Desde Grecia, los caminos del filósofo son oscuros, luminosos, terribles y claros, según los pensadores medievales. La historia nos dice que Pitágoras se designó a sí mismo como «amante de la sabiduría». Podemos afirmar que un filósofo es aquel que da una explicación racional de todas las cosas y de las cuales busca la verdad. Por algunos de estos «extraños caminos», Luis Villoro (Barcelona, 1922-México, DF, 2014) llegó a la libertad del pensamiento y de manera particular a la filosofía. A mediados de los sesenta se generó una corriente de pensamiento que buscaba explicar la identidad del mexicano y dar a conocer una «filosofía de lo mexicano». Los ensayos de Samuel Ramos , Ricardo Guerra, Emilio Uranga, Leopoldo Zea y Octavio Paz intentaron en esa época reflexionar sobre un tema que «hoy vuelve a aparecer frente a la transculturación que padecemos hoy», según Gabriel Vargas Lozano.
En los sesenta, un grupo de jóvenes pensadores formaron el grupo Hiperión; entre ellos estaba Luis Villoro, quien trató de analizar temas relacionados con la historia de México y con el pensamiento mexicano: «El grupo tuvo un proyecto válido y también una equivocación lamentable. Por un lado, se quería terminar con la filosofía concebida como retórica fácil o de las doctrinas serviles, imitadoras e importadas, es decir, se pretendía hacer una reflexión propia, que correspondiera a nuestros problemas. Por otra parte, algunos del grupo interpretaron ese intento como una investigación sobre lo diverso de una cultura y el modelo del ser mexicano. Eso fue desde mi punto de vista un error, esto es, la filosofía original o auténtica no es hacer un proyecto de «filosofía de lo mexicano», sino reflexionar, desde nosotros mismos, los problemas que se comparten con los pueblos».
Las preocupaciones de Villoro fueron múltiples, como lo demuestran sus libros Los grandes momentos del indigenismo en México (1950), El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), Páginas filosóficas (1962), La idea y el ente en la filosofía de Descartes (1965), Signos políticos (1974), Estudios sobre Husserl (1975), Creer, saber, conocer (1982), El concepto de ideología y otros ensayos (1985), El pensamiento moderno, filosofía del renacimiento (1992), En México, entre libros, pensadores del siglo XX (1995), El poder y el valor, fundamentos de una ética política (1997), Estado plural, pluralidad de culturas (1998), De la libertad a la comunidad (2001), Los retos de la sociedad por venir (2007), donde explica las formas de dominación y su relación con el pensamiento: muestra cómo el conocimiento humano rebasa los límites del conocimiento científico y nos pone en comunicación constante con la fenomenología y el marxismo.
En su libro En México, entre libros, pensadores del siglo XX el autor hace un acercamiento y un análisis de los autores que han arcado una línea de influencia en el pensamiento de nuestro país: José Gaos, Justino Fernández, Leopoldo Zea, Adolfo Sánchez Vázquez, Manuel Gamio, Alejandro Rossi, entre otros. Cada texto se conforma como un proceso de entendimiento de los creadores que trata: «Recojo en este volumen algunos escritos publicados en distintas épocas, de 1955 a 1993. Son de diversa índole: ensayos, introducciones o comentarios a libros, notas breves que se ocupan de algún tema en la obra de distintos pensadores pertenecientes a la cultura mexicana de este siglo. No encontrará el lector exposiciones generales de su pensamiento sino intercambios de ideas —a menudo críticos— sobre temas específicos». Villoro fue delegado permanente de México ante la UNESCO en París (1983-87); secretario de la Rectoría de la UNAM (1961-62); director de la Revista Universidad de México; fundador y coeditor de Crítica, Revista Hispanoamericana de Filosofía. En l986, obtuvo el Premio Nacional de Ciencias Sociales, Historia y Filosofía. En 1989 le fue otorgado el Premio Universidad Nacional en Investigación en Humanidades. En 1989 fue designado Investigador Emérito del Instituto de Investigaciones Filosóficas y miembro de El Colegio Nacional. Asimismo, fue presidente de la Asociación Filosófica de México (1980-1981) y miembro del Consejo Académico de la Universidad de la Ciudad de México, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y del Consejo Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.
