“Mi poesía es una forma sui generis de leer la realidad”*: Sergio Mondragón

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Foto: larazondemexico

El poeta, ensayista y traductor Sergio Mondragón (Cuernavaca, Morelos, 1935) fue confundador y codirector de la revista de poesía El Corno Emplumado (1962), publicación que enriqueció la percepción de la cultura poética en nuestro país. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores en 1965; es autor de los poemarios Yo soy el otro, El aprendiz de brujo, Pasión por el oxígeno y la luna, El ocre de los lodos y de las antologías Poesía hispanoamericana y Un rebaño bajo el sol: poesía japonesa moderna. Había, por tanto, más que la urgencia de la novedad, la voluntad de regresar sobre la obra ya hecha, y también sobre la vida del poeta, de quien Octavio Paz llegó a decir: «A Mondragón le atrae la aventura del espíritu: el otro lado de la realidad, la otra orilla; busca la transformación, cree en las sustancias donadoras de visiones y su mística poética es corporal». Mondragón ha sido profesor de literatura en las universidades Iberoamericana, de México; de Illinois, Indiana, y Ohio, en los Estados Unidos, coordinador de las oficinas de actividades literarias y de publicaciones del issste, corresponsal en Japón del periódico Excelsior, fundador de Bandera, editor de Memoranda y Revista Latinoamericana de Estudios Budistas. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores desde 2000. En 2010 obtuvo el Premio Internacional de Poesía Zacatecas y en 2011 recibió el Premio Xavier Villaurrutia.

«El origen de la percepción mística en mi obra —confiesa el poeta— está en la recurrencia de las imágenes primeras, grabadas a profundidad en la conciencia y surgidas de la cultura en que nací: el sonido de las campanas de las iglesias, el paisaje del mestizaje, el fulgor de los altares barrocos; más tarde, mi descubrimiento de la metafísica oriehtal, su caudal de metáforas y conceptos: la instantaneidad, la vaciedad, la conciencia del dualismo, la interdependencia de todos los fenómenos. Todo eso se ha vuelto parte de mi experiencia, que es percibida como interés místico.

¿Cómo surge su interés por la poesía?

Se me adhirió al cuerpo sin que yo lo advirtiera, cuando aprendía las primeras letras en mi libro Rosas de la infancia. Las resonancias de versos como «A la sombra de un verde limón/ con las alas tocaba las hojas/ con el pico picaba la flor» ya no me abandonaron más. De allí brotó mi enamoramiento de la naturaleza. Más tarde tuve a mis primeros amigos poetas, Juan Martínez, Homero Aridjis, Philip Lamantia, que me enseñaron a poner por escrito los poemas.

¿De qué se constituye su universo poético?

Es el ámbito en que uno vive su vida concreta de todos los días. Ello incluye los libros que se leen, las visiones que la intuición elabore, el amor... que son como bahías de luz en ese ámbito. Escribir no es más que ejercer el artificio de las palabras sobre ese mundo.

Cuando era editor de El Corno Emplumado tuvo contacto con los poetas estadunidenses. ¿Tiene alguna influencia de ellos en su obra?

Sí. Hay en lo que escribo influencia de los beatniks y de poetas como Robert Kelly, Jerome Rothenberg y R. Creeley, que eran también un poco beatniks en su vida personal. De los primeros aprendí la articulación de una visión sacramental del mundo, la respiración larga de los versos, el gusto por el jazz; de los otros, la economía del poema, el verso corto, el ejercicio de la escritura como un sport. Ya antes había recibido la influencia inevitable y deslumbrante de The Waste Land.

En su libro El ocre de los lodos se refleja un gusto por la palabra poesía. ¿Le gusta la palabra por la palabra misma?

Poesía es el tema o personaje central de ese libro. Es natural que aparezca tantas veces como su presencia se hace necesaria en la escena. El ocre de los lodos es una reflexión acerca del carácter poético del mundo —o, lo que es lo mismo, acerca de su rasgo sagrado, como dijeron los beats. Todo está poetizado, nirvanizado, aseguran los budistas, aun los fracasos, los residuos de nuestras acciones, el lodo final en que todo llega a convertirse.

¿Qué tema es importante en su obra?

La palabra obra me sugiere algo descomunal, arquitectónico, bien orquestado. Mis poemas son más bien seres aislados que no integran una visión de conjunto. Son hojas que se desprenden de su árbol y navegan solas, brevemente, en el aire. Si acaso mis poemas, puestos uno junto a otro, son hojarasca arrastrada por el suelo que suena un momento y luego se detiene. Ése es el tema de lo que escribo: la validez de las cosas en su fugacidad.

