Hay espacios con ángel, sitios que generan discursos, instauran tradiciones y se convierten en emblemas nacionales. En la plenitud de sus más de cuatro décadas, el Centro Pompidou impone y madura con elegancia, sin perder un ápice de su vigencia y capacidad de proponer.
Comisionado por el presidente francés Georges Pompidou a los entonces noveles arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers, el edificio fue inaugurado en 1977. Desde entonces, su estructura de cristal y metal atravesada por la luz y una célebre oruga de cuatro colores, es un lugar de reunión que convoca igual a turistas que a los locales que desean entender el devenir del arte del siglo XX, un referente del pulso parisino y el más necesario de los avales para la consagración definitiva de cualquier artista o movimiento.
Frente a la empatía de los discretos cincuenta metros de altura de la obra de Piano y Rogers, la verticalidad de las construcciones posmodernas me parece fría e inhumana, sobre todo si tomamos en cuenta que el edificio más alto del mundo, el Burg el Arab en Dubái, mide 828 metros. Cercanos al cielo y siempre “muy inteligentes”, los rascacielos del nuevo milenio se han desvinculado de la sabia consigna de no perder el piso, quizá sea por esto que los miramos como a una atracción fantástica, completamente alejada de la realidad y el acontecer de la urbe. Nos pasa todo lo contrario con la terrenal y amigable construcción de Piano y Rogers. Su integración al entorno es indiscutible.
El carisma del Centro Pompidou no evitó la controversia. Hubo quienes lo llamaron "Notre-Dame des Tuyaux" (Nuestra señora de los tubos), molestos por una modernidad que desencajaba con las manzardas parisinas, aunque fueron más los que decidieron que el edificio se convirtiera en la voz del Beaubourg, el barrio medieval que lo acogió. Esto explica que para la mayor parte de los parisinos sea casi un insulto que se le llame de otra forma al recinto que, quizá sin pretenderlo, le devolvió a Francia el lugar de vanguardia que había perdido en la Segunda Guerra Mundial.
Richard Rogers, un arquitecto vanguardista
Las obras representan a sus creadores. Es por eso que elegí recordar a Richard Rogers a través de una de sus edificaciones más vanguardistas. Oriundo de Florencia, de orígenes anglo-italianos, Rogers nunca fue un estudiante brillante. Todo lo contrario: era bien conocido por su mal dibujo y falta de concentración. Pese a esto, accedió a la Asociación de Arquitectura de Londres, consiguió una beca Fulbright y su entrada a la prestigiosa Universidad de Yale. Lo que continuó fue una carrera ascendente, llena de afortunadas asociaciones, muchas de ellas con el gran inglés Norman Foster.
Inspirado en el Palacio de Cristal de Paxton, el Beaubourg y lo que ahí sucede se deben a la genialidad de un par de jóvenes que decidieron innovar y manifestar la posibilidad de la convivencia entre centurias, ideologías, tradición y modernidad. La idea de mostrar el alma y también las tuberías de agua, luz y aire de la construcción para propiciar un espacio más amplio para la circulación de los visitantes, habla de una voluntad por armonizar la función con la forma. Vocación pura: maestría a prueba del tiempo.
Rogers decía que los edificios debían de ser transparentes y comunicar su propósito, creo que pocos lo hacen de mejor forma que el Centro Pompidou.
Ojo: En México hay arquitectos grandiosos. Es importante que el Estado comprenda que los museos dignifican y amplían la conciencia. Ojalá nuestro país se llene de ellos y que se brinden recursos a los ya existentes. Sería una pena perderlos.
AG