Morirse de memoria (2010). Siguieron El cielo árido (2012) —XXVIII Premio Jaén de Novela/V Premio Otras Voces, Oros Ámbitos—, Las tierras arrasadas (2015) —IX Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska/ English Pen Award— y el volumen de relatos La superficie más honda (2017). Traducida a varios idiomas, la obra del también politólogo y académico de la UNAM ha sido reconocida por Conaculta (2010), el Hay Festival (2014 y 2015), Bogotá 39 y el Consejo Británico.
Circula en librerías No contar todo (Random House, 2018): “novela de no ficción, que presenta la saga de los Monge, al mismo tiempo que cuenta la historia del país que habitaron”, consignan los editores. Pero, más que todo, esta edición del más reciente ejercicio literario de Emiliano Monge, presenta a un narrador en plenitud de su oficio. Fábula desgarradora que escarba sobre la urgencia de huir de los otros para erigirse en los posibles desmanes de la memoria.
[caption id="attachment_810150" align="alignleft" width="176"] Fotografía del abuelo del autor, que aparece en la portada del libro.[/caption]
“En realidad ésta es la primera historia que yo quise contar en mis inicios como escritor: la falsa muerte de mi abuelo, Carlos Monge McKey, pero no lo pude hacer hasta ahora: comprendí que yo debía ser parte del relato. Ligo y empalmo el asunto del abandono y, asimismo, hay una ramificación temática que toca el asunto de los fanatismos presentes en México. Tanto el machismo como la propensión a la masculinidad, y las divergencias entre mentira y verdad”, dijo a La Razón, Emiliano Monge.
¿Novela metafórica? ‘Las violencias’ —prefiero usar el plural— se originan en la perspectiva de lo familiar que las confirma y hace que tengan repercusión en la sociedad. En estas intersecciones de las historias del abuelo, el padre y el hijo está presente la descomposición de una familia, y también episodios que hacen alegorías al machismo.
¿La violencia doméstica anticipa la violencia de la comunidad? Creo que referí en otro momento ‘violencias de la intimidad’. Claro, esas intimidaciones prefiguran, los fanatismos de una sociedad.
¿Por qué la etiqueta de ‘no-ficción’? Fue una estrategia editorial. Los hechos ocurrieron así; pero, la ficción está presente en la tonalidad en que se cuentan esos episodios.
¿En ese sentido, la utilización del yo (abuelo), tú (padre) y él (hijo) conforman tres fabulaciones imbricadas? Sí. Relato del abuelo, en forma de diario: yo; el padre: tú; hijo: autor: él: unidades intercaladas contadas en personas narrativas diferentes. Persigo marcar desemejantes niveles de distanciamiento entre los tres relatores.
¿Por qué el hijo en tercera persona? Ese punto de vista me ayudó a alejarme de mis experiencias personales y ver la vida del hijo, como si no fuera la mía. Quise alejarme de la exaltación de mí mismo. Pretendo consignar la historia como si no estuviera hablando de mí.
¿Pero, es usted...? Ahora reviso el libro y me doy cuenta que ese hijo, soy yo: Emiliano Monge García. Relatar esta crónica de mi linaje me ha marcado mucho. Soy resultado de esos trances familiares. Ese ‘yo’, es parte de un todo: complemento del abuelo y del padre, de la familia Monge.
No contar todo
“¡Rasputín, Monge Maldito!” Con este titular, acompañado por el retrato de mi abuelo en primera plana, abrió su edición el primer periódico de nota roja de la ciudad de Culiacán, Sinaloa, el 13 de marzo de 1962.
Cuatro años antes, apenas unos días después de que el último de sus hijos cumpliera los siete años, mi abuelo se había levantado de madrugada, se había bañado con agua helada, había desayunado los restos de la cena anterior —sin encender ninguna luz de la casa, le gustaba recordar a mi abuela— y se había marchado, convencido de que lo hacía para siempre.
Una hora más tarde, con el sol todavía escondido tras la Sierra Madre, Carlos Monge McKey llegaría a la cantera que por entonces regenteaba y que pertenecía al hermano de su esposa, es decir, de mi abuela, Dolores Sánchez Celis. Ahí estacionaría su camioneta, se bajaría empuñando una linterna...
Fragmento tomado del libro