Claude Esteban (París, Francia, 1935- 2006), de inmediata decencia española, no fue sólo un hispanista distinguido desde su cátedra de la Sorbona, y un traductor impecable de Quevedo, de Góngora, de Juan Ramón Jiménez, de Jorge Guillén, sino – y eso es lo que importa aquí – uno de los más altos valores de la poesía francesa contemporánea. Coyuntura del cuerpo y del jardín, es su contribución reciente, a la original e hipnótica renovación de la poesía francesa, que ha construido a lo largo de más de cuarenta años. Considerado un verdadero clásico de la poesía universal, Esteban nos convoca en su poesía a su particular e inflexible visión del tiempo, la literatura, el amor, el deseo o la muerte. Escritura sometida a una meditación rigurosa, se confía a un idioma coloquial y abstracto, callejero y lírico por turnos. Un trabajo por el que recibió, entre otros más, el Premio Goncourt al conjunto de su obra, y concretamente con su libro Morceaux de ciel, presque rien (Gallimard, 2001).
Por su ejercicio crítico es especialista también en la pintura del barroco y en la de la segunda mitad del siglo XX – clásica ya – desde El Greco, Velázquez, Goya, Picasso, Palazuelo, Tápies, Saura o Chillida, entre los españoles, y Caravaggio, Morandi, Giacometti, Ubac, Viera da Silva, Szenes, Sima, Braque, Chagall, Hopper o Le Brocquy entre otros numerosos pintores y escultores a los que dedicó inolvidables monografías (muchos de estos trabajos, de fechas dispersas, están recogidos en su libro La dormition du Comte d'Orgaz, 2002).. Fue director de la Galería Maeght de País y de sus ediciones artísticas. La comprensión de Claude Esteban de la escritura poética, exploratoria, radical, imprevisible, sigue
abriendo nuevas vías en el mapa de la escritura contemporánea. Su labor ensayística, como Critique de la raison poétique (1987), L'inmédiat et l'inaccessible (1978), o Choses lues (1998), recuerdos de sus lecturas básicas y emotivas en el mundo de la novela, juzgó siempre que su labor esencial y más alta era la poesía, y fue en 1968 con el libro: La Saison devastée, donde encontró su voz, y luego, en 1971, publica: Celle qui ne dort pas. Un maestro del lenguaje, un admirador de la pintura. Un poeta visual completo.
POEMAS CLAUDE ESTEBAN
Coyuntura del cuerpo y del jardín
Fragmentos
I
Bajo la madrugada. Me echo contra una piedra. Lamo el salivazo de unas hojas. ¿ Quién despierta? ¿ Mi cuerpo o yo? Nada es seguro. Puede un milagro perdurar, si alienta. Prosigo, con los ojos entornados. Dédalos de mi deseo. En una telaraña descubro el sol incierto.
II
Pero todo es duro en este jardín. Haría Falta, para surgir, hacer suya algo más la saliva de los árboles. Lo que duerme en el germen, no está dicho. Sin embargo. Tantas veces. Con el cuerpo arqueado, el acto inmóvil. E incluso el polvo se animaba, se alimentaba con ese mirar, con esa fiebre. Sólo un brote, y la sed se sorbía. Estrechada la noche. Fácil, por fin, lo indescifrable.
Pero todo es duro, erizado de sol, en ese jardín.
III
El árbol. No recuerdo ya su nombre. Evito su corteza. Me resguardo mejor. Me queda todo el tiempo. Resisto en el interior de una consonante. Tengo todo el día entero para seguir, para borrar. A dos pasos de mi objetivo, la amenaza de la palabra hormiga.
IV
Huellas, murmullos, travesías. Soy el muerto. Me arrastro ahora en el repliegue de una oruga. No había vivido. Había orillado, quizás, cosas simples; pero ese rumor, en torno, que me colmaba. Soy el muerto. La baba de un viejísimo caracol asciende lentamente hacia mi oreja. Cubre el tímpano. Tambor tenaz, al fin se sustrae de su alarma. Sordo al fin.
V
Quebranto los muros. Sin que mi piel lo sepa, salgo de este jardín. ¿ Qué decirle que me fuese propio? Habla él de aire y yo de arena. Canjearemos nuestros soles. El mío muere cada noche. El suyo se va por las raíces.
Vacilo. Tropiezo en el umbral. Vuelvo, de un salto, a mis linderos.
