La poeta, ensayista y narradora Ethel Krauze (Ciudad de México, 1954) da a conocer Samovar (Alfaguara, 2023): novela que, al decir de la autora, “da cuenta de una vida entera”. Narración íntima y personal que discurre por trances y acciones de la presencia de la abuela de la relatora en una interacción donde se empalman acontecimientos librados en una pasmosa perseverancia bordeada por lo inverosímil o lo improbable.
Un viejo samovar sirve de enlace para que los recuerdos, los apegos, los empeños y voces borradas trencen un pañuelo en que Tatiana, la protagonista, se irá prefigurando. Tres ancianas –la bobe Anna, la tutta Lena y Modesta—se agazapan en un cosmos al parecer extraviado, pero recobrado en los avatares de la evocación: desfile de atardeceres embozados en una ventisca de pérdidas en que las estaciones suscriben todos los patrimonios de un espacio propio reconstruido por la gracia de la fabulación.
“Confieso que esta novela es la más íntima y personal de todas las que he publicado. Posiblemente, en la que más he trabajado, la más resignada y también la más humedecida por las lágrimas. Entrañable y propia porque hago referencias sustanciales de la vida de mi abuela, una mujer que habita el siglo XIX, pasa por el siglo XX y llega a ser testigo del siglo XXI. Todo lo que narro es totalmente real, tamizado por la magia de la ficción. Personaje en diálogo con la nieta, que soy yo”, comentó en entrevista con La Razón, Ethel Krauze también creadora del modelo internacional Mujer: escribir cambia tu vida.
¿Una nieta fotógrafa, no escritora? Este personaje lo prefiguré hace casi 40 años, yo era muy joven, lo observaba todo con acuciante curiosidad. En ese tiempo, no estaba preparada para plasmar literariamente las conversaciones con mi abuela. Una fotógrafa observa y sustrae lo revelador a través de su lente en el momento, en el instante. Ficcionalicé a Tatiana como fotógrafa como un ajuste literario y no ser el foco central de la historia.
¿Trabajo de escritura durante 40 años? No me sentía capaz de escribir las conversaciones que sostuve con mi abuela durante los dos últimos años de su vida a los 86 años de edad. La visitaba y hacía apuntes de lo que me relataba. Faena sin pausa en 40 años donde concebí varias versiones. En 2018 decidí dejar a un lado la inseguridad y comencé con arrojo desde cero hasta llegar a lo que hoy entrego a los lectores.
¿Su abuela, protagonista de aciagas circunstancias históricas? Mi abuela fue testigo de momentos históricos trágicos y trascendentes, concluyentes en el siglo XX: la Revolución Bolchevique y la Segunda Guerra Mundial. Huye de Rusia cargando su samovar, atraviesa Europa hasta ser partícipe de los venturosos incidentes para llegar a América, a pesar de que Estados Unidos limitaba y hasta cerraba las asignaciones y cupos de judíos que podían entrar a su territorio. Quise exponer la fortaleza de estas mujeres ante estos naufragios de la historia.
¿Tatiana crece y se nutre de los relatos de la abuela? Ella llega a la casa de estas ancianas para tomar el té y descubre su fragilidad, su vulnerabilidad frente a unas mujeres que han transitado por la vida con limitaciones y que sin embargo supieron salir adelante sin sentirse víctimas y ser dueñas de sus actos.
¿Lección de vida para la nieta? La abuela le va revelando cosas de su vida y ella se queda atónita. Sí, es una gran lección para Tatiana. Esta novela no es sólo la historia de mi abuela, sino de muchas abuelas que han revelado sus íntimos y terribles trances de la familia para que sirvan de ejemplos.
¿El samovar como una alegoría? Objeto que preserva el calor del té en compaginación con la energía humana, asimismo el ardor que cada lector encontrará en las páginas de esta novela. El samovar, la magdalena proustiana: los recuerdos, los amores y el reconocimiento de los orígenes se van entrelazando a través de esas voces que sombrean los espacios en los que Tatiana se irá rehaciendo.
Uso del ‘yo’: ¿hasta qué punto Ethel Krauze es Tatiana? El yo que utilizo es desde la perspectiva del personaje, no estoy yo narrando en primera persona como autora. Tatiana soy yo en muchos aspectos que van más allá de referencias personales. Me identifico con ella desde el punto de vista espiritual. Yo soy ella en la altiva posibilidad de innovación de una mujer que se reconoce frágil frente a los episodios narrados por la abuela. Tatiana es lo que he vivido, me reconozco íntegramente en ella. No ha sido fácil arroparme de la vitalidad que mi abuela me trasmitió.
SAMOVAR (FRAGMENTO)
Por Ethel Krauze
No logro entender por qué fui perdiendo los idiomas, como si algo en mí naufragara. Murió el idish cuando murieron las abuelas. Murió el hebreo cuando murieron los abuelos. Murió el ruso cuando murió mi padre. Murió el polaco cuando murió mi madre. Tengo un español mexicano colgado de un árbol náhuatl durante una noche triste, tan triste, como la muerte de María.
Tengo las lentes de mi cámara. He tomado fotos de miles de paisajes y de rostros por casi todo el mundo.
Nunca tomé ninguna aquellos miércoles de oro.
—Toda noche no durmí —me dice la tutta Lena, como si no hubiera oído el grito—, bz bz bz, roeda en cabeza, un ferocarril toda noche. Tu papá dice artesclerosis, pero no, es ferocarril…
—Es viejez —dice Anna, desesperándose—. Yo no durmí, ella sí. Yo también ferocarril toda noche, es viejez.
