El estreno de Emilia Pérez en México ha generado una fuerte polarización. Mientras algunos la celebran como un experimento arriesgado, otros la consideran una representación superficial e incluso ofensiva del país. Más allá de la controversia, la propuesta coreográfica de la película introduce una serie de elementos que en ciertos momentos parecen desafiar la visión del director Jacques Audiard, mientras que en otros se alinean completamente a su mirada.
La coreografía, concebida por el belga-francés Damien Jalet, aporta un lenguaje físico que oscila entre la liberación y la opresión. En algunos pasajes, su trabajo sugiere transformación y fluidez, pero la estructura narrativa de la película encierra a los personajes en un esquema rígido y determinista. Esta tensión entre lo que el cuerpo expresa y lo que la historia impone no siempre se resuelve con coherencia, generando una dinámica ambigua: por un lado, la danza parece desafiar la visión del director; por otro, termina reforzando una narrativa que simplifica su propio discurso. Entonces, en una película donde la danza se presenta como un eje narrativo, ¿no debería el movimiento ir más allá de ilustrar y realmente aportar nuevas capas de significado?
La primera escena de Emilia Pérez utiliza una estética teatralizada: un mariachi iluminado emerge entre luces difusas y se funde con el paisaje urbano de la Ciudad de México. La voz del cantante apenas se escucha, generando un efecto de lejanía y ensoñación. Este inicio permite dos lecturas: el choque entre el espectáculo y la realidad, o cómo el espectáculo puede opacar la voz de una realidad que, bajo este enfoque estilizado, parece ficcionada. Sin embargo, la coreografía no refuerza estas interpretaciones, sino que a momentos las contradice.
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Bajo esta línea narrativa, comienza la primera pauta coreográfica, que bien podría titularse “El Alegato”, desarrollada en un tianguis donde se introduce el personaje de Zoe Saldaña, Rita Mora Castro. La coreografía parte de una avalancha de cuerpos que buscan ordenarse; no obstante, su precisión visual diluye el caos auténtico de un entorno urbano como la Ciudad de México. Aunque el planteamiento inicial permitiría que la urbe genere su propia coreografía de manera más orgánica, Damien Jalet refuerza esta idea a través de la música, sincronizando el sonido con la acción de manera que enfatiza —o incluso sobreexpone— la narrativa. En vez de potenciar la autonomía del movimiento y el espacio, la composición musical subraya la escena, reduciendo su ambigüedad y limitando la interpretación del espectador.
Esta sobreexposición musical se refuerza con un lenguaje cinematográfico que también restringe el movimiento. Los encuadres limitan los cuerpos dentro del cuadro, generando una sensación de encierro y reduciendo la fisicalidad de la escena. A diferencia de musicales como Dancer in the Dark de Lars von Trier o West Side Story (en ambas versiones de Robert Wise y Steven Spielberg), donde la cámara se mueve con el cuerpo y amplifica su expresividad, Emilia Pérez opta por un marco que contiene en exceso el movimiento, debilitando su impacto.
Un problema recurrente en la película es que la transición entre sus distintos momentos coreográficos no sigue una evolución clara. En lugar de integrar la danza de manera orgánica, la narrativa introduce los números musicales de forma intermitente, lo que afecta el ritmo del filme. Esto se evidencia en la secuencia de Selena Gómez, donde su corporalidad no logra sostener la escena, obligando a depender de un cuerpo de baile externo para transmitir su frustración. Además, la escena necesita trasladarse a un espacio teatral para evidenciar la puesta en escena, lo que provoca que se sienta más como un video musical que como parte del espacio fílmico. A esto se suma el uso de una línea estética que repite lenguajes y movimientos ya vistos en otras obras escénicas de Damien Jalet, restándole frescura e impacto a la propuesta cinematográfica. En contraste con películas como La La Land (2016) de Damien Chazelle o Annette (2021) de Léos Carax, donde la interpretación física se integra sin esfuerzo a la historia, aquí la falta de fisicalidad en la protagonista debilita el peso emocional del momento.
Por último, el solo de Zoe Saldaña titulado “El Mal” es uno de los pocos momentos donde la danza, la musicalidad y la cinematografía se alinean de manera efectiva. Si bien Audiard vuelve a trasladar la acción a un espacio teatralizado, en esta secuencia la decisión se siente más orgánica y justificada dentro de su propia lógica narrativa. A pesar de ello, esta misma escena evidencia la mayor contradicción de la película: su incapacidad para sostener un lenguaje filmocoreográfico a lo largo de sus más de dos horas de duración.
En lugar de desarrollar una narrativa en la que la danza y el movimiento sean el eje de la expresión, la película recurre a momentos aislados para recordarnos que es un musical, no desde una concepción orgánica, sino como un recurso decorativo. Un ejemplo de ello es el conflicto moral de Rita Moreno por no haber recibido el crédito correspondiente, que se simplifica coreográficamente en una secuencia donde la figura de las empleadas de limpieza refuerza visualmente la idea. Sin embargo, esta escena resulta problemática desde el punto de vista coreográfico, ya que contradice el lenguaje distintivo del coreógrafo y se percibe como lo más débil en términos de ejecución. Curiosamente, esta propuesta recuerda la de Priscila Hernández en La Usurpadora: El Musical, donde este tipo de movimiento encaja mejor dentro del tono fársico y telenovelesco de la película. En cambio, en Emilia Pérez, la coreografía se siente torpe y forzada. Esta falla es aún más evidente al notar que, hasta este punto, no hemos visto una exploración dancística real de la protagonista, Karla Sofía Gascón. Las escenas de Selena Gómez en el bar, aunque bien intencionadas, carecen de impacto. La secuencia del cuarto de armas, aunque técnicamente interesante, llega demasiado tarde y sin suficiente preparación para ser realmente efectiva. Y ya ni hablar de la secuencia en el hospital: bien intencionada, pero débil en términos coreográficos y más enfocada en construir una imagen que no impacta ni trasciende. Al final, el problema no es solo que algunas escenas funcionen mejor que otras, sino que la película dilata tanto su construcción coreográfica que, cuando finalmente introduce un nuevo número, el espectador ya ha perdido conexión con su lenguaje.
En última instancia, Emilia Pérez se sepulta en su propia contradicción: una obra que quiere ser musical, pero que nunca logra encontrar una estructura en la que la coreografía se integre naturalmente a la narrativa cinematográfica. En su intento por equilibrar espectáculo y discurso, termina atrapada entre la teatralidad y la desconexión, sin lograr consolidar un lenguaje coreográfico propio. Como aquel mariachi inicial, iluminado y lejano, la película se envuelve en una estética llamativa, pero su voz—la de su danza—queda en un segundo plano, ahogada por su propia puesta en escena.
JVR