¿Cómo entender a la distancia las incursiones de Antonio Caso respecto de los problemas de la fenomenología?
La fenomenología le señalaba el campo de las esencias universales y de los valores; en él creyó reconocer Caso el mundo platónico de las ideas. Este descubrimiento lo obligó a examinar de nuevo sus anteriores convicciones para intentar conciliarlas con la nueva creencia. El resultado final del proceso fue una edición nueva, en 1943, de La existencia como economía, como desinterés y como caridad, que recogía ideas de la fenomenología engastándolas en el cuerpo de su anterior doctrina. En el lapso de diez años —entre la lectura de Husserl y la última edición de La existencia…— muchas de las páginas que escribió aludían a la fenomenología: unas, para exponerla y comentarla, otras, para utilizar sus ideas contra doctrinas ajenas. Pero tanto en la exposición como en la polémica, la fenomenología presentaba una traza que concordaba con las personales inclinaciones de su intérprete y reforzaba sus propias tendencias.
Justino Fernández fue uno de los brillantes maestros de historia del arte en nuestro país; sus libros Arte moderno y contemporáneo de México y Coatlicue son un ejemplo de sus preocupaciones sobre las artes plásticas, ¿cuáles eran las ideas estéticas de Justino Fernández?
—Con su libro Coatlicue (que fue su tesis de doctorado) inicia lo que él consideraba la culminación de sus estudios sobre la estética del arte mexicano. Se trata del primer volumen de una trilogía: arte indígena antiguo, arte colonial, arte moderno. Al leerlo no estamos frente a una mera historia del arte mexicano, sino frente al intento de levantar una estética propia de cada uno de esos momentos históricos. Y digo «propio de cada momento», porque, desde el principio, Justino Fernández rechaza la posibilidad de una teoría estética de validez universal y absoluta y reduce su inquisición a los límites que señala cada circunstancia histórica. Este libro se halla dividido en tres partes claramente distintas. En la primera expone el autor —a modo de notas— los principios teóricos en que se basará su estudio. De ellos concluirá que la única estética posible es, en realidad, la historia de las manifestaciones artísticas o de las ideas estéticas. De ahí que la segunda parte se dedique a una revisión crítica de los juicios formulados en México y en el extranjero acerca del arte indígena. En la tercera parte —que da nombre al libro— Justino aporta su personal interpretación del arte precolombino de México tomando un ejemplar destacado: la estatua de la diosa Coatlicue.
En su ensayo sobre Fernández, usted dice que la mejor parte de la trilogía es la dedicada a Coatlicue. Si tomamos en cuenta que la belleza, como dice la filosofía, no es un valor autónomo, ¿cómo interpretar la belleza de la diosa mexicana?
Desbrozado el camino por la previa crítica de las estéticas que le proceden, Justino Fernández trazó su propia interpretación. Para ello toma un ejemplar en el que se cifran todas las características del arte azteca: la monumental estatua de Coatlicue. El estudio que realiza Fernández es único en nuestra crítica de arte. Estamos frente al primer logro de lo que una crítica artística metódica y rigurosa puede alcanzar con nuestro pasado precolombino si se decide a abandonar los juicios precipitados y las intuiciones fáciles. El análisis nos va revelando poco a poco, a través de la estatua, todo un mundo pletórico de significaciones. La piedra, que antes sólo llamaba vagamente a nuestra sensibilidad provocando nuestra muda admiración y terror, se convierte en la personificación de un cosmos en tensión dinámica.
Fernando Salmerón, Leopoldo Zea y usted se formaron junto al que dio los primeros pasos para lograr un «tratamiento profesional de la filosofía en México», ¿cómo fue su relación con Gaos?
