MAESTRO

Foto: larazondemexico

El horario de clase terminó, un día más en que el libro en proceso de lectura fue su ocupación principal durante los 50 minutos que tenía asignados, una semana más en que los alumnos no lo habían escogido y hasta cierto punto entendía su falta de emoción a la aritmética cuando dentro del menú escolar había clases como “Desenvolvimiento histórico basado en matriz de juego”,  “Álgebra de cocina gourmet”,  “Teoría de clonación agrícola” o “actuación  y desenvolvimiento virtual”. Las clases normales y anticuadas no tenían cabida en esta nueva normalidad y si las habían dejado era más por una cuestión de añoranza de los tiempos pasados o quizá porque el mundo post virus era nuevo y extraño pero los que seguían en el poder eran personas anticuadas que hubieran preferido seguir quemando carbón en lugar de implementar programas de reconversión a energía solar, eólica, geotermal, magnética e hídrica, para estos dinosaurios tener aritmética dentro del menú curricular escolar era lo correcto y él tampoco se quejaba, esa había sido su materia y si los niños no se conectaban pues que se le iba a hacer.

Toda su vida fue maestro, uno muy bueno según los estándares que pedía la Secretaría de Educación, manejaba los programas al punto de no tener que hacer nuevas planeaciones y sus clases eran dinámicas, bueno, eso fue antes, después del virus y la falta de confianza en regresar a los niños al colegio y ante una presión social que era una mezcla de miedo aderezada con precaución y una pizca de desinformación, se aceptó la continuidad de los estudios dentro del hogar y eso cambió la forma en que la sociedad se movía.

Caminaba bajo un sol de verano especialmente abrasador, extrañaba el transporte público de antes, ese que era barato y que se atascaba de gente por lo mismo, no estas esporádicas orugas formadas por cápsulas individuales caras para los que tenían trabajo y prohibitivas para los desempleados que solo recibían su subsidio gubernamental y sus 30 vales de comida para comedores comunitarios.

Al menos era afortunado por enseñar aunque había días en que pensaba que ya no era de utilidad en una sociedad que se movía en direcciones distintas, que estaba dividida por rencores ideológicos que solo se tocaban en el rubro de incongruencia pero, eso no importaba, lo que había que hacer era señalar y acusar así fuera falso y cuidado contestabas en redes porque entonces dabas luz verde al linchamiento mediático que iba desde la burla y el sarcasmo hasta la amenaza cruel y virulenta. Una sociedad que ya no tenía centro ni dirección, una que veía por encima de su hombro en un aislamiento continuado no necesitado, en un mundo en recesión. A veces se preguntaba que podría hacer un maestro de aritmética que era fácilmente sustituible por un comando de voz en un teléfono inteligente. Sí, a veces tenía ganas de mandar todo por el drenaje pero, entonces el miedo a la inutilidad social absoluta lo abrumaba con la obviedad del fracaso. Los maestros ya no eran útiles, ahora era más práctico un tutorial en canales de video online que cientos de horas de preparación y aprendizaje continuo y constante para lograr una sola cosa, transmitir lo aprendido.

La vibración de su teléfono era molesta, lo ponía en silencio para dormir hasta tarde y aún así, su celular se empeñaba en despertarlo, lo tomó molesto y observó el mensaje de su supervisor “lamento informarte que tu...” no necesitaba ni abrirlo, podía decir que llevaba meses esperándolo, oficialmente pasaba a formar parte del 37% de la población, desempleado y sin las habilidades necesarias para medrar en esta nueva virtualidad.

Sus ahorros de años apenas le duraron dos meses de desempleo, buscó por todos lados, sus estudios eran inútiles y las empresas que subsistieron a la gran criba nacional, apenas contrataban desde esos tiempos. Mordiéndose un trozo de dignidad pidió su subsidio gubernamental, no tanto por los escasos pesos sino por los vales de comida, una comida caliente al día era mucho más tentador que morralla en el bolsillo aunque sería más de lo que tenía.

