El escritor y periodista Héctor de Mauleón considera que la “crónica es el género mayor, un centauro”, que desde la llegada de los españoles a México hasta Carlos Monsiváis, tuvo una época de florecimiento. Por ese motivo, como una manera de reivindicarla y, a su vez, contar los sucesos más sorprendentes de la Ciudad de México, publica los volúmenes tres y cuatro de La ciudad oculta. 500 años de historias (Planeta, 2022), libros en los que relata desde el asesino serial Goyo Cárdenas, los fantasmas de Garibaldi, las epidemias que han azotado la metrópoli y hasta cuando sus habitantes se reunieron para ver a unos ovnis que nunca aparecieron o una charla con quien fue editor de Gabriel García Márquez en el El espectador.
En entrevista con La Razón, el también conductor del programa El Foco, compartió que el espíritu de los libros es que los lectores, sin un orden cronológico, recorran las calles y edificios antiguos de la capital del país.
En los libros de La ciudad oculta se percibe el amor que tiene por la CDMX y su interés por la memoria y el pasado. ¿Cómo nace esta pasión por recuperar la historia de esta metrópoli? Nací muy cerca de aquí, a un ladito de la calzada México-Tacuba, muy cerca del Metro Normal, donde estaban haciendo las obras del Metro, estaban abriendo los túneles y comenzaron a desenterrar una ciudad que estaba oculta. Todo eso pobló las conversaciones de la gente que estaba a mi alrededor, de mi familia; mi escuela estaba a un costado de la México-Tacuba, todos los relatos de la escuela tuvieron que ver durante mucho tiempo con lo que estaba pasando bajo la tierra, cuando eres niño no entiendes lo que ocurre, sino tiempo después. Cuando pasaron los años me di cuenta que eso había sido decisivo en mi vida, porque me había enseñado a ver la ciudad de una manera que tal vez mi padre ni mi abuelo habían visto, que era como un cofre lleno de cosas secretas y ocultas que estaban bajo nuestros pies. En términos de una exploración literaria y de una crónica, es una ciudad riquísima, porque está llena de cosas que contar.
Hay un relato sobre el que era editor de García Márquez, en esa parte habla de “destorcerle el cuello al cisne”, es decir, incorporar la literatura. En ese sentido, en los libros que ha escrito sobre los temas de la ciudad, ¿qué tanto se aplica eso para que sea un gancho para la lectura y para el rescate de muchas cosas que son hasta testimoniales? La crónica es un género que te permite destorcerle el cuello al cisne, porque echa mano de herramientas de la literatura para poder contar, no tiene el rigor de la nota periodística, aquí puedes echar mano del ensayo, de las técnicas del cuento, puedes inventar formas de contar, de mirar. La crónica es un género muy rico y el género más viejo, porque cuando se bajaron los españoles de los barcos, tanto los soldados como los frailes, lo primero que hicieron fueron crónicas. Desde entonces hasta Monsiváis, quien ha sido el último gran cronista que ha habido en México, ha estado vigente en todos los siglos. Puedes buscar a los cronistas del XVI, XVII, XVIII, XIX, éstos últimos que ya son formidables, porque ya se inventa el periodismo, es el florecimiento brutal de un género que llega a sus momentos más altos en el Porfiriato con Tablada, Urbina, Nervo, y luego con el gran prosista del XX en el periodismo, Salvador Novo. Es una estirpe de escritores que se han dedicado a ese género, que lo han enriquecido. La crónica es el género mayor, muchos dicen que es la novela y la poesía en México, pero yo sí creo que lo que mejor se ha hecho son crónicas, es un centauro.
La crónica un género que languideció, que hemos dejado, que hemos descuidado mucho en los medios; sin embargo, cuando lo sueltas, cuando le das el espacio siempre encuentras cosas que te maravillan, esta ciudad está hecha para ser cronicada, los primeros que llegaron se dieron cuenta
De alguna manera, ¿es una reivindicación de la crónica y esta lógica de hacer que perdure? He notado que perdió espacios en los medios, se volvió nota de color, porque se impuso un modelo de hacer periodismo donde se privilegia la información rápida. Antes había una voluntad de contar en el periodismo mexicano, que se perdió cuando se adoptó este modelo gringo, como texano de información rápida, ponle fotos, infografías, porque la gente no quiere leer, quiere enterarse. Eso fue desterrando un poco la tradición del periodismo mexicano, que era espléndida. Es un género que languideció, que hemos dejado, que hemos descuidado mucho en los medios; sin embargo, cuando lo sueltas, cuando le das el espacio siempre encuentras cosas que te maravillan, esta ciudad está hecha para ser cronicada, los primeros que llegaron se dieron cuenta.
