La melodía se despliega por toda la extensión de la calle: una trompeta pronuncia una canción de José Alfredo Jiménez y un bombo sostiene el ritmo en 4 x 4. Uno se asoma por la ventana, son los músicos callejeros, quienes en medio de la pandemia traen un poco de alegría nostálgica sobre las iniciales del fin de semana. Paisaje sonoro que se esparce como un eco que compite con la corriente del viento. “Venimos de Topilejo, allá el pueblo está vacío y nos salimos a buscar unos reales por aquí por el sur de la ciudad”, dice Eusebio Ledolo con la vieja trompeta en las manos.
La música callejera es un fenómeno artístico y cultural urbano desarrollado desde la Antigüedad en el contexto del ‘arte ambulante’. Puede desarrollarse con uno o varios intérpretes, con o sin instrumentos de acompañamiento o aparatos musicales. Se ofrecen espontánea y gratuitamente pero apelando a la generosidad del ocasional público participante. Sus orígenes parecen asociados al grupo de los entretenimientos más ancestrales (juglares y cómicos), y ha llegado a generar formas musicales como la marcha y la tonada.
“Desde niño me ocupo en este oficio de llevar la música a los barrios de la capital. El Centro de la Ciudad de México no ha sido un espacio propicio en estos meses; sin embargo, vengo con mi pequeña banda de instrumentos de vientos y percusiones y algo conseguimos: los vecinos nos tiran monedas por las ventanas. Ser músico callejero, muchos lo confunden con la indigencia y no es así: yo estudié la trompeta por cuatro años, compongo y hago arreglos de los temas clásicos del cancionero mexicano. Ahí vamos tratando de conseguir para el taco”, me dice Alfredo Riopori que va entonando una cumbia por la calle Tokio de la colonia Portales Sur.
Como fenómeno cultural asociado a las grandes urbes, es habitual que se presente en el casco antiguo de las capitales, zonas peatonales, enclaves turísticos y en las instalaciones de transportes públicos (trenes, Metro, autobuses), sujeto a regulaciones y normativas de las autoridades. La música callejera, aunque quizá de modo más secundario, puede formar parte de los festivales culturales.
UNA TRADICIÓN HEREDADA DE LA ÉPOCA PREHISPÁNICA
“A veces nos colamos en los vagones de Metro, pero hay mucha vigilancia. En el metrobús ni se diga. En los peseros depende del conductor si te deja subir. En esos sitios funciona uno con la guitarra, pero en solitario”, comenta Rolo Mendoza que viene desde Ecatepec a traer su música a los barrios de la capital.
En la cultura prehispánica está patentizado en los famosos murales de Bonampak, Chiapas, donde se ve una ceremonia maya con danza y música en la que aparecen músicos de la corte con trompetas rectas, caparazones de tortuga, sonajas de calabaza y un gran tambor. Las trompetas de caracol alcanzaron tal estatus sagrado, que se les dedicaron templos. Un ejemplo de esto es el Templo de los Caracoles Emplumados de Teotihuacán; los murales del Conjunto de los Jaguares muestran a felinos soplando trompetas de caracol emplumadas y emboquilladas, en la representación de una procesión de sacerdotes jaguares. Otros murales de Teotihuacán muestran que las trompetas emiten sonidos por sí mismas, acompañando la aparición de Dioses.
En la Ciudad de México, según cifras del Museo de Arte Popular (MAP), concurren unos 8 mil músicos callejeros, sin contar los cientos de instrumentistas indígenas no registrados que ejecutan música prehispánica y religiosa en las puertas y explanadas de los recintos religiosos de la capital. “Es un dato muy voluble, imposible constatar con fidelidad la cantidad exacta de ejecutantes informales de instrumentos musicales. Es una actividad que se hereda entre las familias y vemos como en las calles va una familia completa ejecutando piezas populares de puerta en puerta: los niños son los encargados de pedir la ‘cooperación’ mientras el padre dirige la banda familiar con el acordeón u otro instrumento”, manifiesta Orlando Tunee Padrón del Centro de Documentación del MAP
SE ADAPTAN A LA PANDEMIA
Cultivadores de música tradicional, afrocubana, sones de la costa, bolero, clásico, blues, mariachi, rock y jazz. El colorido sonoro de los músicos callejeros se mezcla con los pregones de los vendedores. Y en el fragor acompasado de la consonancia sonora, los compradores de fierro viejo, los vendedores de tamales, el silbido de los camotes y el organillero de la esquina que dibuja un vals de tristeza gozosa en el aliento de la tarde.
La colonia recibe a los músicos callejeros: la gente le lanza monedas desde la ventana. “Bésame mucho” brota del vientre del violín. “Vengo con toda la familia: yo toco mientras mis hijos recogen las pocas monedas que nos lanzan desde arriba. La situación está dura allá en Tlayacapan, casi no hay turismo por lo del virus; uno tiene que salir para conseguir unos tacos para la familia”, expresa, con desesperación acumulada, el violinista José María Lapizar.
En estos meses en que la calle Madero, la Alameda y el Zócalo están casi desolados, los músicos callejeros se adentran en las colonias de la ciudad con sus violines, trompetas, tamboras, saxofones, clarinetes, marimbas, flautas, acordeones, guitarrones, vihuelas, contrabajos y voces. Se escuchan nítidos y esplendentes.
“Antes de la pandemia, yo con mi pequeño grupo ponía a la gente a bailar en la calle Madero, ahora es imposible. La única posibilidad es ir por las travesías de los barrios y tocar fuerte melodías de Manzanero y Juan Gabriel: alguien se asoma por la ventana y lanza una monedita”, confiesa Mariela Aguilar que toca el acordeón en la agrupación callejera de su tío.
SE QUEDAN SIN TRABAJO Y AHORA LLEVAN MÚSICA
Uno tiene el privilegio de disfrutar desde la ventana un tema de Juan Gabriel, un bolero de Agustín Lara, “Somos novios”, en versión de marimba, o una cumbia parrandera con retumbo de platillos rimbombantes y trompeta desentonada. Prosodia que resuena en la Roma, Portales, Condesa, la Madero, Aragón, Neza, Iztapalapa y la Juárez.
Sector que pertenece al 56 por ciento de mexicanos que labora en la informalidad —sin registro contable ni seguridad social— y están obligados a no quedarse en casa ante la pandemia. “Hay que salir a buscarla. Soy carpintero de oficio, trabajo de ayudante en una carpintería, pero el patrón me dijo que no fuera por estos días. Toco el clarinete en la iglesia de Oaxtepec y los fines de semana en un grupo musical: así que ahora salgo por las colonias y toco boleros y baladas; si tengo suerte, reúno 200 pesos al final del día”, revela Alberto Terpeno.
Pero, ¿quiénes son estos instrumentistas desconocidos que tocan de oídos y nunca fueron a un conservatorio?: ejecutan una pieza musical con entusiasmo, con el corazón y el alma desbordados y la sed en los ojos. Portan viejos instrumentos que suscriben imaginativas armonías. Desandan por las avenidas del Centro Histórico, en los vagones del Metro, y ahora, en el vértice de la pandemia, por las calles de las colonias populares de la Ciudad de México.
Por ahí van siempre con sus instrumentos a cuestas, sonríen en medio del acechante abatimiento, piden poco: unas “monedas que no afecte su economía”. Son los dueños del consuelo y del gozo instantáneo. Nunca la urgencia, nunca el dolor —a no ser en una ranchera de José Alfredo—: ellos son los monarcas del júbilo compartido sin cifras ni cuota de réditos
Son los músicos callejeros, desafiando los embates de la pandemia.