La vida de por sí difícil, se tornó imposible, empeñó todo hasta que no quedó nada y tuvo que dejar el apartamento, las calles alrededor del comedor comunitario se transformaban en la noche en dormitorios móviles, en una vivienda para los que no tenían vivienda y todo para los que ya no tenían nada, familias completas e irónicamente, abuelos que no tenían a nadie ahí tenían a quien velara por ellos y niños huérfanos encontraron decenas de adultos hoscos y temerosos pero que aún así daban algo de lo que les daban.

La noche más fría de lo soportable hizo que esa comunidad de desamparados se apretujara más en torno a un fuego alimentado por basura de desagradable humo pero, de agradable y vivificante temperatura.

Entre el grasiento humo, vio como un niño se escondía detrás de unas cajas tratando de obtener un poco del fuego que era acaparado por las personas mayores. No dudo, se levantó y lo llamó con una mano mientras usaba la otra para apartar a quienes le impedían pasar, el niño, temeroso al inicio, dejó que su instinto de preservación se hiciera cargo y se acercó al fuego bajo el ala del desconocido benefactor.

Observó dormir al niño hasta que el sueño lo venció a él. Al despertar el infante no estaba, todo seguía igual y por salud mental, guardó en lo más recóndito de su ser, esa sensación de haberse sentido útil la noche anterior. Se encontró buscando al rapazuelo entre los que hacían cola para los alimentos, el comedor funcionaba 24 hrs pero solo se podía comer una vez por día, así que había unos que lo hacían en la mañana y otros, como él, que prefería comer cuando el sol se ponía cuando llegaba la siguiente tanda de raciones. No lo vio ni en una ni en la otra, se maldijo por estarlo buscando y soltó improperios por su debilidad. Esa noche lo vio de nuevo y esta vez, los ojos del pequeño brillaban esperanzados y quizá fue eso lo que hizo que no resistiera el llamarlo otra vez, el chico sonrió y se acercó con una sorpresa, otro pequeñajo aún más joven, agarrado del harapo que usaba por camisa.

Esa noche cambió un invaluable vale por una rancia ración para dárselo a los dos niños y fue un bajo precio para la sonrisa de incredulidad que le dieron pues, si había una regla escrita en la ciudad es que cada quien vela por si mismo pues nadie más lo hará.

Al despertar se encontró con los dos niños durmiendo en un rincón de la esquina que había utilizado como hogar los últimos meses y cosa extraña, disfrutó verlos ahí. Algo que había enterrado se había sacudido el polvo del olvido

Los dos se convirtieron en cuatro, luego en diez, quince y ahora tenía veintidós alumnos de variada edad aprendiendo matemáticas, español, historia, ética, entre los indigentes había varios maestros que cuando vieron que le enseñaba con dificultad a leer a los dos infantes, se le acercaron, les contó de que quería enseñarles aritmética pero que no sabían leer ni escribir, que por eso, lo hacía. La anciana había estado jubilada como maestra de primaria desde antes de la recesión y aún así, no pudo dejar de lado su vocación y siguió dando clase particular, hasta que, no se le necesitó más en la nueva normalidad. Ella revivió al escuchar que si podía darle clase a los niños.

Es extraño pensar que desde abajo puede surgir quien modifique todo, probablemente sea imposible de creer excepto para los que saben que la educación es una herramienta, un arma, un escudo, un punto de vista nuevo, una solución y un refugio pero, que para lograr el éxito se necesita de un ingrediente adicional, voluntad del escucha, vocación del transmisor, que uno se convierta en alumno para que el otro pueda surgir como maestro.

En este mundo de caos, donde pareciera no haber esperanza, algunos encuentran una segunda oportunidad de utilidad en cambiar la vida del que aprende.

El maestro sonrió ante la emoción que sentía correr por su cuerpo, hoy... daría clase.

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