La sustancia de Coralie Fargeat

FILO LUMINOSO

Elisabeth busca una mejor versión de si misma.
Elisabeth busca una mejor versión de si misma. Foto: Cortesía del autor

En sus años de gloria, la actriz Elisabeth Sparkle (Demi Moore) ganó un Oscar y una estrella del Paseo de la Fama de Hollywood. Más tarde su carrera la llevó a conducir un programa televisivo de ejercicios aeróbicos al ritmo de la música (como Jane Fonda). Y aunque a los 50 años Elisabeth (en realidad Moore tiene 61 años) conserva un cuerpo fabuloso y una energía fenomenal, el ejecutivo, Harvey (Dennis Quaid) la desecha como un vejestorio inútil. La sustancia, segundo largometraje de la directora y guionista francesa Coralie Fargeat, comienza con una toma en picada de la mencionada estrella en el pavimento con la que describe a la perfección la historia de éxito y obsolescencia programada que rige la vida de las actrices de cine. [Siguen Spoilers:]

Desesperada y desconsolada, Elisabeth sucumbe a una propuesta tan extraña como imposible: someterse a un tratamiento para hacer surgir una versión más joven y bella de sí misma. Estamos ante un cuento de hadas tecnológicas que con una inyección convierten al cuerpo humano en un capullo instantáneo en el que crece una versión más joven y radiante de uno mismo, un alter ego maduro que “nace” al abrir una hendidura, como una gran vagina, a lo largo de la espina dorsal. Una vez fuera el nuevo ser debe suturar la herida de su “original” y ambas partes necesitan cooperar al alimentarse intravenosamente y “estabilizarse” con una inyección diaria. El extraño y atractivo doppelgänger de Elisabeth no es idéntico a ella sino que es una versión actualizada e idealizada de la estética contemporánea, encarnada por Margaret Qualley (Sue). La misteriosa corporación que produce la sustancia apenas explica el uso de su producto pero entre las escuetas instrucciones destaca que a pesar del desdoblamiento: “Tu eres sólo una, no dos personas”.

Dos lados de un individuo, en una relación que evoca a Dr. Jekyll y el Sr. Hyde (Robert Louis Stevenson, 1886), deben compartir su tiempo en un riguroso calendario en el cual cada semana una de las partes vive su vida mientras la otra reposa comatosamente. La siguiente semana se invierten los papeles y la otra parte sale a la calle. Sue no pierde tiempo en reconquistar la carrera y existencia que Elisabeth ha perdido. En cambio, esta última pasa sus semanas deprimida en un sofá viendo televisión y comiendo compulsivamente. Al final de su turno Sue debe correr, como la Cenicienta, a tomar el lugar de su contraparte. De no cumplir, el cuerpo de Elisabeth se deteriora irremediablemente. La orden de la misteriosa y descortés voz telefónica de la línea de atención a clientes es clara: “Respeta el balance”. Esta es una versión de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde (1890) para la era de Ozempic, Botox y otras obsesiones cosméticas intravenosas, intramusculares y quirúrgicas con las que ciertas mujeres castigan, mutilan y modifican su cuerpo para embellecerse y frenar el envejecimiento. Al igual que esas técnicas, la sustancia no produce nada sustancioso sino que reduce todo a la superficialidad.

ELISABETH VIVE AISLADA SOCIALMENTE, no parece tener familia y sus interacciones se limitan a su show. Vive solitaria en un espléndido departamento, que resulta una burbuja similar al globo de vidrio con diamantina que lanza furiosa contra su propia foto mural. La estrella en decadencia accede a salir una noche con un viejo compañero del colegio pero al confrontar sus reflejos (desde la perilla metálica de la puerta hasta el espejo del baño), a la sombra de su alter ego (“La única parte querible de mí”), tiene una crisis que da lugar a la secuencia más impactante y dolorosa de una cinta repleta de estridencia, alegorías visuales y humor cruel. Sue y Elisabeth son la misma persona y a la vez no lo son, sus destinos están trenzados pero sus vivencias son distintas. ¿Qué clase de placer o frustración siente Elisabeth a través de las experiencias de Sue? No existe una relación entre el original y el doble ya que al despertar una la otra queda inconsciente. Sus mutuas represalias, como convertir el departamento en una pocilga, comer en exceso y violar las instrucciones van destruyendo el equilibrio. Sue comienza a “carcomerse” a Elisabeth al extender sus turnos y eventualmente provoca una brutal confrontación física.

Así como Elisabeth se va degenerando, el tono mismo del filme también lo hace, pasando de un minimalismo austero aséptico y frío (con rígidos encuadres, decoración monocromática, colores chillantes, personalidades reducidas a signos y significantes básicos, como la estrella en el pavimento) a un vertiginoso, visceral y catártico caos. Se trata de una cinta frenética que pasa por espacios liminales (baños y pasillos) que recuerdan a El resplandor de Stanley Kubrick (1980), por múltiples homenajes a David Cronenberg, particularmente a La mosca (1986), al John Carpenter de La cosa (1982) y a Seconds (El otro Sr. Hamilton, John Frankenheimer, 1966). Sin embargo, añade una inyección de humor negro y locura que se acerca al horror gore de Re-Animator (Stuart Gordon, 1985) y al espectáculo grotesco de ¿Qué pasó con Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962).

LA CINTA DEPENDE DE DEMI MOORE quien a sus radiantes 61 años, sigue siendo un ícono erótico y ha sido un paradigma de belleza y sensualidad durante décadas. Es una actriz que ha transgredido límites, como posar desnuda y embarazada para la portada de una revista y protagonizar topless la infame Striptease (Andrew Bergman, 1986), por la que recibió un sueldo récord de más de 12.5 millones de dólares. Asimismo influyó con G. I. Jane (Ridley Scott, 1997) la estética corporal femenina del siglo XXI, al raparse y desarrollar una espectacular musculatura.

La sustancia es una mirada crítica y cínica, despojada de sutileza, a la industria del entretenimiento y la obsesión patológica de la belleza, personificada en Harvey (nombre que inmediatamente evoca al escándalo de su tocayo Weinstein). Cuando alguien menciona que Elisabeth ganó un Oscar, Harvey pregunta con sarcasmo: “¿Por King Kong?”. En su debut, Revenge (2017) Fargeat ya explora la toxicidad masculina extrema y la venganza de una mujer victimizada pero no vencida. Ahí se apropia hábilmente de la mirada obsesiva del deseo depredador que exhibe los mecanismos de la misoginia con humor y brutalidad, en un tono paródico y de fábula. Para esto filma en close up extremos y gran angulares que hacen monstruosos a sus personajes. Su feminismo está cargado de ironía y despojado de discursos, lamentos o adoctrinamiento. La cinta sobreenfatiza su punto a lo largo de 140 minutos, pero lo hace en un juego lúdico que nunca conmisera ni mucho menos explota la sensiblería o el moralismo del auditorio.

Lo que Fargeat expone no es sólo su desprecio por la cultura de la cosificación femenina sino también la complicidad de las mujeres con la salvaje disforia corporal que impone la sociedad y el resentimiento de una mujer mayor por el éxito de una joven que la ha sustituido, aunque sea ella misma.