Cuenta Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932), que encontró la riqueza de la vida cuando empezaba la adolescencia, en los enormes jardines familiares, en la pasión por la lectura. Dice el poeta: “me considero un hombre de pasión y de cultura mediterránea, y haber nacido en esa orilla lo reconozco como un don.” Así la lucidez precoz de su primer libro, Las brasas (1960, Premio Adonais), da paso a los poemas históricos y reflexivos que recoge en Palabras a la oscuridad (1966, Premio de la Crítica).
Aún no (1971) abre diversos caminos, como la sátira y un desgarrado existencialismo que preconiza la visión desengañada y a la vez metafísica de Insistencias en Luzbel (1977), donde alcanza una difícil desnudez y pureza expresiva, que lo convierte en una de las voces poéticas más fuertes de Hispanoamérica.
Francisco Brines pertenece a la segunda generación de la posguerra, y junto a Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, entre otros, conformó el «Grupo de los años 50». Fue lector de Literatura Española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de Oxford.
En 2001 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, para reemplazar la silla vacante tras el fallecimiento del dramaturgo Antonio Buero. En 2000 Tusquets publicó Poesía reunida 1960-1997, que le valió el Premio Nacional de Letras. Hace un par de meses recibió el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, El Premio Nacional de Letras Españolas y el Premio Reina Sofía de Poesía.
¿Cómo transcurrieron sus primeros años de aprendizaje, y después de la publicación de su primer libro, Las brasas, en 1960? Se sucedieron muchos de escribir y guardar lo escrito, con intervalos de silencio. Me influían, como es natural, las lecturas, sobre todo al principio, y un día amanecía surrealista y al otro puro. La poesía iba transformándose en una necesidad profunda, vital y a los veinte años tenía terminado un libro, Dios hecho viento, que reflejaba la profunda crisis religiosa que yo había vivido. La oración había enmudecido en mis labios y fue sustituida por las palabras de la poesía, que así me daba a conocer el momentáneo desvalimiento que aquella pérdida me ocasionaba.
Su Generación de poetas es la de 50, y quizá pasado los años, hoy por hoy, lo que está de moda o en un “segundo aire”, ¿Cree que es una revisión simplemente o una justicia literaria? Creo que es justo, aunque muchas veces estas “justicias” siempre existen, para bien y para mal. Como lector de mis compañeros, tengo grandes y continuadas satisfacciones, no menores que las que me procuran los grandes poetas de la centuria, y eso debe suceder también con una buena parte de los lectores de poesía. No me gusta tanto el uso de la palabra boom referida a este género, porque en poesía es inapropiado hablar de mercado.
Me gusta repetirlo: el lujo de la poesía es que no tiene público, sino lectores. Un libro de poesía no es tema de conversación, sino una ocasión privada y secreta de goce. Son lectores que además, mayoritariamente, juzgan desde un apreciable entendimiento
¿Cuáles cree que son los logros y aportaciones de su generación? ¿A qué colegas de promoción se siente más cercano? Creo que los logros y las aportaciones más válidas son siempre individuales, únicas y de nadie más. Hay que atender a las trayectorias personales, pues son muy diferenciadas. Ahora bien, cuando aparecen como grupo las cohesiona una búsqueda de un mayor rigor expresivo al servicio de una conciencia moral y estética al mismo tiempo. Es una generación que se equilibra entre la que le antecede y la posterior novísima. Esto no quiere decir que anteriormente se careciera de poetas que cabrían también dentro de estos parámetros, naturalmente.
Como es natural tengo más afinidades con unos que con otros, pero esta es una respuesta que deberían dar los lectores. En ciertos aspectos, que tienen que ver con la mirada que se dirige a la experiencia cotidiana, hay quizá más afinidad con Jaime Gil de Biedma, y en otros, que hacen referencia a un desvelamiento del mundo interior, con José Ángel Valente —por cierto, un gran amigo tuyo—. Es una manera de hablar, porque la pregunta tiene difícil y muy inexacta respuesta. También es posible que tenga afinidades mayores con algún poeta de otra generación.
Claudio Rodríguez, que es un poeta originalísimo, es el que tiene menos cercanía con los restantes. Son tres autores que no se parecen en nada. Tan sólo en el primer momento, el de formación, se puede hablar de cosas en común entre Valente y Gil de Biedma. Entonces lo fundamental fue un cambio de tono con respecto a la poesía social.
El poeta deja de dirigirse al proletariado, que no les leía (para llegar a él rebajaba el nivel de exigencia lingüística) para dirigirse a la burguesía, que es la clase a la que ellos mismos pertenecen, desde una perspectiva crítica. Se cambia la denuncia por la crítica, se aumenta el nivel de exigencia verbal y se introduce el uso de la ironía. Eso fue lo que cohesionó a los autores del 50, desde el punto de vista del lector, claro.
