Jorge Ibargüengoitia nació el 22 de enero de 1928 y el 17 de julio, de ese mismo año, fue asesinado el presidente electo, general Álvaro Obregón. Sugestivo contexto de un magnicidio, que fue determinante para escribir, 34 años después, El atentado. Parece, como afirma Christopher Domínguez Michael, que ese suceso trágico es “el acontecimiento central de la biografía literaria de Ibargüengoitia”.
"En el caso de Ibargüengoitia la literatura que estaba haciendo iba ganando en profundidad, en complejidad. Si uno ve libros últimos de él como Dos crímenes o Las muertas, se está orientando a cierto tipo de literatura cada vez más profunda”
Juan Villoro
Escritor
Las autoridades mexicanas no prohibieron abiertamente la puesta en escena de El atentado, pero pusieron zancadillas a los productores para que no la montaran, porque ‘trataba con poco respeto’ a una figura histórica. Estrenada en 1975, dice el autor que esta obra “me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela”. En 1963, escribe Los relámpagos de agosto (Premio de Novela Casa de las America en 1964). Editada en México en 1965, ha sido traducida a varias lenguas y hoy, 42 años después, se vende como pan caliente.
Alumno de la Facultad de Filosofía y Letras, en 1951: inscrito en el curso de Composición Dramática, que impartía Rodolfo Usigli; Ibargüengoitia le dio a leer al autor de La familia cena en casa unas planas iniciales del proyecto de una obra: “Usted tiene facilidad para el diálogo”, le dijo el profesor al joven guanajuatense. Acotación que “me marcó: me dejó escritor para siempre”, confesaría años después, el autor de Dos crímenes.
Es interesante cotejar El gesticulador (1937), de Usigli, con El atentado (1963) de Ibargüengoitia: dos obras axiomáticas del teatro mexicano. La primera, alegoría de un embaucador que al ‘agraviar la realidad’, decide desmitificar a esa Revolución convertida en Institución gubernamental; en la segunda, el espectador asiste a la puesta de una ‘farsa sangrienta’ del enaltecido movimiento armado de 1910. Representación ‘inconveniente y revisionista’ de la Revolución mexicana.
Uso de la sátira como elemento catalizador, que se repite en Los relámpagos de agosto, texto punzante, que narra los excesos de un levantamiento armado en los años iniciales del México posrevolucionario desde la visión de José Guadalupe Arroyo, general retirado que dicta sus memorias al propio Ibargüengoitia para ‘limpiar’ su gloria. ‘Las malas pasadas’ de Arroyo: presidente elegido muerto por un ataque cerebrovascular, lo cual frustra sus aspiraciones a un puesto en el próximo gobierno, y un grupo de hombres orinando en la valla de la estación del tren. Escenarios grotescos que subrayan los dilemas del destino de este militar revolucionario.
El Dato: Los relámpagos de agosto, una sátira sobre la Revolución mexicana, fue la primera novela que escribió el autor, en 1963.
Le siguen Maten al león (1969), atentado a un tirano latinoamericano, Estas ruinas que ves (1975), presencia del sarcasmo y la nostalgia, Las muertas (1977), el ruidoso caso de las Poquianchis, Dos crímenes (1979), retrato de la provincia mexicana a través de personajes ruines y cínicos en una atmósfera de apariencia noir, y Los pasos de López (1982), peripecias de los insurgentes héroes de la independencia con una ridícula representación del cura Hidalgo: cinco novelas en un trayecto por la sátira hasta confluir con lo grotesco.
[caption id="attachment_691115" align="alignnone" width="696"] Jorge Ibargüengoitia. Ilustración: Norberto Carrasco[/caption]
Itinerario que cobra fuerza en las crónicas publicadas entre 1968 y 1976: Autopsias rápidas, Instrucciones para vivir en México, La casa de usted y otros viajes, Misterios de la vida diaria, ¿Olvida usted su equipaje?, Ideas en venta. “Postulación de la vida cotidiana como aventura absoluta” (Ch. D. Michael). Representación ordinaria de las vicisitudes de México. El autor de Viajes en la America ignota supo describir con certeza la pertinaz bufonada de los gestos fanáticos y la degradación irreparable de la conducta humana en sus diversos desempeños.
