Para el alma libre de Alfredo. Espero leas esto desde un lugar mejor.
Marzo 2020. Un mundo en pausa, indefenso por la confusión y descontrolado por la imposibilidad de seguir controlándolo todo. Así nos llegó la pandemia: poderosa para generar angustia y eficiente para diezmar o, acabar de manera definitiva con la salud.
Jamás imaginamos que llegaríamos a tanto. De las centenas de casos activos en los inicios, a los más de 90,000 muertos que lloramos en este momento, resurgimos como una sociedad resiliente, propositiva y esperanzada. Hoy, pertenecemos, —por el solo hecho de estar vivos—, al selecto grupo de seres que optan por subsistir con lo básico, los mismos que, en su momento, tuvieron que “quedarse en casa”, perder el trabajo o ejecutar un doloroso recorte de personal. Formamos parte de los que trabajaron y aún trabajan desde casa, o de los que ya no lo hacen porque tuvieron que cerrar las puertas de su negocio.
Hoy somos, —sin saber hasta cuándo—, sobrevivientes de un naufragio universal, pero también aprendices de una existencia renovada que implica tremendas renuncias además de muchas y dramáticas despedidas.
La despedida en tiempos de COVID-19 nos ha colocado muy cerca de una muerte, que subraya cruelmente nuestra vulnerabilidad, algo que, en realidad, no tiene nada de nuevo. Basta mirar a la emblemática Catrina del “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”, para comprender nuestra eterna danza entre la vida y la muerte.
Realizada en 1947 a petición del arquitecto Carlos Obregón Santacilia, la ambigua experiencia onírica de Diego Rivera lo llevó a autorrepresentarse como un ser en plena infancia. Rivera es el confiado niño que aparece de la mano de una Catrina que, además de llevar encima a la mismísima serpiente emplumada, ha reunido a más de un centenar de fallecidos, idolatrados y también aborrecidos forjadores del México de los tiempos del pintor.
La entrañable relación de los difuntos —entre los que se encuentran Benito Juárez y Maximiliano de Habsburgo, Porfirio Díaz, Francisco I. Madero y el grabador (tan venerado por Rivera) José Guadalupe Posada–, y los vivientes —representados, entre otros, por una Frida, presente y maternal, y el Rivera niño—, nos lleva a reflexionar en las edades del hombre, empezando por lo fugaz de la niñez, una clara muestra de lo efímero de la existencia, que, sin escapatoria, caducará con la muerte. En resumidas cuentas: la parca anda ahí, siempre próxima, tomándonos de la mano.
Dejémos ya de negarlo: la pandemia nos trajo este mismo mensaje, pero lo hizo de golpe, y de manera masiva. Tanto fue así, que nos ha puesto a llorar por los queridos igual que por los conocidos. Nos ha llevado al límite, a la negación de una santa sepultura y, aunque el deceso por el que penamos no haya sido generado por el virus, la trágica presencia de éste nos ha desprovisto del consuelo de un funeral suavizado por el amor de familiares y amigos, el calor del café y la sublime reparación que brindan los abrazos y los besos.
Día de Muertos 2020: La mayor parte de los cementerios están cerrados. Una negación de nuestro ancestral derecho de la despedida, otro encuentro en la distancia, un resquebrajamiento más a nuestras costumbres y tradiciones. Es por eso que, desde un dolor justamente compartido, vale la pena dedicar todas nuestras ofrendas a nuestros difuntos, y también a todos los fallecidos en tiempos de COVID-19. Quizá esto nos ayude a conllevar las despedidas frustradas, las palabras no dichas, los abrazos no intercambiados y los besos al aire.
Despidámonos en conciencia, aprovechando el espacio de reencuentro que nos brinda este día. Eso no nos lo puede quitar nada, ni nadie.
Eso sí: es factible que hacerlo desde la sana distancia nos permita repetirlo, muy cerca de la lápida de nuestros queridos, en años por venir.