"Las revoluciones del siglo XX fueron y son,
justamente, el semillero de las democracias"
— Octavio Paz
Intrínsecamente unidos, el muralismo y la Revolución forman parte de las bases del México que conocemos.
En nuestro país, todo el mundo está al tanto de la reticencia de Porfirio Díaz a abandonar la presidencia. También sabe del ir y venir de Francisco I. Madero, las persecuciones que sufrió, la renuncia y el exilio de Don Porfirio, así cómo su dramático asesinato.
El mexicano medianamente informado es capaz de identificar las facciones que se disputaban el poder y las dificultades que se tuvieron que superar para conseguir la estabilidad después de una década de disputas entre hermanos. Quizá es por eso que los mexicanos apreciamos tanto la paz.
En el contexto de reconstrucción que siguió a la lucha armada, el presidente Obregón (1920-24) comisionó la difusión de los logros de la misma a José Vasconcelos, que entregó los muros de los espacios públicos más emblemáticos del país a la expresión pictórica.
Con esta determinación, el secretario de Educación retomó la tradición muralista prehispánica de Bonampak, Teotihuacán y Cacaxtla, y propuso un lenguaje simbólico capaz de fusionar la gloria del pasado con el México moderno y pujante que renacía tras la revolución. Como en los relatos heroicos, la ecuación resultó un éxito y, además de modificar el imaginario colectivo, Vasconcelos reinventó el rumbo identitario de los mexicanos.
Los amantes de obras tan discursivas como "La epopeya del pueblo mexicano" de Diego Rivera, "Katharsis" de José Clemente Orozco, o el "El martirio de Cuauhtémoc" de David Alfaro Siqueiros, coincidirán en que las representaciones de los tres grandes describen un nación llena de pasado, convulsa, pero en pleno restablecimiento moral.
Con su obra, los muralistas muestran la voluntad de un pueblo sufrido, pero esperanzado, que sobrevive a una de las guerras civiles más cruentas de la historia moderna y resurge como el ave fénix al coincidir y salvar sus diferencias.
Sin dejar de recordar que, entre los temas centrales del muralismo está la desigualdad que inspira a los creadores para ironizar sobre las costumbres de la alta sociedad y retratar la opresión y el abuso a las clases menos favorecidas, la pintura mural también optó por una apuesta positiva en la que, dejando atrás dramas y rencores, mostraba un México plural y nacionalista que promovía la idea de un pasado y un futuro en común.
En su "Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central", Rivera entiende el camino: se reconcilia con su pasado e integra a todos los participantes de la historia de la nación. En la obra de Rivera no hay omisiones. Pobres y ricos, opositores y afines, coexisten en el territorio de la realidad. De esta forma Diego aclara que una verdadera regeneración exige unión y perdón.
En esta misma tónica, David Alfaro Siqueiros interviene los muros del Palacio de Bellas Artes e invita a la reflexión ofreciéndonos una obra inquietante cuya protagonista es una mujer encadenada y con el torso descubierto que personifica “La nueva Democracia”.
El tema central del mural es la legitimidad de la lucha por el buen gobierno. Desnuda como la verdad y coronada con el gorro frigio de los esclavos libertos, la guerrera justifica la voluntad popular y clama por una patria inscrita en la legalidad. El forcejeo de la mujer sujeta a las columnas que no le permiten avanzar, explica las dificultades de la puesta en marcha de la democracia.
A casi ochenta años de su creación, “La nueva Democracia” es más vigente que nunca. De cara a los festejos del 112 aniversario de la Revolución, a los mexicanos se nos vuelve a amenazar con cadenas y ataduras de retroceso y represión. No olvidemos las consignas revolucionarias, practiquemos la integración y no dejemos de aprender de la obra mural.
En estos tiempos de incertidumbre, las representaciones de Rivera, Orozco y Siqueiros pueden salvarnos del pasmo y devolvernos la fuerza perdida.
CEHR