¿En qué está trabajando ahora?

En la traducción de textos budistas escritos hace 2 mil años. Son sufras o escrituras canónicas que tienen la función práctica de transmitir ense-ñanzas y contestar a la pregunta fundamental del ser humano: ¿cómo vi-vir? Son también textos absolutamente modernos que toman sus temas y su imaginación de las tradiciones más antiguas, como lo han hecho el cubismo y el romanticismo: con la misma actitud crítica y devastadora. El arte moderno atacando al objeto; las enseñanzas budistas, al ego.

¿Por qué le interesa tanto la poesía japonesa?

Desde hace muchos años me interesó el budismo, que me llevó al zen, que me llevó al Japón. Cuando tomé un curso de japonés en la universidad, mi maestra At-suko Tanabe me invitó a colaborar con ella en la traducción de algunos poemas modernos escritos en esa lengua. A lo largo de 15 años ella me fue descubriendo a distintos poetas que habían escrito a partir de la época en que Japón abrió sus límites hacia occidente, a fines del siglo xix, y cuando los poetas penetraron el misterio del verso irregular y el verso libre. Descubrí en ese proceso una similitud asombrosa con la poesía hispanoamericana, en particular con Rubén Darío y los poetas mexicanos. Todos ellos, hispanoamericanos y japoneses, habían recorrido el mismo camino de influencias que va de Calderón de la Barca a los románticos alemanes, pasando luego por Francia y desembocando en André Bretón. Pude así armar una visión comparativa, misma que está documentada en el libro Un rebaño bajo el sol: antología de la poesía japonesa moderna.

¿Dedicarse a escribir totalmente es dejar de vivir o no?

Escribir para un poeta no es estar sentado con el lápiz en la mano. Más bien se refiere al culto de una actitud interior de apertura hacia el sitio de donde brota la brisa. Alguien que escribe poesía se zambulle en el vivir; requiere una dedicación total en que lo que menos ayuda es una actitud irresponsable y locuaz.

Con la publicación de su libro Las eras imaginarias se recopila prácticamente todo su trabajo poético de más de 30 años, ¿cómo concibe sus procesos creativos y sus evoluciones?

Son muchas circunstancias internas y externas las que se combinan para poner en movimiento los «procesos creativos y sus evoluciones», que yo quiero ver como «etapas creativas». La más temprana se dio en mí con la desaparición física de mis padres durante mi infancia, y con mi consiguiente entrada al internado en el que transcurrió mi niñez y mi adolescencia, y donde me encontré con la poesía mexicana del periodo romántico que había en los libros en que aprendí a leer. Fue mi descubrimiento del ritmo del idioma; la experiencia de un sentimiento que se correspondió con una respiración entrecortada por la emoción, que terminó revelándose como el gozo puro del habla, una proyección plástica en el espacio del idioma que se descubre a sí mismo encantado con su propio ser.

¿Cree que hay en su vida una época definitiva para entrar en la literatura?

Desde luego, y esa segunda etapa se da a los 18 años. Yo tenía un aburrido empleo en un banco, lo que era como tener puesta una camisa de fuerza, misma que se soltó instantáneamente cuando alguien puso en mis manos una pieza de Shakespeare. El recinto oscuro del banco se partió en dos y penetró la luz del sol en mi entendimiento. Supe entonces que existía la palabra libertad y el mundo de la naturaleza, mismo que

inmediatamente comencé a explorar y que sigo explorando hasta el presente. Fue mi descubrimiento real de la lectura y el principio de mi escritura, a la que hoy concibo como una forma sui generis de leer la realidad. Luego, unos pocos años después, con mis amigos Juan Martínez, Ernesto Cardenal, Homero Aridjis y Philip Lamantia aprendí lo que era la poesía romántica alemana, el simbolismo francés y el surrealismo: de esa experiencia surgieron mis libros Yo soy el otro y El aprendiz de brujo. En ese contexto se dio mi participación como coeditor de la revista El Corno Emplumado.

Dentro de esa evolución, usted estuvo muy cerca de las vanguardias poéticas de los años sesenta, ¿qué circunstancias envolvían entonces a la poesía mexicana?

