La magia amorosa de los Aztecas

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Ilustración Diana Estefanía Rubio La Razón

En aquellos tiempos se creía en el mundo azteca que Uxumuco y Cipactonal, una pareja de dioses enamorados, había engendrado a los macehuales.

De tal suerte que no sólo los gobernantes, sacerdotes, guerreros y mercaderes descendientes de Tonacatecuhtli, el señor de la vida, y Tonacacihuatl, la señora de la vida, tenían origen divino, también dichos macehuales —agricultores, leñadores y mercaderes en pequeño— compartían una ascendencia de dioses.

Además, Uxumuco y Cipactonal eran el día y la noche, la vida cotidiana y el sueño, la lucha y el misterio. Y ellos habían creado así juntos el tiempo, es decir, el calendario solar, la luz y la oscuridad, el origen y el fin.

La Tierra era entonces un espacio sagrado, una dimensión donde los ritos, las costumbres y las creencias servían para vincular a los seres humanos con los dioses.

Y no había ninguna duda de que los guerreros muertos en combate se convertían en colibríes y éstos volaban hacia el Sol de Oriente; de igual modo las mujeres muertas durante el parto se transformaban en diosas acompañando en su trayectoria al Sol del Poniente.

Eran consideradas a la altura de los guerreros. Si ellos encontraban la muerte en el combate, el valor de ellas no era menor al dar a luz. Si caían en ese esfuerzo, el Universo debía entonces recompensarlas. Como se trataba de una cultura guerrera, el destino del heroísmo no podía ser el olvido o la indiferencia, así fueran hombres o mujeres. Ni siquiera la memoria era suficiente, tan sólo la divinización en los cielos era aceptable.

Por ello el Dios supremo era Huitzilopochtli, el Dios de la guerra, dueño de la vida y de la muerte, ejecutor con Quetzacoatl, de las órdenes de Tezcatlipoca (el rojo y el espejo humeante) para crear el mundo.

En la religión, la mitología y la cultura azteca, la esencia guerrera predomina y relaciona con ella incluso a las diosas del amor y de las flores, Xichipilli y Xochiquétzal. Si bien Xochipilli simboliza la fertilidad, la segunda diosa fue raptada por Tezcatlipoca en el noveno cielo, “el país de las brisas fría, heladas y delicadas” (Mircea Eliade). Noemí Quezada en su libro Amor y magia amorosa entre los aztecas, transcribe el fragmento de un poema referido a este mito:

Del país de la lluvia y la niebla vengo yo Xochiquètzal

De Temoanchan.

Yo Xoxhiquètzal vengo de Temoachan.

Llora el piadoso Pilzintecutli, busca a Xoxhiquètzal.

Al país de la podredumbre debo ir.

Llora Pilzintecutli, busca a Xochiquétzal.

Al país de la podredumbre debo ir.

Al retornar a Temoachan, ella es ya la diosa del amor. Conocía las flores de Xochitlicacan, los amuletos del amor que pertenecían al paraíso. De ahí se derivarían la sabiduría de los brujos y las hechiceras del mundo azteca que sabían preparar, con plantas sagradas, pócimas de amor, tal como sus congéneres occidentales en una simetría finalmente reveladora.

Estos hechizos se acompañaban de conjuros. Y si la mujer parturienta era también una guerrera, el amor mismo, el acto sexual era también concebido como un combate eterno entre el hombre y la mujer.

Todo estaba vinculado en la magia amorosa azteca, tal como lo muestra el Canto de las mujeres de Chalco. Dice Noemí Quezada que “la mentalidad indígena prehispánica establece una relación estrecha entre la guerra y la potencia sexual”:

Una mujer: pónganse listas hermanitas mías:

Vamos, vamos a buscar flores,

Vamos, vamos a buscar flores.

Aquí perdura, aquí perdura

La flor de la hoguera, la flor del escudo, la que da horror a la gente, la que

adiestra,

La flor de la guerra.

Pero los conjuros, que usaban un lenguaje como lo describen los historiadores, fueron definidos por Fray Alonso de Molina como “palabras del diablo para embrujar e inducir a las mujeres a la lujuria”.

Así pues, lo descifrado de la magia amorosa de los aztecas demuestra que el encantamiento se relaciona con el mito y su simbolismo, con la esencia amorosa que unifica a Eros, al deseo y a la sobrevivencia respecto de la muerte, la diosa tutelar del cosmos.

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