“El cronista periodístico, una suerte de cronista”: Álvaro Matute

5ed0b964b9020.jpeg
Foto: larazondemexico

Para Evelia Trejo cómplice de Álvaro por siempre

El trabajo histórico de Álvaro Matute ( Ciudad de México, 1943- 2017) nos remite a una obra fundamental de la historiografía mexicana contemporánea y, si alguna duda cabe, su producción como investigador lo prueba: Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico; Las dificultades del nuevo Estado, 1917-1920; Estudios historiográficos y pensamiento historiográfico mexicana del Siglo XX; Estado, iglesia y sociedad en México. Siglo XIX – en coordinación con Evelia Trejo-; La revolución mexicana: actores, escenarios y acciones, entre muchos otros. Ha recibido importantes premios y reconocimientos. En 2008 le fue otorgado el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía; en 2007 la Medalla “Capitán Alonso de León” al Mérito Histórico de la Sociedad Nuevoleonesa de Historia y, en 1997, el Premio Universidad Nacional en Investigación en Humanidades de la UNAM. Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia

Sus temas de investigación son la historia política de los siglos XIX y XX y la historia de la cultura y las ideas. La historiografía ha sido su eje de trabajo fundamental a partir del cual ha desarrollado importantes aportaciones con respecto a la teoría y la filosofía de la historia. Sus más recientes proyectos de investigación son el, dentro del proyecto colectivo “Historiografía mexicana del siglo XX”, dentro del proyecto colectivo “Historia intelectual en México e Hispanoamérica”.

En el libro La revolución mexicana: actores, escenarios y acciones, Matute regresa al tema que más le apasiona: en el volumen documenta el desarrollo del movimiento armado con un enfoque que toma en cuenta todos los elementos y factores que configuran el fenómeno histórico: obras, nombres, fechas y lugares. El comentario cede el lugar al dato y éste abre la posibilidad de la interpretación comprensiva. “He dedicado una buena parte de mi vida profesional – dice Matute- a la historia de la Revolución Mexicana y su pasado inmediato. Lo he hecho tanto en la docencia como en la investigación y la divulgación. Aunque miss preferencias han gravitado más en torno a la historiografía y a las ideas que sobre la historia fáctica, dentro de ésta la política ha sido objeto de mis inquietudes”.

¿Cuál es el proceso o estructura que desarrolló para escribir este libro?

-Más que un libro reciente es una reedición. La primera se hizo 1993 para celebrar el 40 aniversario del INEHRM de la Secretaria de Gobernación. La estructura es la misma, salvo en algunas correcciones y contradicciones más que quise aclarar. El libro reúne 19 estudios escritos entre 1976 y 1991, que representan tres lustros de trabajo dedicado a diversos temas, cuyo principal interés es México en las postrimerías porfirianas y la Revolución. Siempre he tenido la convicción de que la historia la hacen y la ejecutan los hombres, independientemente del lugar que ocupen en una cierta escala social, cultural o política. La historia que se escriba es una representación, una puesta en escena.

Las ideas cambian, aunque los hechos históricos no siempre se transforman, ¿considera en su casa que ha variado su visión interpretativa de la revolución?

-Mi visión sobre la revolución no ha cambiado mucho. Sin embargo, hay variantes de lo que he pensado de este proceso histórico con respecto a lo que se dice en algunos materiales que integran el libro; es decir, ha variado porque hay ensayos que escribí en 1976, y ya no tengo las mismas ideas; pero también hay otras con las que sigo estando totalmente de acuerdo.

¿Qué otro motivo lo impulso para reeditar este libro?

-Bueno, un motivo importante era hacer una edición mayor, pues la anterior fue limitada. Aunque la principal fue la resistencia a que los textos permanecieran, indefinidamente, dispersos en memorias de congresos, revistas y libros colectivos. Creo que, a pesar del tiempo entre la publicación original de cada uno de los textos y el presente, hay interés en ellos. Tal vez ya no suscriba con la misma vehemencia algunas ideas, pero, como te decía antes, sigo fiel a ellas. Y por ello las he dejado tal como las expresé originalmente.

