La representación es elocuente y se lee con facilidad. En la parte superior de la obra, aparecen dos hombres y una dama de la noche disfrutando de un suntuoso festín. La ropa fina no disimula su gordura, ni sus perfiles desfigurados, cercanos a lo monstruoso.
No satisfecho con la comida, el caballero que ocupa el primer plano e intenta llenarse la copa en el manantial de vino que se vierte sobre el frutero, señala y se mofa de los tres obreros en plena lucha por subsistir que aparecen en la parte inferior de la pintura. Insultante, su risa irónica es muestra de desprecio y carencia de humanidad.
Los dos grupos están divididos por la mesa del banquete: los de arriba, que representan a la alta sociedad empequeñecida por sus debilidades y nos confirman las desgracias de la desigualdad, aplastan a los obreros, tan cautivos en el mundo que los apresa, que no tienen otra opción que permanecer “abajo”.
Realizado a partir de una paleta limitada y pocos, pero decisivos elementos, El banquete de los ricos (1923-24) de José Clemente Orozco, es una de las obras que mejor define la cosmovisión del Muralismo Mexicano.
No hay nada nuevo bajo el sol. Entre junio de 1921 y octubre de 1922, el entonces Rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos (Oaxaca 1882-México 1959) ponía en marcha un proyecto de “regeneración nacional”, con el fin de enaltecer los principios éticos y las virtudes cívicas de un México mutilado y en pleno proceso de resurgimiento tras la guerra entre hermanos que supuso la Revolución. Además de la erradicación del analfabetismo, Vasconcelos creía que el arte impulsaría una renovación estética capaz de instruir y a la vez configurar, un pensamiento opuesto al gusto europeizante y la búsqueda de progreso de Porfirio Díaz.
El oaxaqueño argumentaba que, para ser auténtica, la cultura debía surgir del pueblo, de ahí la propuesta de crear un arte que lograra reivindicar el concepto de “lo nacional” y al mismo tiempo, enalteciera las expresiones de los desatendidos y olvidados por el régimen anterior. Con esto, Vasconcelos motivaba las representaciones del día a día de los obreros y campesinos, el trabajo de las mujeres y niños, la muerte del pasado y el nacimiento de un presente promisorio.
Lo que sigue es historia. Los muros de los edificios más importantes del país se llenaron de coloridas epopeyas y apoteósicas construcciones del nuevo Estado.
Es innegable. A 100 años de su aparición, el Muralismo Mexicano es piedra angular en la narrativa de la nación. Enfocados en aclarar las mutaciones en la configuración social, los desafíos y el discurso político del gobierno de las posrevolución, los cuadros de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueros, Jean Charlot y Roberto Montenegro entre otros, tienen la facultad de conectarnos con la cadencia del trópico, la negritud de los ojos de las niñas trabajadoras, el cansancio, el dolor de una madre que se despide de un hijo que se marcha para no volver y la gesta heroica del panteón prehispánico, recordándonos la valiente esencia del México original.
El muralismo como vanguardia
Otra historia. Corre el año de 1929 y el profesor del Wellesley College, Alfred Barr, es comisionado para proyectar un nuevo museo de arte moderno en la ciudad del Nueva York que, remplazando a París, se ha convertido en el epicentro de la creación artística tras la Primera Guerra Mundial. Ávido de diferentes visiones, en 1933 Barr organiza lo que él considera “arte moderno” en la imagen de un torpedo, muy adecuada para describir la convulsión y el espíritu bélico del momento —Hitler acaba de acceder al poder y en pocos años estallará otra gran guerra—.
En el cuerpo del proyectil, Barr ubica las tendencias que conforman “su carga explosiva”: Franceses y Escuela de París; europeos fuera de París, los constructivistas rusos; y muy importante para nuestros fines: la influencia del muralismo mexicano.
Con esta inclusión, Alfred Barr y el Museum of Modern Art (MOMA) celebran las estrategias de comunicación del muralismo y lo ubican como vanguardia. Quizá esto pueda explicarnos el porqué de la fama de artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros en los Estados Unidos.
Dato necesario: años antes de que Alfred Barr pusiera los ojos en el arte mexicano y lo reconociera como una producción de avanzada, la también estadounidense Frances Toor fundaba en 1925 la revista Mexican Folkways, como “una consecuencia de mi gran entusiasmo y gusto de andar entre los indios y de estudiar sus costumbres”.
Con la revista bilingüe y su mirada romántica sobre la ingenuidad de los indígenas, la intuición de Toor fortaleció el proyecto vasconcelista y la transformación de la noción de lo mexicano, aunque con muy distintos paradigmas: mientras Vasconcelos hablaba de un México triunfante, único y representante de la raza cósmica que él tanto celebraba, Frances Toor visibilizaba la vulnerabilidad y la desatención que, a pesar de la caída de la dictadura de Porfirio Díaz y las promesas de la Revolución, seguían avasallando a las clases menos favorecidas. ¿Será que necesitamos un nuevo muralismo?