Incluso es una ciudad que todavía sigue contando historias y revelando secretos a través de nuevos descubrimientos que se han dado a conocer. Es increíble, apenas hace un año encontraron lo que tanto buscaron los españoles, una ofrenda con lajas de oro, donde estaba representado el inframundo, la tierra y el cielo a través de animales, todo separado con oro, lo hallaron a unos pasos de las escalinatas del Templo Mayor, quedaron enterradas cuando los españoles arrasaron esa ciudad. Cuando caminas por el Centro Histórico entras a una vecindad y encuentras que en el fondo, en la sombra, sigue siendo 1590, todo está igual, nada ha cambiado, el tiempo corre, aquí es 2022, pero te vas metiendo a las zonas viejas del Centro y es como si el tiempo se hubiera quedado suspendido. A mí eso siempre me resultó fascinante, que era digno de ser contado, un poco es el espíritu de estos libros.
Entiendo que por eso los libros no tienen un orden cronológico, pareciera que usted nos invita a dar estos paseos sin orden en la ciudad. Caminando una calle atraviesas distintas épocas y quería que este libro fuera como un paseo por la ciudad, que no empezara en la época prehispánica y siguiera contando cosas hasta llegar a la pandemia, porque este libro lo cerré con una cosa que me inquietó mucho, que fue salir, cuando se decretó la fase 3 de la contingencia sanitaria (por el Covid-19) y encontrar la ciudad cerrada y vacía, era muy inquietante, eso me sorprendió, porque me acordaba de las crónicas, por ejemplo, de Guillermo Prieto cuando llegó la epidemia de cólera, de cómo salió a caminar a la calle y encontró una ciudad vacía, donde nada más escuchaba lamentos que salen de las vecindades, y rezos que salían de las iglesias, porque la mortandad era espantosa. Pensé que se podían ir juntando distintas cosas, pero no en un orden cronológico, sino anárquicamente, como es la ciudad.
Los gobernantes siempre se han sentido propietarios de la ciudad, han hecho muchas cosas, luego se van, muchos quedan en el olvido, pero el patrimonio ha atravesado siglos, son piedras que han cruzado el tiempo y son responsabilidad de nosotros. En la medida en que uno tiene conciencia de las cosas que están poblando la ciudad es más difícil que las puedan borrar o destruir por la ignorancia, por motivos políticos o ideológicos
Al contar estas historias, como la de los ovnis que la gente esperaba ver, un poco retrata la idiosincrasia de quienes habitan esta metrópoli. Sí, hay un diario de un señor que salió a la calle, llevó un diario durante 38 años de la Nueva España, de la vida cotidiana, de cosas que pasaban en la ciudad, cómo temblaba y no tenían para medir la magnitud, lo que hacían era medirlo en rezos, entonces decían, “duró tres credos el temblor”; o cómo cayó un rayo; cómo un cochero atropelló a una señora, vas encontrando una ciudad que siendo tan distinta en el fondo se parece tanto, sigue estando habitada por las mismas cosas.
Cuando llega la epidemia de viruela en mil setecientos ochenta y tantos, una de las recomendaciones que le dan a la gente es que ponga detentes en la puerta de su casa para que no pase la infección, cómo te vas a imaginar que en el siglo XXI vuelva a reaparecer el detente, o que en la epidemia de influenza haya un funcionario que diga: “No se preocupen, con jugo de limón se curan”, y que lo volvamos a escuchar lo mismo, pero ahora con unas pildoritas de limón. Es una ciudad donde todo es muy viejo, pero todo pasa como si fuera la primera vez, eso también la vuelve sorprendente.
Algo que me llama la atención es el apartado sobre cómo se han nombrado las calles y cómo ciertos gobiernos le dan un discurso político. Siempre ha estado la tentación de dar clases de historia o de civismo usando las calles. La ciudad tenía nombres hermosos, había una que se llamaba Calle de los Sepulcros de Santo Domingo, o Calle de la Quemada, cada nombre significaba algo que estaba pasando y había quedado guardado. Todo mantenía viva la memoria de la Ciudad, la metrópoli te iba diciendo su pasado, pero primero los liberales desterraron los nombres, luego Porfirio Díaz pensó que era moderno y que podríamos ser Nueva York; después cuando llega Obregón para reconocer a las Repúblicas que vinieron al centenario de la consumación de la Independencia decidió ponerle los nombres; todo tenía un fin político.
Ahora quisieron hacer lo mismo quitándole el nombre de Puente de Alvarado por razones chafas y equivocadas, porque la primera calle que se nombró, la primera que aparece en la nomenclatura fue Puente de Alvarado. Pisoteando la memoria de la ciudad deciden cambiarlo por una razón política, por quedar bien, porque piensan que es un homenaje a Pedro de Alvarado y es equivocado, ése es un tributo al único triunfo mexica, porque hicieron huir a los españoles, porque Alvarado iba huyendo, pasó corriendo para salvar la vida.
Es una muestra de cómo hemos atentado contra la memoria, porque esta ciudad tiene una pésima relación con su pasado, lo odia, lo trata de borrar, suprimir, así como borraron el Porfiriato los revolucionarios, cada sexenio quiere echar por tierra el anterior, el costo de esto ha sido la arquitectura, el patrimonio, de las iglesias y conventos que alguna vez existieron queda la mitad, el resto lo arrasaron.
