"Un inmenso edificio de palabras", un texto de Fernando del Paso

Bartleby. Qué coincidencia, tantos días de pensar en Bartleby y me llega un artículo sobre este personaje de Herman Melville, el escritor norteamericano creador de Moby Dick. Bartleby fue el personaje de una novela corta, era un empleado que a toda orden que le daba su jefe le respondía: “I would rather not do it” —preferiría no hacerlo. Y es que aparte de la gran satisfacción que me dio cuando me dijeron que se creaba esta Cátedra a mi nombre, cuando me pidieron que dijera unas palabras el día de su creación, estuve a punto de responder: “preferiría no hacerlo”, pero ya que estoy aquí, lo haré. No me queda más remedio.

Hablar de la propia obra sin elogiarla es un ejercicio de modestia. Voy pues a ejercitarme dándole unos tips a quienes hablen de ella.

Cuando me preguntan ¿cómo comenzó a escribir? les digo: con la mano izquierda. Pero me llamaban tanto la atención en la escuela que acabé por hacerlo con la derecha, y la mano izquierda, en venganza, comenzó a dibujar.

Cada domingo esperaba yo con impaciencia que mi padre estuviese de humor para leerme los “monitos”: Pancho y Ramona, Tarzán, Cuquita la mecanógrafa, etc., etc. y eso me hizo aprender a leer rápidamente, de manera que yo entré directamente a la escuela a segundo grado de primaria.

Viendo mi entusiasmo mis padres me obsequiaron un ejemplar de las Las mil y una noches que tenía más de trescientas páginas, a pesar de ser una edición censurada: sin adulterios ni sodomías, pero bastaban las historias de Aladino, de Alí Babá y otros cuantos para crear un mundo de fantasías interminable.

Un poco más adelante comencé a leer a los autores clásicos para mi época como eran Julio Verne, Salgari, Walter Scott y los fabulistas Esopo y Samaniego, ya para entonces, y con estas lecturas, me convertí en un asiduo lector infantil. Mi padre no tenía dinero para comprarme los veinte tomos de El tesoro de la juventud, pero me los prestó una prima, tomo por tomo, de modo que me vi obligado a leerlos todos, uno por uno, de la primera a la última página.

El deporte de mi adolescencia fue el beisbol, pero su práctica me dejaba suficiente tiempo para leer.

¿Ven ustedes por qué preferiría no hablar el día de hoy? No sé qué decir y me siento cohibido al pensar en un público tan selecto frente al que tengo más o menos que desvestirme para contarles sobre mi vocación. José Trigo, como lo dice la última página del libro, no es nada ni nadie, es sólo un inmenso edificio de palabras del cual yo fui

el único arquitecto y el único albañil, el mismo que fue colocando cada palabra, como se coloca cada ladrillo hasta acabar una complicada construcción monumental.

En aquélla época ya había yo conocido a un escritor colombiano llamado Antonio Montaña, ya fallecido hace dos años, esto me hace recordar a Juan de Dios Peza, que cuando su-po de la muerte de Ramón López Velarde escribió desde Nueva York: “Qué triste será la tarde cuando a México regrese sin ver a López Velarde”. Yo podría decir: “Qué triste será la mañana cuando a Bogotá regrese sin ver a Antonio Montaña”. Antonio era amigo del hispanomexicano José de la Colina y entre los dos se encargaron de ser mis guías en ese abigarrado mundo que es la literatura. Comencé a leer a William Faulkner, a James Joyce, a Julian Green y a muchísimos otros autores que me llenaron la mente de felicidad y fantasías. Me puse entonces a escribir: tenía yo veinte años.

Leí también un libro del autor inglés Ciryl Connolly: La tumba sin sosiego. Connolly era un crítico de literatura británico que tenía una columna semanal en un periódico inglés que firmaba con el pseudónimo de Palinurus. En La tumba sin sosiego nos dice que se han publicado demasiados libros, que cada autor debería proponerse escribir una obra maestra. Como no existe una receta para hacer una obra maestra, yo, convencido de los argumentos de Connolly, hice un libro muy gordo, acumulando palabras españolas y también algo de náhuatl. Mi admiración por el México prehispánico tiene que ver naturalmente con el hecho de ser sobrino nieto de Francisco del Paso y Troncoso, el hombre que inauguró el monumento a Cuauhtémoc del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, con un discurso en lengua azteca.

José Trigo es más que nada un libro con andamiajes prestados. Unos andamiajes se dieron por generación espontánea. Otros yo los añadí. Así, Luciano el líder es un Quetzalcóatl y Miguel Ángel, el Tezcatlipoca que lo expulsa del paraíso que hasta entonces era el escenario de la novela, La Cristiada. Está llena de alusiones bíblicas y en principio de cuentas aquél escenario está basado en la topografia mágica de esa parte de la Ciudad de México: el puente de Nonoalco se erige entre la tierra y el cielo: muy al oeste nos encontramos con las calles que tienen nombres de mares, como mar de Mármara, mar Mediterráneo y mar Rojo, siguen las calles que tienen nombre de árboles y vegetales, luego el puente y después del puente las calles que tienen nombre astronómicos como Marte, Venus, Sol, Luna, etc. O sea, el mar, la tierra y el cielo. Y esto no es invento mío. Tampoco lo que llamo “campamentos” que eran pueblos diminutos hechos con furgones y vagones abandonados, y hechos casa por ferrocarrileros viejos y jubilados. En la novela de José Trigo hay un Campamento Este y Campamento Oeste donde se realiza la acción.

"Yo no soy Palinuro. Tomé este nombre del pseudónimo de Ciryl Connolly. Palinuro de México es una autobiografía de mentiras conjugada en varios tiempos verbales: el que fui, el que no fui, el que pude haber sido.”

Yo no soy Palinuro. Tomé este nombre del pseudónimo de Ciryl Connolly. Palinuro de México es una autobiografía de mentiras conjugada en varios tiempos verbales: el que fui, el que no fui, el que pude haber sido, el que yo creí que era y el que los demás querían que fuese. En ese libro reuní todas mis experiencias juveniles, mis deseos y mis frustraciones. Pero, insisto, yo no soy Palinuro.

Por último, Noticias del Imperio es quizás, de toda mi obra la más vulnerable. Un crítico avezado, o un psicólogo que conozca nuestra historia bien puede decir que la Carlota de mi novela no se parece a la Carlota histórica. Y quizás podría tener razón. Pero desde ahora quiero decir que eso no me importaría: yo me enamoré del personaje real desde que comencé a documentarme y me porté con ella como un macho: la violé varias veces cuando era una adolescente y ya vieja y loca, mamé de sus pechos. Sentí por ella una gran ternura —también por Maximiliano— y descubrí que ambos habían sido embaucados en una aventura que los iba a perder para siempre. También Benito Juárez cayó en la trampa, pero él salió indemne.

Dije que hubiera preferido no hablar el día de hoy. Pero ya lo hice y sólo me resta expresar mi agradecimiento profundo a la institución y las personas participantes en la creación de ésta Cátedra.

Muchas gracias queridas amigas Patricia Rosas, Carmen Villoro, Anayanci Fregoso y Luz Elena Martínez Rocha. Muchas gracias a ti, Héctor Iván, por tu presencia y por inaugurar la Cátedra que tiene orgullosamente mi nombre. Y muchas gracias a todos aquellos que llevarán adelante su existencia y sobre todo muchas gracias a la institución que la ha creado: la Universidad —mi universidad— de Guadalajara y su rector general Izcóatl Tonatiuh Bravo Padilla.

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