¿Cree que el tema o tratamiento histórico de la revolución ya se encuentra agotado en sí mismo?

-Creo que no hay tema histórico que se agote, lo que se puede agotar son las interpretaciones o reiterar preguntas que ya se han hecho sobre un mismo tema. La revolución como cualquier otro tema debe generar nuevas preguntas y poner acento en múltiples factores que sirvan para entender mejor dichos temas. La historia es abierta, y la labor de un buen investigador es darle sentido, abrir horizontes que nunca antes se habían abierto.

En su libro se privilegia precisamente descubrir al lector nuevos actores, escenarios y acciones de la revolución, ¿cuáles son los que más le han interesado interpretar?

-En algunos de los ensayos se destaca el trabajo de actores importantes o se les describe en el escenario en que se desarrollaron; en otros, la acción ocupa un lugar predominante. En el repertorio hay actores de distinto tipo: ideólogos, militares, intelectuales y caudillos. Algunas de éstas recaen en el campo de la historia política; otras, dentro del de la institucionalidad; y unas más en el área de la historia de la cultura, e incluso algunas en el de las relaciones internacionales. De hecho son los intereses que he tenido en la historia de la Revolución Mexicana a lo largo de mis años como investigador. Desde luego, faltan actores y acciones. Este libro no pretende abarcar todo. Es una recopilación de materiales, estructurados en forma cronológica para que el lector los lea como si fuera una crónica, un relato histórico.

¿Hay alguna relación estrecha entre historia y crónica periodística? Se lo pregunto, ya que muchos escritores fueron los historiadores de la revolución.

-Sí, entendiendo que un cronista periodístico es aquel que deja en sus páginas un relato fiel de lo que mira, de lo que sucede a su alrededor, de lo que es testigo. El cronista es aquel que quiere evitar que las cosas de su tiempo caigan en el olvido. En ese sentido es una suerte de micro historiador, cuya labor consiste en convertir en positivo todo aquello a lo que Benedetto Croce da un valor peyorativo.

¿Qué relación real existe entre crónica e historia en un sentido estricto dentro de la historiografía mexicana?

-No sé cuándo se transformó la crónica historiográfica en crónica periodística, cuyo alcance no es ni puede ser histórico pero sí literario. Una larga serie de cronistas mexicanos avalarían esta afirmación: Guillermo Prieto, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Novo, por sólo mencionar a algunos muy destacados.

Usted menciona que la crónica podría tener algún sentido para la historia; pero, ¿cuál es su sentido histórico?

-Una crónica, strictu sensu, simplemente dejó de ser una tarea que pudiera satisfacer las necesidades memorísticas de una comunidad o, peor aún, de una sociedad. El cronista se trasladó al periódico y en él fueron quedando registradas las acciones que podían trascender en la memoria colectiva. Pero estos registros, estos aconteceres, no se rigen por los cánones historiográficos, sino que se producen en la libertad del cronista, gracias a su percepción, a su agudeza. A su poder evocativo, a su incisión crítica.

¿Cree qué discutir sobre la Revolución Mexicana se convirtió en asunto de historiadores o todo lo contrario?

-Resulta reiterativo que entre los sepultureros más connotados de la Revolución se encuentran, además de don Luis Cabrer, don Jesús Silva Herzog y don Daniel Cosío Villegas. También puede ser una reiteración señalar que la crítica al abandono revolucionario trajo consigo numerosas y airadas respuestas. Me interesa destacar, entre todas, la de Alberto Morales Jiménez, quien utilizando como título de su artículo el libro de Trotsky, La revolución permanente, trató de defender el derecho del Estado de llevar la Revolución a donde se lo dictara su omnisciencia. Los críticos fueron criticados. Ellos congelaban la Revolución al insistir en su ortodoxia. La Revolución no era lo que pasó entre 1910 y 1920, sino todo un gran proceso abierto, prácticamente sin fin.

