El narrador peruano Gustavo Rodríguez (Lima, 1968), hizo escala en México la semana pasada, dentro de la gira por Hispanoamérica para presentar Cien cuyes (Editorial Alfaguara, 2023): Premio Alfaguara de Novela 2023. Fábula imbuida en los aparejos de la vida y la muerte más allá de los patrones morales. La vejez, el menoscabo del cuerpo y la hora final en los espacios de una sociedad extremadamente clasista. Gestos de Eufrasia Vela, quien cuida a ancianos al borde de la muerte y establece con ellos una íntima relación que la conmina a ser testigo de las vicisitudes de la ancianidad.
Desfile de personajes entrañables: doña Carmen, el doctor Harrison y la pandilla de Los Siete Magníficos, quienes se arropan en el cariño de Eufrasia que despliega actos compasivos en las coordenadas de un rol de madre y hermana ante la controversia del sentido de la vida cuando la muerte hace presencia en su ronda inexorable. Trama que se ubica en la corriente del “realismo urbano” desde los índices de la ciudad de Lima contemporánea habitada por una sociedad discordante hacia los adultos mayores.
“Admiro a la mujer latinoamericana, como Eufrasia, que se enfrenta a la realidad para alcanzar la integridad y la realización personal. Esta novela se sustenta en la memoria, recurso presente en la conformación de mis espacios narrativos: evocaciones legítimas, las cuales utilizo no con el propósito de demostrar alguna teoría, sino con el compromiso y la imperiosa necesidad de cuestionar a la sociedad actual. Nos acecha el conservadurismo y el clasismo, los personajes de esta novela se enfrentan a esas actitudes y defienden con decoro su derecho a la vida hasta sus últimos capítulos”, expresó en entrevista con La Razón, Gustavo Rodríguez.
No es precisamente una novela sobre la eutanasia. Por supuesto, abre la discusión frente a la muerte después de un proceso angustioso o a la del apoyo para que otros mueranGustavo Rodríguez, Narrador
El título ha causado curiosidad. ¿Qué son los cuyes? Roedores originarios de los Andes, que son mascotas, fuente de alimento, de uso en la curandería popular, forman parte de los ritos religiosos andinos. El título alude a una realidad soslayada por ciertas fracciones de la sociedad. La protagonista intenta adquirirlos para dar un vuelco a su entorno económico.
Eufrasia, ¿alegoría del mito de Caronte? El mítico barquero griego guiaba a los espíritus por el riachuelo del desamparo hasta el aposento de los difuntos. Eufrasia así lo hace, ella quizás está inserta en la gran tradición del buen morir un poco olvidada en nuestros días.
¿Ancianos que recuerdan y revitalizan sus obsesiones desde la postración en una cama? Los ancianos enfermos postrados en una cama, tienden a pasar mucho tiempo boca arriba. Doña Carmen, por ejemplo, le dice a Eufrasia que el techo es su pantalla de cine, sus recuerdos se presentan en esa techumbre que tiene que mirar durante horas. Todo mi cosmos narrativo nace de la observación, me puse mentalmente en ese espacio y exploré las posibilidades que pueden derivarse de estar exhausto en una cama mirando hacia arriba durante horas.
¿Recurre usted al humor para narrar episodios trágicos y dolorosos de la vejez? Sí, apelo al humor y a la ternura para narrar los azarosos avatares de la vejez, exploro sobre la etapa final de la vida sin perder el humor. Esos personajes necesitaban un derrame de ternura. Me interesaba estructurar un tono de tragicomedia.
¿Reflexión sobre la muerte asistida? No es precisamente una novela sobre la eutanasia. Por supuesto, abre la discusión frente a la muerte después de un proceso angustioso o a la del apoyo para que otros mueran. Nos han dicho que existe un aliento superior que creó las cosas y es el único acreditado para quitarnos la vida. Es un asunto muy polémico. ¿El sufrimiento ante la muerte o la zozobra del que va a morir? Eufrasia sortea ese dilema con clemencia.
Algunos críticos han dicho que su mirada a la vejez es demasiado dulzona y complaciente. ¿Qué piensa de esos comentarios? Yo no escribo para complacer a los críticos. Mi propósito no es escribir el libro que la crítica espera de acuerdo a sus concepciones.
Cien cuyes
Cuando por fin se inauguró el metro elevado, luego de veinticinco años de construcción, los aplausos ocultaron las críticas de que su larguísima verruga marcaría para siempre a la ciudad. Es lo que ocurre ante la desesperación: poco interesa en una sala de emergencia cómo quedará la cicatriz tras una cirugía.
Sin embargo, aquel ciempiés de concreto, que los visitantes de metrópolis más amables observaban incrédulos por encima de sus cabezas, tenía en Eufrasia Vela a una pasajera agradecida ante la sucesión de fotogramas vivos que le enriquecían el trayecto. Hacía un rato, por ejemplo, había pescado en una azotea a una mujer de su edad, rechoncha como ella, dando vueltas sobre su eje mientras hacía girar un sostén rojo; y ahora, en plena curva antes del óvalo Los Cabitos, había descubierto en un muro el grafiti de una pichula azul y relumbrante como un neón: sabía que la acababan de pintar, esa misma noche quizá, y la asociación entre el vandalismo y el tren la hizo retroceder a una viejísima película ambientada en Nueva York. Un policial con ese actor, Al Pacino..., ¿cómo se llamaba?
Nunca tuvo buena cabeza para los títulos y, últimamente, tampoco la tenía para los encargos. Por fortuna, aquella pintura en spray se hizo témpera en su cabeza y el rostro de su hijo se volvió una urgencia.
Mientras el tren desaceleraba, buscó su teléfono en el pantalón.
Marcó las teclas y se levantó del asiento.
Extrañamente, para ser un lunes, la gente no era mucha y avanzó con pocos roces: cuando sus zapatillas empezaban a bajar las escaleras de la estación, la voz de su hermana ya estaba en su oreja.
—¿Qué te has olvidado ahora?
—Por qué dices eso...
—Ay, Frasia...
A Eufrasia Vela se le formaron ese par de hoyitos en las mejillas, como cada vez que era sorprendida en una travesura. Ante su mirada se extendió el gran óvalo que la conectaría con la avenida Benavides.
—Bueno, sí... —sonrió—, es que me olvidé de comprarle una cartulina a Nico.
—Ajá.
—¿Tú podrás?
—Sí...
Fue una afirmación irónica, un si sabes para qué preguntas.
—Mañana es su clase de arte —trató de justificarse—, van a dibujar no sé qué cosa.
—Sí, me contó el viernes cuando lo recogí.
Eufrasia asintió. En el tono de su hermana no halló otro mensaje escondido, sólo la satisfacción de ser una buena tía y alguien que sabía echarle una mano. Sentirlo y creerlo la puso de mejor humor y, como sabía que el turno de Merta empezaba más tarde, siguió conversando.
—Se levantó de buen ánimo hoy... —le informó—. Lo dejé en el colegio con un pan con huevo y te dejé uno a ti.
—Ahorita le doy curso.
Una combi se detuvo entre bocinazos junto a Eufrasia y al subirse notó que quedaban dos asientos libres. El ancho día fluía sin muchas piedras en el cauce. Una vez que se sentó, relajó la mano con que sujetaba el celular. Era poco probable que allí se lo arrancharan.
Por Gustavo Rodríguez
Cien cuyes
Autor: Gustavo Rodríguez
Género: Novela
Editorial: Alfaguara, 2023
Premio Alfaguara de Novela 2023