—Y anoche lluvía tanto —suspira la tutta Lena.
—Ah, se quejó la coqueta de lámpagos. ¡Yo también oyí lámpagos!, pero ella dice que lámpago entra en ojo y no poede durmir. No es cierto, porque hay cortina.
—¿Lámpago? Dirás relámpago, bobe.
—Lámpago, shmánpago… es igual.
Me levanto por una de las galletas quemadas, que son una auténtica delicia cuando se ablandan en el pavoroso té negrísimo. Tengo que volver al tema de las guerras, que es lo único que pone a la abuela de buen humor:
—A ver, cuéntame por cuántas guerras han pasado ustedes, bobe.
En efecto, la abuela se pone de buen humor. Rejuvenece en el acto:
—Un mil nuevecientos cinco, un mil nuevecientos doce, y un mil nuevecientos catorce, que yo pasé. La pior fue bolcheviques. Quitaban todo a campesinos, judíos, no judíos, a todo mundo.
—Sí, lo peor son los comunistas —dice Modesta, disponiéndose ya a recoger los platos—. Eso es lo peor, es como la Revolución, que nos quitaron todo. Es lo mismo. Mi papá tenía tierra, (allá en Hidago) y con la Revolución se quedó sin nada. María ya mejor vino a la ciudá. Bueno, eso me platican, porque yo soy muy curiosa de todos los temas. La vida es interesantísima… Había hoyos en un barranco para guardar el nixtamal, y allí hacían tortillas, bueno, con poco elote, no salían bien, ¿cómo te dijera?
—Salían irredondas —explica la bobe.
—Era vida de rancho, pero era buena. La Revolución terminó con todo. Yo sé, porque he leído muchos libros, no te creas que por otra cosa. No es que yo haya viajado, si no he salido de aquí, pero tenía yo muchos libros. Y me los leí todos. Lo que pasa es que me los robaron.
*
Abrí el libro de derecha a izquierda, con una familiaridad atávica. Y mis ojos cayeron en el título del primer capítulo, en idish, escrito con letras hebreas. Una flor enloquecida brotó de una semilla enterrada en el fondo de mi cerebro. Un fondo cuyo extremo me era irreconocible, pero, a la vez, prístino. Un fondo de raíces tan largas y arraigadas en mis células nerviosas, que se incendiaron todas al unísono, revelándome el código de las palabras, aunque no pudiera yo reproducirlas.
“Dos antloifn”, leí una vez y parpadeé y ese sonido se repitió dentro de mí como un gong por todo el cuerpo. Y leí otra vez como si me faltara el aire, con una necesidad de recuperar un aliento súbitamente extraviado.
¿Es posible describir qué se siente recobrar un idioma que se creyó perdido?
Y con ese idioma, un mundo; con ese mundo, el propio mundo.
No creo tener esa capacidad. Sólo puedo decir que en esas dos primeras palabras que leí en idish, escritas en caracteres hebreos, exhumé a todos mis muertos. Los abuelos rusos y los abuelos polacos. Mis padres, mis tíos, mis maestros. El aroma de las casas, los jardines, los panes y las compotas, las cajitas de música, los chales, los libros de pasta dura en sus libreros de madera… los miércoles, todos los miércoles en el antecomedor viajando entre naufragios para recobrar el viejo y oxidado samovar. Todo de golpe, recuperado y unánime, cuarenta años después.
Me quedé muda. Los organizadores me esperaban con el micrófono listo para inaugurar la exposición. Yo era una de las principales invitadas a la Primera Muestra de Fotografía Latinoamericana en la prestigiada Galería Andrea Meislin, en Nueva York, enfocada en fotógrafos reconocidos internacionalmente, cuyo trabajo contribuye al diálogo basado en la diáspora tanto a nivel nacional como internacional. La galería descubre y presenta a importantes artistas israelíes, y trae artistas establecidos a Nueva York por primera vez. Fui la única representante mexicana y había expectación por mis imágenes de un estilo subjetivo y a la vez social, lo que constituye una de mis singulares características.
En el vestíbulo se extendía una mesa de mantel color vino con algunos ejemplares de colección en diferentes idiomas. Me había acercado, movida por el olor y la textura que recordaba de los libros viejos en los libreros de las casas de mis abuelos y luego de mis padres. Mis manos tomaron el que tenía caracteres hebreos pintados en azul sobre un fondo sepia. Y lo abrí. Entonces, fue lo que he contado.
La gente me miró con extrañeza. Luego, con impaciencia. No me salían las palabras. Respiré muy profundo. Quise emitir la primera frase de agradecimiento, pero se me escapó un sollozo. Ante los ojos expectantes del público que ya empezaba a murmurar entre sí, alcancé a balbucir:
—Entendí el idioma escrito… —y las lágrimas me rodaron suavemente por las mejillas.
Entendí que no había perdido a nadie. Que mi abuela Anna vivía en el idioma, que en ese libro abierto al azar estaba vivo todo un mundo, con su gente y sus aromas, sus nostalgias y sus bailes, ahí se encontraban mis padres, la tutta Lena, incluso Modesta, María y todas sus sobrinas, porque formaron parte sustancial de las historias compartidas.
De repente, me había llenado de mundo, me sentía pletórica, abrumada de seres y de vivencias.
Hasta el criminal había cruzado de nuevo con su daga febril en medio de mi pecho.
En el idioma resplandecía perenne el color de la jacaranda y el sabor ardiente del samovar.
Samovar
- Autora: Ethel Krauze
- Género: Novela
- Editorial: Alfaguara, 2023