Esta ciudad tiene una pésima relación con su pasado, lo odia, lo trata de borrar, suprimir, así como borraron el Porfiriato los revolucionarios, cada sexenio quiere echar por tierra el anterior, el costo ha sido la arquitectura, el patrimonio, de las iglesias y conventos que alguna vez existieron queda la mitad
En esta pésima relación con el pasado, un ejemplo es la estatua de Colón, tema que también aborda, ¿qué le parece esta tendencia, no solamente en la ciudad, sino en otras partes del mundo, de parecer borrar el pasado? Creo que es un error, borrar el pasado nunca ha sido la salida de nada, el pasado se vuelve a meter por la ventana y es peor, porque lo olvidas y lo ignoras. Creo que los lugares deben ser resignificados, no darle el sentido que tuvo ese monumento cuando se hizo, porque ese lugar ya es de la memoria, la glorieta de Colón se volvió un referente urbano durante más de 150 años, lo que haces es quitarlo pensando que con eso transformas el pasado o le haces justicia al presente, creo que es un error tremendo.
En otros lugares lo que han hecho es cambiar el significado, decir, esto fue un monumento al colonialismo. Los gobernantes siempre se han sentido propietarios de la ciudad, han hecho muchas cosas, luego se van, muchos quedan en el olvido, pero el patrimonio ha atravesado siglos, son piedras que han cruzado el tiempo y son responsabilidad de nosotros. En la medida en que uno tiene conciencia de las cosas que están poblando la ciudad es más difícil que las puedan borrar o destruir por la ignorancia, por motivos políticos o ideológicos.
“La pestilencia universal” (1576)
Este año, poblaciones enteras quedaron totalmente desiertas. En muchos sitios sólo se descubría que los habitantes de alguna casa habían perecido cuando el hedor golpeaba la puerta de los vecinos. Según la Crónica de la Compañía de Jesús se llegaron a encontrar en algunas casas niños que mamaban del pecho de sus madres muertas.
La mortandad era horrenda. En la Nueva España ninguna epidemia había sido tan cruel. Ni en los atrios ni en las iglesias quedaba sitio para sepultar a los muertos: «En un hoyo grande los echaban, entreverados chicos con grandes».
Los indígenas llamaron a esta peste Hueycocoliztli: La Gran Enfermedad. El padre Andrés Cavo cuenta que la epidemia inició en la primavera de 1576, cuando «comenzaron los mexicanos a sentir fuertes dolores de cabeza». Muy pronto sobrevenían calenturas que «causaban tal ardor interior que con las cubiertas más ligeras” la gente no podía cobijarse. A esto se sumaba “una perpetua inquietud». El sangrado solía ser el anuncio de la muerte. Los enfermos fallecían en menos de nueve días. Según Cavo ,«las plegarias que se hicieron dentro y fuera de las ciudades no impidieron el curso de tal veneno».
En dos años, 1576-1577, Nueva España entera quedó infectada, «desde Yucatán hasta las chichimecas».
El doctor Francisco Hernández, protomédico de Todas las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, describió así los síntomas de aquella calamitosa enfermedad: lengua seca y negra, sed intensa, orina de color verde marino o de color negro, ojos y cuerpo amarillos, delirio, convulsión, temblor, angustia y disentería.
«La sangre que salía al cortar una vena», escribió, «era de color verde o muy pálida».
El flagelo masacró sobre todo a la población indígena. La gente menos afectada fue «la rica, vestida, abrigada y arreglada». Los pobres, en cambio, morían por miles. La peste saltaba de una casa a otra. Enfermos que no tenían familiares que les acercaran al menos un jarro de atole, morían de hambre. De acuerdo con el padre Cavo, los indios creían que su raza finalmente iba a extinguirse, y «caían en una melancolía que les era fatal».
Como en la epidemia de Covid-19 de 2020-2022, hubo también otro tipo de contagio: el miedo.
El virrey Enríquez de Almanza mandó que frailes, médicos, eclesiásticos y aristócratas auxiliaran a los enfermos y los apoyaran con su caudal. El historiador Enrique Cárdenas de la Peña enumeró los tratamientos inútiles a que los pacientes eran sometidos: baños de pies, sangrías, ventosas, jarabes agrios, emplastos, pomadas, ungüentos e infusiones de las más variadas hierbas.
El cirujano del virrey fue enviado con un naguatato (un traductor) a visitar personas infectadas. Hallaron más de 100 enfermos en un día en Santa María Cuepopan (la actual Santa María la Redonda). Otros médicos conocían «las horruras de los enfermos» y reportaban que la suciedad y la incuria en la que vivía sumergida la población podían ser el origen del mal. México era, en general, un conjunto de habitaciones hacinadas y carentes de ventilación, atravesada por caños en que se estacionaban aguas negras (...)
FRAGMENTO DE LA CIUDAD OCULTA
La ciudad oculta. 500 años de historias (3 y 4)
- Autor: Héctor de Mauleón
- Editorial: Planeta
- Año: 2022