A la memoria de Harald Szeemann, formidable maestro y amigo
Venecia, Italia. El año de 2005 días Venecia fue no sólo la capital mundial del arte contemporáneo, sino el recuerdo permanente y constante de Harald Szeemann, uno de los grandes curadores de la segunda mitad del siglo XX, que murió justo ese año. Recuerdo con añoranza que siempre había que tener el recuerdo vivo, la memoria no sólo histórica, sino también la creativa. Por ello, precisamente escribo este texto para recordar un año importante en mi vida, por estos dos momentos tan vigentes. La 51 edición de la Bienal —que sumaba ya 110 años como institución—, se había definido irónicamente a través de los pabellones nacionales, albergando las propuestas de Messager, Gilbert Georges, Jonas Mekas, Helena Almeida o Ed Rischa, y con una muestra —la encargada a María Corrral, comisaria de la Bienal y del Pabellón Central de los Giardini— dedicada a ofrecer una visión más histórica o retrospectiva del arte actual. Por otro lado, el Arsenale que bajo el visionario título Siempre un poco más lejos, que deriva del romanticismo de Corto Maltés, el personaje de ficción creado por el dibujante Hugo Pratt, Rosa Martínez —la otra curadora— intenta apelar a la fantasía para entender la realidad. Es necesario agradecer a estas dos excelentes visionarias del arte, el atrevimiento de salirse de los canales impuestos por el mercado del arte y dominado por países como Alemania —que presenta un pabellón desafortunado, desde mi punto de vista— y Estados Unidos —que exhibe a Ed Ruscha, figura clave de nuestro tiempo.
En el Arsenale no hubo nombres nuevos —aunque tampoco fueron los de siempre—, casi todos ellos eran "creaciones" de Rosa Martínez, y con los que ha trabajado en otras bienales:
Guillermo Calzadilla, Micol Assael, John Bock, Carlos Garalcoa, Subodh Gupta, entre otros. La propuesta creada por Martínez gira en la diversidad de lenguajes, saltos temporales y conexiones entre distintos campos estéticos. Insiste Martínez en difuminar toda barrera que pueda establecer entre géneros o disciplinas, países o etnias, entendiendo la bienal como afortunado modelo de convivencia de contextos geográficos, pero también como oportunidad de reivindicación de la periferia, de explorar los límites y creces que se ven en piezas como Ramallah/Nueva York de Emily Jacir o en esa suerte de sambódromo festivo que conforma Stehn Dean. Ese equilibrio también se ha procurado en la selección de hombres y mujeres: la apertura con las Guerrilla Giris y la lámpara sorprendente de Joana Vasconcelos, ahora a partir de 25 mil tampones, son la confirmación de las intenciones propuestas por la comisaria.
La sección a cargo de María Corral, se tituló La experiencia del arte, que respondía a una doble pretensión: presentar obras poseedoras de un discurso sin fisuras y de ese trasfondo de belleza que es capaz de involucrar. Una reflexión curatorial prospectiva que ilustró que el arte precisa de empatía y tiempo de observación. Corral estudió detenidamente el difícil espacio del Pabellón de Italia, cuya vetusta arquitectura no se pensó para el arte contemporáneo, y quizá por ello las piezas de Juan Muñoz lo sufren. En contrapartida, Barbara Kruger —artista norteamericana que en esta edición ha obtenido el León de Oro de la Bienal por su trayectoria— se apodera de la fachada del edificio convirtiéndola en una gran pantalla de texto, en donde se lee la frase: you make history when you do business, que impone en el visitante la actitud que habrá de mantener a lo largo de la muestra: detenerse, observar y comprender. Bajo nuestros pies, la instalación escultórica de Melder López invitaba a no perder tiempo y entender las metáforas visuales que se ofrecían.
Corral cuidó detenidamente las combinaciones de artistas (como las que instan el diálogo entre Rachel Whiteread y Thomas Ruff, Agnes Martin y Joan Hernández Pijuan, con las presencias en solitario de Philip Guston, Mariene Dumas —pintora excelente—, Miroslaw Balka, Cildo Meireles o Jorge Macchi. María Corral articula su recorrido entre las grabaciones y sucesiones de grandes nombres y nuevos valores, las video proyecciones e instalaciones, con los espacios dedicados a la pintura y escultura. El nivel de la muestra es indiscutible y los nombres lo confirman: Dan Graham, Jenny Holzer, Tacita Dean, Perejaume, Stan Douglas y Robin Rhode. Pero hay una que sobresale claramente: la videoinstalación de Bruce Naumann, cuyos juegos de palabras y conexiones visuales descubren al espectador contemplando e indagando más allá de la apariencia. En cualquier caso, la cantidad y lo espectacular no enturbio en esa ocasión la calidad, sostenida por el criterio que presidió la ya legendaria 51 edición, con la que María Corral consiguió un excelente alto nivel, tanto más valioso por el contraste y la confusión reinante hoy en el mundo del arte. En cuanto a lo exhibido en los pabellones nacionales, que se extendieron por toda la ciudad —el francés fue una excepción, que muestro a la artista Annette Messager, con una narración ácida sobre Pinocho y su papel de modelo de artista comprometido con su tiempo—, cabe preguntarse (y preocuparse) al igual que Hal Foster: ¿Hay una necesidad urgente de creadores, conservadores, críticos, historiadores y espectadores? Una pregunta de ayer y de hoy… Por momentos, se siente soledad, angustia, decepción al presenciar las propuestas de los artistas "emergentes", discursos equivocados, sin sentido, con un pie en el hoyo de su propia historia. Aunque cada pabellón tuvo su comisario, cabía preguntarse: ¿quién tiene la culpa de una muestra tal mala? ¿El comisario o el artista? ¿O simplemente se toma lo que hay de cada país? A partir de ahí, se comenzó a hablar del declive de los llamados "grandes", y no dejarnos engañar por los del tercer mundo, que aún esperan su propia madurez para comenzar de nuevo. "Cada país —me confesaba Corral— tiene su pabellón y la posibilidad de hacer una exposición. Si verdaderamente el comisario es válido, lo que tienes es una visión amplia. Cada cual es libre de presentar sus mejores proyectos…" En esa pluralidad la Bienal renunció al afán homogeneizador y nos ha dejado contemplar cuanto ocurre en el mundo del arte, desde los ojos de los propios artistas. Hoy más que nunca - con esta pandemia del COVID19-, tengo una nostalgia terrible y desoladora, no sólo por mi amigo Harald Szeemann, sino por recorrer los museos y espacios del arte en total libertad. En fin, un texto de melancolía poética y visual…