En México, los nuevos poetas de principios de los años sesenta ya no escribían en el «tono gris y mesurado» de la época dorada de nuestra poesía (Nervo, Urbina, Díaz Mirón), tampoco como los maestros Villaurrutia, Gorostiza y los otros poetas del grupo Contemporáneos. La lección de estos últimos es de sobra conocida y fue muy otra: exigencia con el propio oficio, precisión intelectual. Ahora reaparecía con fuerza la corriente de la vanguardia, el influjo de José Juan Tablada y nuestros poetas estridentistas. El que estaba a la cabeza de la ruptura que significó la «nueva poesía» era Marco Antonio Montes de Oca. En la poesía de esos años se recibió también la herencia del surrealismo y del creacionismo de Vicente Huidobro. Los poetas leíamos con avidez a William Blake y a T.S. Eliot en las traducciones incomparables del poeta catalán Agustí Bartra.

¿Qué experiencias poéticas se buscaban en aquellos años?, ¿cuáles fueron sus límites?

Se escribía con una gran libertad, en un frenesí de experimentación en el ámbito del verso libre, de la irregularidad silábica, estrófica y de la polifonía acentual. íbamos directamente a las raíces de nuestro idioma, a la Edad Media española, al Cantar del Mío Cid, Gonzalo de Berceo, el Arcipestre de Hita. Un espíritu que sopló sobre el campo de la poesía hispanoamericana tocando primero la escritura de Rubén Darío, que fue un puente entre nosotros y aquel inicio esplendoroso de la lengua. Una herencia extraordinariamente rica que fue recogida por la poesía que se escribía en México (y también en otros países de nuestro continente) en los años sesenta.

Cuando se piensa en su poesía, inevitablemente se le asocia no sólo a lo místico sino a sus años como poeta beat, término hoy más bien difuso. ¿Cómo influyeron en su desarrollo intelectual las personas que conformaron sus primeros años de creación?

Creo que muchas personas me asocian con el movimiento beat porque en la revista El Corno Emplumado, que daba a conocer las novedades que se escribían en ese momento en las lenguas inglesa y española, publicamos a los poetas beats, algunos de los cuales eran nuestros amigos; pero se trata más bien de un dato externo. Lo que me sedujo de la poesía de los beats fue su visión nirvanizada de la realidad. Ésta fue su verdadera influencia, su gran aportación. En cuanto a las otras influencias, los poemas de Juan Martínez, Octavio Paz y de todos los otros poetas que he mencionado han sido mi guía y su influjo, estoy seguro, es el hábil medio que mis antepasados han empleado desde el trasmundo y desde el principio para protegerme y ayudarme a ser exactamente lo que soy, tanto humana como literariamente.

De estas múltiples experiencias, ¿qué viene primero en su poesía: una idea, una imagen o un detalle cualquiera?

Viene siempre, primero que nada, una clara voluntad de escribir, que más bien siempre ha estado allí; sigue algún fenómeno, interior o exterior, que desencadena el proceso del texto: un sentimiento, una idea, un paisaje, un deseo... En mi caso es el cosmos natural el aspecto de la realidad que más frecuentemente me lleva a escribir: las plantas, el cuerpo, la interdependencia que existe entre ellos. Pero definitivamente lo que está atrás de cada una de las palabras que escribo es la decisión de moverme para tomar el lápiz y el papel, en lugar de hacer cualquier otra cosa. Allí comienza el poema. Sin esa física no hay literatura. A ese desarrollo le llamo inspiración.

En libros como El ocre de los lodos y Pasión por el oxígeno y la luna se descubre una constante rítmica, una obsesión por darle musicalidad a los conceptos y a las imágenes que habitan sus poemas, ¿es una búsqueda consciente u ocurre como una forma natural de poetizar?

Las dos cosas. Es la música del verso que se manifiesta naturalmente cuando se deja en libertad a la imaginación y al lenguaje. Y es la práctica del oficio el resultado de buscar conscientemente desde siempre el punto de encuentro con la belleza, a veces horrorosa, del objeto poético en la persecución del arte. Es también desde luego la confección de un aparato de artificio por medio del cual puedes contemplar la realidad. Ése es el sentido del ritmo del idioma, de la musicalidad del verso.

En Las eras imaginarias se descubre también que es usted un poeta que publica poco. ¿Escribe poco o corrige demasiado?

Ni poco ni mucho. Corrijo lo que considero necesario. No peso ni mido en una báscula o con una vara lo que escribo, que es exactamente lo que puedo dar. Ni más ni menos. ¿Es poco, es mucho?

*Esta entrevista pertenece al libro Elogio de la memoria. Ensayos y entrevistas, de próxima aparición en Editorial Praxis.

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