Para muchos discípulos y amigos el nombre de José Gaos evoca, antes que una obra, un ejemplo de vida: ejemplo de entrega plena, sin compromiso ni resguardo, a una vocación intelectual. Gaos quiso consagrar su vida a la inteligencia, pero eligió la única forma en que su cultivo logra rebasar la soledad: el magisterio. Su vida fue resultado de una elección cotidiana, reiterada hasta la obsesión, de esa tarea. Aun sus escritos fueron pensados primero para la cátedra y quisieron guardar la forma de la lección oral. Gaos inicia su labor en un momento en que la enseñanza de la filosofía en México se entiende como retórica más o menos literaria en unos, como defensa apasionada de una doctrina y polémica incesante en otros, como despliegue de una ausencia de rigor y de información en casi todos. Quienes fuimos alumnos de Gaos podemos atestiguar cómo en nuestra Facultad de Filosofía su figura destacaba en un mar de mediocridad, cuando no de charlatanismo. Con Gaos la enseñanza de la filosofía pasa por primera vez de nivel aficionado brillante al del profesional. Gaos da comienzo entre nosotros a la explicación de la filosofía basada en el análisis minucioso y directo de los grandes textos y en su interpretación histórica cuidadosa.
No sólo se trataba de la exigencia de información, de claridad, de rigor. Mientras la mayoría cubría su ignorancia con la máscara de la retórica, el dogmatismo o la petulancia, Gaos era el único en reconocer los límites de su saber, el único deseoso de rectificar errores y de confesar su ignorancia. Por ello supimos desde el principio que era el único que no engañaba. Sólo de él, y de ningún otro, pudimos aprender sin palabras lo que era la actitud filosófica, la decisión de buscar con seriedad una verdad. Quien vio, como yo y algunos otros, al Gaos anciano poner una y otra vez en cuestión sus ideas más firmes, para empezar a aprender, con avidez, junto a sus antiguos discípulos, una nueva doctrina o un nuevo método filosófico, supo lo que era la voluntad auténtica de veracidad.
¿De dónde nace la propuesta filosófica de Gaos?
Su obra puede situarse en un lugar especial en la historia de la filosofía en lengua española: lleva a su fin un modo de comprender la filosofía y, al mismo tiempo, vislumbra un estilo nuevo de filosofar. Discípulo de Ortega y Gasset, formado en el historicismo y en la fenomenología, Gaos partía de la conciencia del condicionamiento histórico y de la relatividad de toda filosofía. Si la obra de Gaos representa el momento terminal de una comprensión de la filosofía, vislumbra también, en ocasiones, un nuevo estilo de filosofar. De la filosofía es un libro bifronte. Si a unos podrá parece la última palabra de un lenguaje, a otros se revelará como la primera de uno nuevo. Gaos es el primer pensador de lengua española en plantear, dentro de las limitaciones de su propia formación intelectual, algunos de los temas más vivos de la filosofía actual. Desde su personal punto de vista vive la crisis de la filosofía tradicional y se interroga con radicalismo por la función de la actividad filosófica. «Filosofía de la filosofía» llamaba a esta reflexión. En ella lleva a cabo una crítica aguda, con rasgos originales, de la metafísica como forma de expresión.
En efecto, la filosofía se le aparece, ante todo, como una forma de expresión, es decir, como lenguaje.
En el ensayo intitulado La cultura mexicana de 1910 a 1916 hace un registro de los diversos movimientos culturales de la época, ¿cómo se ha transformado ese panorama?
Hemos pasado de una cultura alejada, divorciada del patrimonio colectivo, a otra arraigada en nuestra vida, capaz de expresar a la comunidad, libre, sobre todo. Pero justamente por haber alcanzado sus metas, el nacionalismo cultural parece estar en crisis. Sus temas centrales parecen agotados; no sabemos cómo podrán prolongarse sin caer en estéril redundancia. Además, percibimos oscuramente un cambio en la atmósfera cultural y el peso creciente de preocupaciones distintas. Muchos temas anteriores han perdido atractivo para las generaciones más jóvenes; es fácil notar cómo los desplazan otros intereses. Esta crisis no es propia, sino común a la cultura occidental. Enfrentarse a ella desde nuestra perspectiva no será empresa fácil ni de una sola generación. Con todo, es la nueva tarea urgente que se nos plantea. Y para cumplirla, será menester incardinar nuestra cultura en las corrientes universales del pensamiento.
*Esta conversación pertenece al libro Elogio de la memoria. Ensayos y conversaciones de próxima aparición en Editorial Praxis.