VI
No dejas de graznarme el mal agüero, cuervo, viejo oropel, armazón loco. Crees adivinarlo todo desde arriba. No sabes nada. Tengo muros a mi alrededor. Tengo este jardín para defenderme. Que te concedan el cielo, ya es demasiado. Morirás solo, en tus oráculos, reventados los ojos. Vuelve a empezar el futuro a ras del suelo.
VII
Nada sabe del mar. Echar fuera de sí lo informe y cada marejada. ¡ Oh, el sueño de los hombres, sus ojos muertos. Yo olvido. Finjo que lo hago. Existo más cuando el jardín se impone. Tiene su orden propio, sus normas legibles. Los que siempre caen, los que se agotan en el espacio, no encontrarán reposo. Que lo vayan sabiendo. Todo es jardín. Todo es muralla frente al abismo en el que dios comienza.
Viviremos mejor, sin ruido, lejos del mar.
VIII
Tres veces, el rayo. Pero él, no. Combado contra el sur, queriendo sobrevivir. Todo rencor ha tropezado con un guijarro. Se ha hecho piedra entonces, a pesar de la savia. Y retorna el rocío, que lo taja y libera. No hay ningún otro cielo como este espacio abierto.
Lo que es debido, lo sabe un árbol, permanece. A pesar del terror
XII
Tu lengua, tus senos, tu sexo. Vuelvo a encontrarte al otro lado de unas hojas, bajo el polen. Me deslizo en el vano de unos pétalos. Te sorprendo, enteramente nueva, después de haber gemido. Tiemblas, me retienes, me desarraigas. Bebo la sal que se derrama de cada labio. Huyo.
XIII
En la contera de mi bastón arrastro todo un arsenal de signos. Conchas, insectos endurecidos, ardientes de viejos demonios que duermen. ¿ Para
qué seguir? La memoria es demasiado pesada para removerla. Trabaja en vano el viento contra la opaca bóveda de mi cabeza.
Ese alboroto, de pronto, sobre el horizonte. Miles de soles amansando el rojo en sus círculos.
XXIII
He forzado la muralla. Quebrando el futuro del árbol en la savia. Mezclado mi saliva con las lágrimas del amor. ¿ Quién soy yo? ¿ Qué genio me guía y me protege? Insecto insatisfecho, voraz predador de la quimera, he vivido en los confines. Sin ser. Sin morir.
XXVI
Otro, más tenaz, hubiera luchado. Lo que el suelo retiene, se lo disputaría a cada mata. Estrujaría el tejido verdísimo. Triunfaría.
Te conformas con sufrir. Flaqueas. Te mermas. Mira aún. En torno a ti, sólo unas bocas frías que se obstinan. Amor, esperanza: palabras de vencidos.
Doce en el sol
Salgo. Tengo ojos
nuevos. Veo
el día.
Me detengo para
ver el día. Vuelvo a empezar.
No creo más. Toco
con mis ojos
el día
Nada más
que el día.
Como
un sol que sube, que
me ciega.
*
De pronto el suelo.
No hay sombras. No hay oráculos
negros.
No hay insectos
que separen. No hay odio. No hay
corredores.
De pronto el suelo.
De pronto la tierra alzada. De pronto
el grano.
De pronto el tallo
sostenido. De pronto el espacio
compartido.
El suelo indemne.
*
La arena,
no. El recuerdo
de la arena.
en un soplo.
Apilado el granero.
Sin lugar, sin
Futuro.
Una consonante habrá llevado
el viento
hasta los límites.
*
Lo que se da
y se desecha
lo que divide
y reconcilia
ahí
bajo la elipse del sol
lo veo, lo
tomo
lo resumo en
mi voz.
Digo
sólo para mí
la frase justa.
*
La tierra
o ese trozo
de tierra
polvoriento en mi mano.
Sin más peso. Sin
llevar más.
La tierra
sin el aumento de tierra
que la anima.
Muerta
Muda en mi mano.
La amontono. La
remuevo.
La devuelvo a lo oscuro de sus raíces.
*
Palabra a palabra, he
nombrado el día.
Trazado caminos por el espacio.
Verbo de agua, verbo
de aire.
Nada
faltó a mi trabajo. Llego
al término.
Paso a paso, he recorrido
el día.
Para ver que el día me rebasa.