Ibargüengoitia con “su llaneza casi espartana de la ironía”, al decir de Guillermo Sheridan (su heredero indiscutible), pone frente a nuestros ojos un mapa de la realidad mexicana que es la mirada de un esquivo relator que despojó el humor de la afectación aclamada por la clase media mexicana. La actitud, contraria a todo indicio de filisteísmo, del autor de La ley de Herodes, sigue siendo incómoda para algunas jurisdicciones oficiales.
Dos crímenes
Capítulo II
Jorge Ibargüengoitia
No olvidaré mi llegada a Muérdago. Me quedé parado en la esquina de los portales mirando a la gente que daba vueltas en la Plaza de Armas oyendo la serenata. Con gusto me hubiera cambiado por cualquiera de ellos. Me sentí cansado, perseguido y desconcertado.
El día había sido difícil y con sobresaltos, pero en aquel momento me parecía poca cosa comparado con la perspectiva de enfrentarme aquella misma noche a
un tío viejo que casi no me conocía ni me esperaba ni me quería ni me había visto en diez años, para contarle la historia que había inventado en el camino.
En el reloj de la parroquia faltaban diez para las ocho. Estuve tentado a cruzar la calle, entrar en el hotel Universal, alquilar un cuarto, dormirme y no volver a
acordarme de la entrevista hasta el día siguiente.
Me detuvo la consideración de los sesenta y un pesos que llevaba en la bolsa y la circunstancia de que por no llevar equipaje era posible que me pidieran que pagara por adelantado. Además, no quería llamar la atención y las barbas y la ropa que llevaba eran francamente
notorias. Haciendo un esfuerzo recorrí los portales, di vuelta en la calle de la Sonaja y caminé hasta reconocer el portón ancho y los tres balcones de la casa de mi tío Ramón Tarragona. Cuando llamé con el aldabón las manos me estaban sudando.
Me abrió la puerta una mujer rubia. Nos quedamos mirando en silencio. Entonces me di cuenta de que aquella boca pintada de rojo y aquel lunar bastante
grueso en el mentón yo los había visto en algún lado.
Era quien menos esperaba encontrar y a quien menos ganas tenía de ver: Amalia Tarragona de Henry, sobrina de mi tío Ramón y prima política mía.
—¿Qué desea? —preguntó sin reconocerme.
—Soy Marcos —le dije.
Ella miró mis barbas, el jorongo de Santa Marta y mis botas argentinas.
—¿Cuál Marcos?
Nunca me quiso, como no quiso nada de lo que tenía que ver con mi difunta tía Leonor, pero pudo haberme reconocido a pesar de las barbas, como yo la
reconocí a ella a pesar de los cabellos rubios.
—Soy Marcos, el Negro, tu primo.
—¡Marcos, Marcos González qué milagro, cuántos años sin verte, cómo has cambiado! ¿Qué andas haciendo por aquí?
Mientras decía estas palabras, que parecían bienvenida, la vi meter la pierna detrás de la puerta para evitar
que yo fuera a abrirla dándole un empujón.
—Quiero ver a mi tío Ramón —le dije.
—Fíjate, qué mala suerte: llegas en el momento en que está merendando y el doctor ha dado órdenes de que nadie le interrumpa sus alimentos, porque puede
hacerle daño.
—Puedo volver al rato.
—Fíjate que al rato va a ser peor, porque va a estar dormido.
—¿Podré verlo mañana?
—Pues francamente yo te aconsejaría que no, porque con la emoción de verte quién sabe cómo se ponga.
Ha estado muy delicado de salud, ¿sabes?
Yo estaba confuso y no sabía qué decir. Ella dijo:
—¡No sabes qué pena me da no poder dejarte pasar! Adiosito —y cerró la puerta.
Me quedé allí parado un momento, completamente desconcertado. Eché andar por la calle oscura, alejándome
de la Plaza. Una vez en Muérdago tenía que ver a mi tío aunque fuera para pedirle dinero con que seguir mi viaje.
Fragmento / Cortesía Grupo Planeta