El tema religioso, o mejor dicho, el místico, ha surcado gran parte de su poesía, ¿cree que fue una revelación que se desvaneció y luego reapareció como suspiro inédito? En un principio todo un mundo había caído con estrépito, no sólo el religioso, y para sustituirlo sólo contaba con mi superviviente inocencia y el profundo instinto de la vida. Y un oficio, para mí sagrado, en el que todavía estaba iniciando el aprendizaje: la poesía. Por esa alta consideración que tenía de ella no necesitaba para escribir otros estímulos externos.
Pero quizá una de sus primeras influencias importantes en su vida y obra lo fue el poeta Vicente Aleixandre. Desde luego, Vicente Aleixandre, quien me ayudó en la ordenación de mi libro Las brasas, fue un compañero único. Siempre tuve en él, desde el primer día, dispuestos y generosos consejos. Algo más tarde, después de asistir a sus clases de la Facultad, inicié mi amistad con Carlos Bousoño, de quien tanto he aprendido humana y poéticamente. Pienso en estos dos poetas mayores, y siento que mi fortuna, al conocerlos, no sólo ha sido literaria sino también humana; en ello he aprendido no sólo a entender mejor la poesía, sino también la vida.
¿Hay rupturas en su poesía con respecto a los ejes temáticos que maneja en cada libro? En mi libro Palabras a la oscuridad hay una sección de poemas ingleses que marcan, de manera cierta, un cambio con respecto a mi libro anterior y a otros poemas del mismo libro escritos con anterioridad. Son poemas meditativos, de contextura conceptual, aunque siempre es perceptible en ellos un intenso tono lírico. Debo decir ahora que mucho antes yo había descubierto en una antología masiva, de más de setenta nombres, a un desconocido poeta por el que me sentí enteramente deslumbrado, y que en mi devoción (y formación) literaria debo colocar junto a Juan Ramón Jiménez. Uno de esos escritores que nos enseñan a revelar nuestro propio mundo: Luis Cernuda. Perseguí su presencia, siempre precaria, en antologías escasísimas.
¿Cómo se dio el primer encuentro con Cernuda? Fue bastante tarde. En uno de mis viajes de Salamanca a Valencia ocurrió el feliz encuentro. Fue en Madrid, en un secreto lugar, a ras de suelo de una pequeña e íntima librería: Abril. El libro: Como quien espera el alba. Aquellas librerías tenían la emoción que ahora guardan las buenas librerías de viejo. Mayor aún, porque una primera edición de Cernuda, con respecto a otra de Lope o Quevedo, conlleva el conocimiento virginal del libro. El libro pasó de mano en mano de mis mejores amigos y prendió en ellos la misma llama de entusiasmo. De esta semilla, mucho más tarde (en 1962) surgiría en Valencia el número homenaje de La Caña Gris que tanta satisfacción produjo al poeta y que resultó una de las escasas muestras de adhesión que en vida le llegaron.
Al momento de conocer la poesía de Cernuda su trabajo poético tuvo algunos cambios “formales”, es decir, su poesía se volvió más narrativa, ¿cómo fue esa transformación? No fue a partir de mi relación con Luis Cernuda, ni mucho menos con otros poetas. El trabajo poético es solitario, es ir encontrando la propia voz interior. Mi poesía narrativa tiene dos vertientes: la biográfica y la histórica. El poema que mejor resume la primera manera es “Relato superviviente”, en el que la narración se va haciendo sobre algunos hechos de mi vida, rastreando en la memoria. El poema, como ocurre con el recuerdo, se presenta con inconexión, pero el resultado querrá entregarnos el sentido o el conocimiento de esa vida. Paradójicamente, en la poesía escrita sobre oscuros sucesos históricos, la narración fluye con mayor lógica. Así sucede en los tres poemas de Materia narrativa inexacta. Estos poemas me han servido para proyectar, con objetividad y distanciamiento, obsesiones poéticas y personales.
Si la poesía determina la visión del poeta y quizá la vida misma también, ¿qué determina a Francisco Brines el poeta? Yo parto en mi poesía de la persona que soy y de lo que me rodea, y trato de conocer por medio de la escritura una realidad que existe y que aún no sé. Unas veces, para escribir el poema, hago pie en una experiencia determinada, cuyo último sentido se me revelará en la escritura, por el que me llegará un conocimiento, una profundización de lo incógnito.
Cuáles son sus lugares Francisco? ¿Cuál su libro, qué ciudad, cuál su libro inmortal, que siempre recuerda? El libro lo tengo claro: la Segunda antología de Juan Ramón, que fue para mí una especie de Biblia en su momento, y lo he dicho, lo sigue siendo…También Como quien espera el alba, de Cernuda, que fue el primer libro suyo que tuve. Una ciudad... He conocido muchas, pero sólo he vivido en Madrid y Valencia. Me quedaría con el Madrid de los 50 y 60, el de mi juventud. No el de ahora, tan hostil, tan duro. No hay tiempo, sólo espacio.
AG