¿Cómo interpretaría usted la elación de la historia con otras ciencias?

-Hablar genéricamente de la historia, esto es, del acontecer secular, humano, es materia de la filosofía de la historia, en su sentido tradicional. Objeto de grandes especulaciones fue el tratar de aprehender la pluralidad dentro de unidades significativas. Vico, Herder, Hegel y otros pensadores establecieron grandes sistemas según los cuales marchaba el curso de la historia. En el siglo XIX, la filosofía de la historia se convirtió en sociología, lo cual apuntaba ya con Condorcet, y en las teorías de Augusto Comte. Después se ha seguido una reflexión sobre la historia que sustituye el establecimiento de sistemas por fundamentaciones acerca de una teoría del conocimiento histórico. Cabe señalar que los grandes sistemas de los pensadores aludidos queda esa fundamentación epistemológica por encima de la organización sistemática que plantearon en la historia.

Usted menciona que el término historia contiene cierta ambigüedad, ¿podría decir, entonces, que también es ambigua su relación con la ciencia y la literatura?

-En rigor, se trata de un género ambiguo. No es plenamente ciencia ni es plenamente literatura. No es un conjunto de proposiciones lógicamente organizados, probadas y demostradas y universalmente válidas. Tampoco es una expresión de la subjetividad íntima del hombre. La historia de la historiografía nos ha dado amplias y muy satisfactorias muestras de esto último, pero la subjetividad del historiador, dada en su trabajo, se manifiesta circunscrita a un objeto. Obvio es decir que debido al objeto de estudio, la historia y la poesía, aunque géneros literarios, difieren totalmente entre sí. La historia es un género literario, es ensayo y de ahí su posibilidad o pretensión científica y de ahí también la necesidad de que sea tratada con el máximo rigor, un rigor científico, aunque en este caso la palara no sea sino objeto.

Dentro de ese rigor ¿cómo puede el lector dar una interpretación diversa al objeto de estudio de la historia?

-Si bien el objeto de la historia nos puede proporcionar la información necesaria para respondernos a cuantas preguntas se nos acerca de él, es el sujeto, el preguntón, quien le da sentido a ese pasado; quien hace significativo al objeto. Sin su participación no hay objeto porque él le concibe. El hombre, por ser humano, tiene conciencia histórica y el historiador es el que dentro del grupo humano se dedica a indagar, precisar y exponer esa conciencia histórica. Y ténganse muy en cuenta las siguientes palabras de Raymond Aron: “El hombre alimenta su humanidad tanto si renuncia a buscar como si imaginara haber dicho la última palabra”

¿Cuál sería la participación del historiador dentro de los diferentes cambios históricos y políticos de nuestro país?

-El conocimiento de la historia de la historiografía debe partir, siempre, del conocimiento de la historia. Debemos preguntarnos por la participación del historiador en los procesos políticos, aunque se trate de un investigador profesional, de gabinete. Las ideas que rigen su trabajo de ninguna manera están desligadas de la sociedad, de la polis, y por lo tanto son políticas. No hay que confiar en aquellos que enuncian la verdad absoluta en sus trabajos. Toda obra tiene una verdad, pero una verdad que pertenece al sujeto. Del objeto, se tienen certezas; del sujeto, una verdad que le es propia.

Con los propósitos de hacer historia en el siglo XIX que menciona podemos entender el significado de la historia oficial, pero, ¿quiénes y de qué forma la hicieron?

