EL OCASO

EL OCASO Fotoarte: Ismael Flores / La Razón de México

Era imposible ver por la oscuridad reinante y el torrencial aguacero, solo cada 20 o 30 segundos, el intermitente anuncio luminoso del edificio contiguo iluminaba las gotas dando la impresión de que algo se veía pero, en realidad solo se veían las gotas iluminadas como si fuera una de esas coloridas cortinas de cuentas de las usadas en los 70´s.

Extraña manera de distraerme, pensar en la cortina de cuentas mientras caminaba a tientas escurriendo agua por lugares no aptos para describir. Algo había que agradecer, el clima hacía que la inseguridad de esa calle se redujera a la nulidad, hasta los criminales preferían mantenerse secos. Sin embargo, aquí estaba yo, caminando por esa zona violentada y olvidada, el lado b de la ciudad, el punto geográfico que es referencia de cada mala experiencia.

La ciudad se había ido lenta pero, sin pausa en una espiral descendente, el colorido centro, antes vibrante punto cultural, era ahora un muladar de paredes llenas de cascajo, despintadas, con hierbas saliendo por las ventanas y uno que otro árbol asomaba por techos derruidos de otrora poderosas familias que fueron desprendiéndose de sus propiedades por el dispendio de los inútiles descendientes que nunca tuvieron que generar ingresos pero que gastaban como si la fortuna fuera perenne. Si el centro era un espacio decadente, la periferia era el limbo de la existencia, un anillo necrótico circundando una ciudad moribunda.

La tropical y colonial ciudad había pasado de la opulencia del antiguo puerto de resguardo de la flota del tesoro a la obsolescencia pequeñez producto del saqueo constante de sus gobernantes, de la apatía de sus ciudadanos y a la cómoda dependencia quincenal del erario.

Aquí estaba, caminando en una amada ciudad en la que sus hijos bajaban la cabeza ante el gobernante en turno mientras que la autocensura se tornaba la forma más sencilla de supervivencia, levantar la voz no solo era mal visto sino que ponías a toda tu familia en riesgo.

La lluvia dejó de ser el mar vertical por el que nadaba justo cuando llegaba a mi destino. La destartalada choza apenas se sostenía en pie, una mesa con tres patas en precario equilibrio con las botellas vacías encima, gritaba que se dejara en paz. Debajo de ella, una pila de suciedad hedionda y húmeda marcaba el lugar por donde bajaría. Oculta a plena vista en un lugar donde todos simulan que no existe para que no se enturbie el recuerdo de su bucólica y ahora extinta ciudad. Ahí, a la vista de quien quisiera ver, bajábamos a un túnel y recorríamos apenas unos metros para encontrarnos con la antigua red de túneles que se habían construido por la ciudad, por protección de los ataques a la ciudad pero que, en realidad, eran usadas para ir de amoríos en una sociedad que desde entonces hacía como que no veía lo que todos sabían y nadie decía. Ahora, esa red era el camino para llegar a una derruida casona cubierta de maleza en la que aún, si se entrecerraban los ojos, podían vislumbrarse tertulias de la política de alcurnia… el siempre clásico “los viejos buenos tiempos”.

Esa casa de una familia de apellido ya borrado de los registros históricos, tenía un pequeño sótano donde el ancestro que trajo la desgracia familiar, guardaba los vinos y uno que otro esclavo para ser revendido o, según decían para sus “entretenimientos”. El caso es que ese sótano, sólidamente construido para evitar la fuga, también había impedido la destrucción del abandono y, ahí, el grupo de amigos que antes fumaba y bebía, empezó a conspirar y ahora tenía una resistencia en toda forma, inicialmente en redes hasta que el acoso y seguimiento de cuentas se convirtió en un hobby gubernamental y un peligro que no era para nada virtual.

-¿Está listo el pasquín?-

-Lo está pero, no sé porque seguimos con esto, demasiado trabajo para una sociedad que no lee, que aplaude lo que le digan y donde la única voz que suena son la de los cada vez más escasos ambulantes.-

-¿En serio han disminuido los ambulantes?- preguntó Josué inocentemente.

-Sí idiota pero no porque se combata la informalidad sino porque no hay dinero para comprarles.- Últimamente no tenía paciencia, estaba harto y ni siquiera sabía bien de qué. Quizá un tema de darme contra la misma pared, docenas de veces y en las que no se avanzaba nada.

-Tenemos que hacerlo para contrarrestar la maquinaria del sistema.-

-¿El sistema que le paga a nuestros padres?-

-Deja el sarcasmo Lucía.-

-Perdona pero, el sarcasmo es lo único que nos queda aunque, estoy seguro que quisiste decir “deja la ironía Lucía”. El colmo que no sepas la diferencia.-

Todos estábamos de mal humor, era inútil, unos cuantos jóvenes tratando de despertar a quienes no querían ser molestados en la pesadilla.

Oprimí el botón y el sobresalto de todos me hizo reír y esa risa disipó mis demonios. El rugir de una máquina obsoleta antes que naciéramos era la que considerábamos la salvación de la verdad.

-Suena demasiado alto, nos van a escuchar.-

-No. Las paredes no son tan gruesas para que no escaparan los “amiwis” del depravado sino para que nadie escuchara el coro de “los juegos”. No, la maquina no se escuchará.- Sabía que lo sabían pero, también sabía que deseaban escuchar esa reafirmación.

“EL OCASO” Periodismo en libertad rezaba el título, ninguno de los presentes era periodista pero, eso era quizá un alivio pues habíamos visto a “vacas sagradas” del periodismo local, enarbolando la más abyecta sumisión al “patrón”, ese perverso ser que había comprado cada medio posible con dinero del pueblo y que ahora usaba para desinfomar.

Lo triste es que también lo sabíamos todos y, nadie decía nada. Esa era la razón de “El ocaso” esa era la razón del nombre, el ocaso de nuestra libertad de prensa en redes y el regreso a lo que creíamos olvidado, un papel con letras en las que quizá había más pasión que estilo y, no obstante, eso era preferible a estilo sin un ápice de verdad.

Fue un éxito, todos hablaban de “El ocaso”.

Pero, cuando fueron por nosotros, personas que me conocían de toda la vida, pasaron a mi lado sin verme, a mi familia la aislaron y nadie vio ni dijo nada. En ese momento, la epifanía llegó, no éramos una ciudad olvidada, éramos el olvido de lo que alguna vez, fuimos. No hacía falta que alguien nos dominara, nosotros mismos hacíamos la genuflexión.

Quizá algún día el amanecer llegara pero, mientras eso sucedía, solo podía ver mi ocaso, el ocaso, una explosión de colores cálidos que le decían adiós a la luz de una verdad que aún no merecíamos, de un futuro que dejábamos ir con cada puesta de sol sin mover un dedo, en fin, el fin.

Los vi llegar, los vi doblarnos, vi a los padres de mis amigos implorar y ser ellos los despedidos del sistema… vi el ocaso… mi ocaso.

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