Con cantos dicen adiós en Bellas Artes a El hombre mono

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El cuerpo del mediodía se columpió entre las columnas del vestíbulo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México para ser testigo del espontáneo homenaje que los capitalinos le rindieron ayer al artista plástico Francisco Toledo (Ciudad de México, 17 de julio, 1940–Oaxaca de Juárez, Oaxaca, 5 de septiembre, 2019). Ramos de flores, nimbos, mensajes manuscritos y la foto del pintor con su cabellera negra ensortijada y los pies descalzos apoyados en el quicio de una ventana y la mirada en el derrame de arreboles.

“¿Y ahora, quién va a cuidar a Oaxaca?”, dice una señora apoyada en un bastón de cedro. La gente aplaude, una turista gringa dispara el flash y la mujer esquiva el resplandor: parece que solloza: “Soy de Juchitán y lo he visto visitando a la gente, preocupado por los problemas. Estoy aquí en la capital por la enfermedad de mi esposo. Me enteré por la televisión, ayer noche. Vine a traerle una rosa”. Y el Coro Madrigalistas de Bellas Artes entona salmos en zapoteco. La copla se extiende hasta la plazoleta donde el sol se confabula con la tristeza.

“Toledo es el dueño de los ojos más vivos que han mirado a Oaxaca”, escribe una muchacha en uno de los libros de condolencias. “¡Ay Francisco, qué huérfanos nos deja! “Toledo es un papalote”. Y una grabación de la Banda Filarmónica de Santa María de Tlahuitoltepec derrama chilenas, sones istmeños, huapangos, valses y sones de artesa: “La  Martiniana”, “La Sandunga”, “Dios Nunca Muere”. Se repliegan los metales y las tamboras. El vaivén de congoja se disipa en la humedecida algarabía  de la tuba, trompetas y clarinetes.

El Dato: En Los Pinos, donde ahora la pieza El murciélago da la bienvenida en la Casa Miguel Alemán, mil 500 visitantes lo recordaron; hoy también el recinto abre sus puertas.

“¡Señores, esto no es un velorio! Estamos celebrando a Toledo. Cantemos. Él sólo se fue a volar papalotes allá arriba”, grita un señor de sombrero azul y guayabera blanca: gimotea y baila y se va tras una columna y reza casi en silencio un himno zapoteco. Una fila de niños entra, son alumnos de la  Escuela Primaria Estado de Oaxaca de Iztacalco. Cada uno trae una rosa. Cada uno mira sorprendido los búcaros de flores multicolores que inundan la antesala. “¡Mira un grillo de color!”, dice el asombro de una muchachita de 10 años. Dan vuelta por la rotonda improvisada y pasan después a firmar el cuaderno. “Yo dibujé un gato y escribí: ‘Para Toledo”, dice uno con gesto travieso. “Yo puse que lo queremos mucho”, confiesa otro más ecuánime y sereno.

Los curiosos, los turistas y los caminantes furtivos se suman al fervor del tributo. “¿No te acuerdas?, ayer por la noche lo pusieron en la televisión. Dicen que es un importante artista de Oaxaca y que la quería mucho y que daba la vida por su tierra”, le dice una señora a su marido despistado. Dos jóvenes se detienen frente a un dibujo y se besan en los labios y escriben en una hoja un mensaje que ponen debajo de la foto del Toledo descalzo: “No sabíamos de ti. Pero, vimos  tus cuadros, tus imágenes y descubrimos la fragancia del amor. Por eso nos besamos”.

La tarde irrumpe. La tarde se aposenta. Toledo sigue deshojando el albor. La gente llega. Una pareja de ancianos baila un son de artesa en el quicio de la terraza media. “Somos oaxaqueños. Toledo es nuestro y de México. Qué mejor que bailar en su memoria”. Y la verbena íntima prosigue bajo los compases de la Banda Filarmónica de Santa María de Tlahuitoltepec.. Y aparece una guitarra y se escucha una melodía de Álvaro Carrillo que se empalma con un vals. La alborada se tiñe con acordes de cuerdas y saldo de acordeones.

Llega una muchacha con la mejilla humedecida: “Estudio pintura. Una vez lo vi en Oaxaca y le enseñé mi carpeta de bocetos escolares. Fue muy amable y me dio consejos. Recuerdo que me dijo: ‘El único secreto para ser un buen pintor está en el empeño’”. / Los duendes desandan por la saleta. Alguien dibuja a Toledo  en papel estraza y pide que se lo entreguen a la hija del pintor juchiteco, la poeta Natalia Toledo. La brisa estalla en la encrucijada. ¡Vaya homenaje de la Ciudad de México, al hombre que empinaba papalotes y coloreaba zopilotes!

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