-La historia oficial tiene entre sus antecesores más destacados a Carlos María de Bustamante. En 1865, ya en el segundo imperio, Manuel Laráinzar señalaría la necesidad de escribir una historia general de México, que sirva, en última instancia, de punto de unión a los mexicanos. Sí, de acuerdo con Renan, una nación es un proyecto por realizar, es menester realizarlo a partir de algo. Así como se proyecta un deseo para el porvenir, se le da al pasado una unidad coherente para que, en la conciencia histórica, se atraigue la idea de unidad nacional. Laráinzar no realizó personalmente su empeño, pero dejó una base muy firme para que otros lo hicieran. En 1872 don José María Vigil hablará de la “necesidad y conveniencia de estudiar la historia patria”. Los fines que persigue son los que apuntamos antes. El propósito que lo arma es la necesidad de superar el “complejo de inferioridad” que los mexicanos tenían, a su entender, en ese momento. Finalmente, la gran historia oficial aparecerá con México a través de los siglos. Se trata de una obra que, dentro de plan de evolución de México hacia un presente benéfico, está escrita por el grupo liberal que gano en 1867, entre otras cosas, el derecho de escribir la historia mexicana.

Una historia inspirada por un Estado que fue creado por autores de esa historia. El punto final: aún en el siglo XIX, lo pone Justo Sierra con su participación en la dirección y redacción de una parte del libro México, su evolución social. Ahí aparece con claridad y distinción una historia de México basada en una filosofía de la historia que permite la comprensión de los fenómenos insertos en una marcha total y significativa.

En el contexto de esa historia oficial del siglo XIX y por supuesto de sus historiadores, ¿cómo partió usted para estudiar las relaciones iglesia-estado?

-De no ser por los trabajos precedentes, la Ignacia sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia y la sociedad sería lamentable. Ciertamente, las primeras aproximaciones nacieron al calor de los acontecimientos y estuvieron teñidas más del compromiso político-ideológico que del afán por esclarecer la verdad y establecer los hechos desde el ángulo académico. Podría sustentarse que toda la producción discursiva del siglo XIX en torno a la problemática en cuestión fue ofensivo- defensiva. Si acaso, hubo algunos intentos por alcanzar cierta “objetividad”, pero siempre muy pálidos frente a los argumentos de quienes acaban desde los extremos. Piénsese, por ejemplo, en los argumentos de los liberales “puros”, desde sus precursores, como Lorenzo de Zavala, o del doctor Mora, quien se convirtió en la autoridad aceptada por sus seguidores, o, más aún, piénsese, en los defensores católicos, como el obispo Munguía, quien puso todo su saber en defensa de la institución que consideraba ultra baja. En este contexto se expresaron voces y actitudes moderadas, como las de Mariano Otero y Manuel Payno, pero nunca la ponderación ha sido lo más convincente ante los oídos de quienes desean la destrucción del enemigo.

¿Considera necesario hacer una historiografía sobre el tema?

-Para entender mejor el origen y desarrollo de la relación entre el Estado- Iglesia es desde luego necesaria. Mi libro Estado, iglesia y sociedad en México. Siglo XIX – en coordinación con Evelia Trejo-, por su parte, pretende ofrecer un ingrediente más, aunque de ninguna manera reclame originalidad con respecto a ello. Se trata de la vinculación del problema Estado- Iglesia a partir de la sociedad. Es decir, se trata de ubicar en la sociedad un conflicto o una problemática que ha sido presentada, por quienes lo han hecho de manera superficial, como la colisión de dos cúpulas, sin tomar en cuenta el contexto que les da vida la sociedad. Un especialista de la talla de Enrique Dussel propone considerar a la iglesia como equivalente a la sociedad. Ciertamente, podría matizarse el hecho de que posiblemente existan elementos de la sociedad marginales a la Iglesia, pero lo importante es revalorar el concepto de Iglesia, no como jerarquía y el sacerdocio y las órdenes de frailes y monjas, sino como todo el conjunto, que incluye desde luego a los feligreses. Bajo esta óptica, Iglesia y sociedad pueden fundirse por lo menos en algunos momentos de la historia. De hecho, la sociedad equivaldría a la manzana de la discordia para las cúpulas del Estado y la Iglesia.

*Esta entrevista pertenece al libro Elogio de la memoria de próxima aparición y que publicará Editorial Praxis.

Temas: