Uno de los mensajes claves del enorme legado de Hans- Georg Gadamer es que nuestra llegada – al mundo, y a todas partes dentro de él- se produce siempre con retraso cuando entramos en el juego, las cartas ya están repartidas y nunca llegamos a tener un control completo sobre el partido y sus reglas; todo ha empezado sin nosotros, sin embargo nos vamos implicando. Por eso, paradójicamente, tenemos también la impresión de haber llegado demasiado pronto, de haber tenido que empezar a jugar sin conocer bien el juego. Esta doble impresión debió experimentar Gadamer cuando en 1918 emprendió, a pesar de la decidida oposición de su padre a los “profesores charlatanes”, sus estudios superiores de filología. Fascinado enseguida por la filosofía, quienes jugaban la partida en aquel momento no le habían esperado para empezar: Natorp, Hartmann, Jaspers, Heidegger. Y el juego no siempre limpio de Hartmann, bajo cuya influencia estuvo Gadamer algún tiempo, se reunía con algunos estudiantes en su casa hasta altas horas de la madrugada, para marcar las diferencias.
Heidegger comenzaba sus clases a las siete de la mañana. Ante esta opción, Gadamer eligió la madrugada, y como a tantos otros, el autor de Ser y tiempo lo despertó definitivamente para la tarea del pensamiento. Convertido en maestro de Gadamer, Heidegger acudió incluso al hecho de muerte de su padre para tranquilizarle sobre la vocación filosófica de su hijo. Pero pronto el mismo Heidegger colocaría sobre las espaldas de Gadamer un signo que le acompañó durante toda su vida: su “tibieza”, su “falta de dureza”; (“nunca llegará usted a nada”, le advertía en una carta). Esta acusación orientó a Gadamer hacia la filología clásica, en la cual habría de consolidarse pronto como una autoridad insuperable e indiscutible. Así, cuando Gadamer retomó su dedicación a la filosofía, tenía una preparación lingüística que pocos de sus colegas podían igualar. Sólo que, entonces, comenzaron en Alemania los años oscuros del nacionalismo con su trasfondo de corrupción moral y de mezquindad intelectual: Heidegger, elevado durante un breve tiempo al rectorado de Friburg, se había vuelto inaccesible y afeaba a sus discípulos “timoratos y pequeños burgueses” no haber tenido el coraje de seguirle por esa sombría senda pérdida. Lo que no sabían sus acusadores – ni tampoco él- es que Gadamer daba la impresión de “tibio”, pues aún era muy joven, porque le quedaban todavía más de 70 años de vida. Esa misma independencia de su posición (en un ambiente en el cual todo el mundo tomaba partido de forma radical) le convirtió inesperadamente en rector de la Universidad de Leipzig tras la Segunda Guerra Mundial, bajo la administración rusa. Ahí aprendió Gadamer a escuchar del otro bando los mismos reproches de “conservador” y “burgués”. Esta vez procedente de la ortodoxia marxista-leninista que se aproximaba de la universidad con poderosa voracidad, y que forzaría su traslado al “sector occidental”. Tras su paso por Fráncfort y su definitiva llegada a la Universidad de Heidelberg, había reunido en torno a sí varias generaciones de discípulos: Schütz, Jünger, Habermas, Apel y Vattimo. Pero Gadamer estaba llegando al final de carrera de profesor y aún no había escrito un auténtico libro: su maestro no dejó nunca de reprocharle su “indecisión” ( Gadamer debe escribir un libro”, decía Heidegger a sus alumnos). Una de las razones de esto era el propio Heidegger ( a cuyo severo juicio siempre tuvo un cierto temor), pero otra es más profunda e interesante. Gadamer siempre consideró el escribir como un “tormento” y como algo secundario con respecto al diálogo vivo- del cual fue maestro- de raigambre socrática. Esto y más se puede descubrir en la biografía sobre su vida: Hans- Georg Gadamer. Una biografía, del investigador europeo Jean Grondin, quien ha seguido la trayectoria de Gadamer desde hace muchos años. Si hay – como dice Grondin- un pensador de nuestro tiempo que merezca el título de “socrático”, ese es sin duda Gadamer, aquel cuya filosofía consiste en entender más que en decir, en escuchar más que en hablar, y sobre todo, en esclarecer lo que significa entender , que desde luego es algo muy distinto del "apropiarse del objeto”, característico del método científico positivo, puesto que el sentido y la verdad nunca son algo de lo que podemos apropiarnos, al contrario, llegamos a ellos precisamente cuando se renuncia a esa voluntad de apropiación.
El libro fue Verdad y método, y con él confirió una amplitud semántica sin precedentes al término “hermenéutico” y la hizo moneda corriente en todas las disciplinas humanas: la interpretación no es solamente una técnica de traducción o de lectura de todas sus obras, no es una forma de comunicación de las almas “congeniales”; ni siquiera es un método “científico-positivo” que constituía para las ciencias humanas algo similar a lo que para la naturaleza es la matemática. La interpretación es el tenor radical de la existencia. Interpretar no es una actitud intelectual o teórica que los hombres adopten después de existir y cuando han resulto sus necesidades más urgentes y disponen de algún ocio; al contrario, existir es interpretar, estamos siempre en una interpretación mucho antes de “decidirnos” a favor o en contra de ella; es más: somos interpretación antes de “tener interpretaciones”.
La endémica sensación de “falta de sentido” que aqueja < la especie humana podría provenir, según el diagnóstico del hermeneuta escéptico Odo Marquard, no tanto de una carencia efectiva, sino simplemente de un exceso en nuestras expectativas, el sentido que hoy nos parece poco porque esperábamos demasiado, esperábamos demasiado, esperábamos que hubiera suficiente como para superar el hecho de nuestra propia contingencia; esto es, el hecho de ser nosotros mismos el resultado de circunstancias de las que no podemos apropiarnos por completo.
“El lenguaje sólo se realiza plenamente en la conversación”, porque en ella podemos aspirar a la máxima garantía, que no es la certeza a la correspondencia con las cosas, sino la de entendernos con otro, quizás también con ese otro absolutamente otro que, según Jacques Derrida, es cualquier otro. Heredar una tradición es, por tanto, admitir algo que se nos entrega, hacerse cargo de ello. Y eso también se llama aprender, educar. Por ello no es ocioso, en un tiempo en el cual la reclamación universal de educación suele significar que cada cual reclama que se le eduque, que Guadañar nos recuerda que la educación es algo que debe hacer uno consigo mismo, es decir, hacer de esto una responsabilidad propia. Y que aprender una lengua no es saber escribir correctamente en ella, sino estar en disposición de usarla para dar cuenta de algo y para entenderse con el otro. Sin duda la biografía de Jean Rondín abre una visión diversa de cómo pensaba y valoraba sus ideas Guadañar, uno de los pensadores más sobresalientes del siglo XX