Los collages de Rosa Velasco

Los collages de Rosa Velasco Foto: Especial

No pienso en el collage como medio independiente,

limitado, sino, simplemente, como una forma de pintar

Esteban Vicente

El arte llama al arte a través de una cadena de metáforas que dibujan el imaginario de una comunidad humana en el tiempo, su cultura sensible. De este modo se establece lo que entendemos sin mayores premisas como tradición artística. Abstracción y fuga es una imagen del poeta catalán Carlos Barral, y la tomo pues creo que tiene mucho que ver con los collages de Rosa Velasco (México, DF, 1961). Ambos términos son dos viejas nociones estéticas de dimensión abierta y analítica a la par, que pueden señalar a la mirada del espectador contemporáneo un punto de inflexión en la madurez de la artista.

Una reflexión de Georg Simmel, el filósofo berlinés, en una nota sobre el paisaje publicada en 1911 y recogida después en la selección de escritos varios titulada Cultura filosófica. Sugería Simmel: “La impresión estética, producida por lo que se contempla, depende de su forma, pero sin desestimar otro factor que condiciona nuestra respuesta : la magnitud, la intensidad en que se fundamenta la impresión.” La trayectoria artística de Rosa Velasco parece cambiar con la llegada de cada nueva década. En los años ochenta, cuando se dio a conocer, lo hizo con unos tejidos mágicos, llenos de colores, signos, poesía y texturas. En los noventa, un proceso de abstracción de esas primeras imágenes las convirtió, mediante delicados y más refinados surcos, en espirales, dianas, en el que la superposición de círculos o franjas curvas crea una suerte de mallas pulsantes o energéticas de colores. Ahora, la nueva década que estamos a punto de inaugurar nos trae unos collages plenamente abstractos. En éstos, su gesto plástico se hace más amplio y el cromatismo más sólido; se trata de collages en los que aparecen superficies de color con bordes indefinidos, en los que los trazos rápidos y la pastocidad de los pigmentos confieren a su técnica una fuerza no contenida, sino llena de libertad.

Los collages de Velasco parecen demostrar que se interesa por nuevas posibilidades estéticas. Son imágenes veladas que sugieren, todavía, un mayor ensimismamiento. Se trata de collages menos dogmáticos porque son más abiertos, estando llenos de movimientos contradictorios y de situaciones ocultas. La mirada del espectador no sigue un curso determinado marcado por fuerzas físicas simétricas, sino que se pierde o se desliza a su capricho entre goteos y desplazamientos acuosos. Los colores mismos se mezclan y se difuminan los contornos. El espacio no crece hacia fuera, sino que ahora sólo lo hace hacia dentro. Velasco –la influencia de Vicente Gandía y Roger Von Gunten es clara en el gusto por el color, en la intimidad de cada trazo, de cada tejido–, consigue conmovernos más cuando usa el collage en gran formato, una técnica, en principio, más mental y sintética, lo que podría resultar paradójico en una artista, diríamos, “artesanal”, pero que, por el contrario, le sirve para hacer más claro, eficaz y exquisito cada latido de su diálogo creador con la naturaleza. Por ejemplo, Lugar de esmeraldas, es un collage que sorprende por la madurez y serenidad que destila, en contraste con la búsqueda frenética de novedades plásticas y técnicas que caracteriza el trabajo de algunos artistas de su generación. Un punto importante, para entender ese proceso íntimo de Velasco, me gusta la idea del genial artista catalán Albert Ráfols-Casamada que dice: “Me interesa que todas las pinceladas, todos los pequeños signos que deja el pincel sobre la tela, tengan vida, que su presencia esté justificada por una necesidad. Que no exista nada gratuito o demasiado elaborado, que sea auténticamente espontáneo, que sea resultado del trabajo, pero sin que éste se aprecie. Que haya densidad, pero sin haber peso”. Esos pequeños signos, son un descubrimiento constante en la obra Velasco.

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Eco sagrado y Descensos, son torbellinos de formas en perpetuo movimiento. Papeles y telas de distintos tamaños, colores y texturas –blancos, coloreados manualmente, de estraza, impresos–, hechos trizas. Montones de hojas secas en acertada fórmula poética. En cierto modo, la artista deforma o borra lo que había sido su iconografía característica, y aquí podríamos ver un ejercicio de renunciamiento. Sin embargo, se trata del resultado de una visión más calmada o más madura de su búsqueda estética. De alguna forma, ya no se sugiere la posibilidad de un mundo interior, sino que se presenta una versión del mismo.

Ahora bien, la articulación de masas cromáticas y fragmentos como Cuento de bosque o El invierno pasa , que se organizan, en atención a la gama, los diversos tamaños y la disposición del plano, oscilando, variando en torno a ejes virtuales que ellos mismos insinúan, esta articulación es orientación que escapa a las pautas convencionales y se nutre del oficio que ha caracterizado la pintura de Klee y, en algunos casos, a la de Juan Gris, Morandi o Esteban Vicente. Pero la sabiduría de Velasco, su capacidad, consiste precisamente en la afirmación de tal distancia. Nunca nos olvidaremos de que estamos ante “pinturas” y de que el espacio lírico creado por sus recortes y pinceles es un espacio pictórico. Se niega a la sugestión, al igual, en este punto, que Matisse, y no confunde el mundo del tejido con el mundo real, aunque nos invita a contemplarlo desde ese punto y advertir así aquello de lo que carece. Matisse nos representa la belleza del mundo, la sensualidad, vitalidad y viveza del color, el dinamismo de las formas, la danza de una alegría que estaba presente en 1905 y nunca lo abandonó. Velasco nos atrapa en las miradas que son los collages: el gozo poético de su belleza es una ausencia en mi entorno de la que tomo conciencia cuando los contemplo. La ambigüedad de los nuevos collages de Rosa Velasco parece decirnos que lo inmutable habita en el movimiento continuo, sin tiempo, sin espacio…

Los collages de Rosa Velasco