Los ojos impresionistas de Claude Monet

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Foto: larazondemexico

A John Berger y Yves Bonnefoy, en memoria de su complicidad en múltiples miradas

Existe en la pintura moderna un selecto grupo de pintores, por decirlo así,

que, al margen de sus peripecias individuales y las contradicciones y

desencuentros con la crítica y el público que les tocó soportar, han sobrevivido

a modas y criterios históricos como ejemplo y modelo de sensibilidad visual:

Velázquez, Poussin, Monet ,Cézanne y Picasso ocupan el primer orden. Pero

el caso de Claude Monet ( París, 1840 - Giverny, 1926), es para los ojos de

nuestro tiempo, un caso fuera de serie, no sólo por ser el creador del

impresionismo, y, desde luego, un artista determinante en la creación del

expresionismo abstracto americano, sino también, por definir el tópico de luz

y color, que convirtió al arte francés en una añoranza de eternidades

pictóricas.

Discípulo de Boudin en Normandía, se acercó a París con la mirada de la

escuela de Barbizon: Pisarro, Sisley y Renoir, que fueron sus cómplices. La

pintura de Manet y Courbet el desafío que lo alentó en el sendero siempre

tortuoso de los virtuosismos técnicos sin condescendencias amaneradas. En el

Salón de 1865 su nombre fue confundido con Manet con catastróficos

resultados. Excluido de toda manifestación oficial, su itinerario fue lento y

solitario: del realismo al naturalismo cromático, con una tendencia cada vez

más segura hacia el análisis de las sensaciones tonales que singularizan la

verdad pictórica. Sólo en 1874, con Cézanne, Morisot, Degas, Pissarro, Renoir

y Sisley, se configuran en société anonyme que inventará el impresionismo –

a partir de “ Impressions”, potente apunte sin condescendencias figurativas -.

Su fortuna crítica, conviene decirlo también, ha sido la del grupo: del escarnio

y la burla que acogieron los primeros proyectos del marchante Durand- Rouel,

al modesto éxito en Londres y Nueva York en 1886. En su poema Cuatro

chopos Octavio Paz descubre las aguas mágicas, el azul poético, la mirada

delirante y el aire casi visible en los cuadros de Monet:

Entre el cielo y el agua

hay una franja azul y verde:

sol y plantas acuáticas,

caligrafía llameante

escrita por el viento.

Es un reflejo suspendido en otro.

La obra última de Monet - que se exhibió en Londres en la vieja Burlíngton

House en 1999- fue frente a los ojos del espectador contemporáneo, podría

ser visto como un fetiche sublime. De ahondar, en definitiva, en las constantes

rectificaciones formales que Monet impuso al proceso de depuración narrativa

que arranca con el siglo XX. Sus paisajes mediterráneos, las vistas de

Londres y Venecia, las series que progresivamente van tensando su obra, son

siempre motivos individualizados de una investigación sobre la pintura muy

personal. Creo que es importante, no reivindicar un Monet moderno, sino

más bien, subrayar los rasgos constructivos y formales que obligan a un viejo

pintor, a desasirse del molde figurativo de una tradición consolidada y

lanzarse a una aventura nueva. La abstracción y la construcción, a contrapelo

de la naturaleza, son dos vertientes artísticas esenciales de este giro que hace

nuevo el arte de Monet. Se cuenta que a su muerte se hallaba sobre la mesa

del estudio del pintor un ejemplar abierto de Baudelaire: “… país singular,

superior a los otros, como el arte es superior a la naturaleza, transformada por

el sueño, corregida, embellecida, rehecha…”. Siguen las series, que le

valieron fama, del Támesis, los álamos junto al Epte o la catedral de Ruán,

con esquemas compositivos no convencionales e inspirados en la gráfica

japonesa, y un nuevo aliento más dramático y rico en atmósferas. Desaparece

la figura y se impone una naturaleza moderna en la forma. “Monet creía – dice

John Berger- que su arte era un arte profético y que estaba basado en el

estudio científico de la naturaleza. O, al menos, esto es lo que empezó

creyendo y a lo que nunca renunció. El grado de sublimación que implicaba

esta creencia queda patéticamente demostrado en la historia de la pintura que

hizo de Camille en su lecho de muerte. Camille murió a los treinta y dos años.

Muchos años después, Monet confesaría a su amigo Clemenceau que su

necesidad de analizar los colores constituía tanto la alegría como el tormento

de su vida. Hasta tal punto, continuó diciendo, que un día me encontré

mirando el rostro sin vida de mi querida esposa y lo único que se me ocurrió

fue observar sistemáticamente los colores, ¡cómo llevado por un reflejo

automático!”.1

Una obsesión por lograr una pintura viva, absoluta. Instalado en Giverny

desde 1883, su objetivo apenas varía y se transforma en una experiencia vital:

enfrentar la pintura a cosas imposibles. El agua que refleja los objetos caprichosamente y refracta las sombras. El sol que hiere la vegetación dispersando los fragmentos sensibles. El cielo como aglutinante cromático que disuelve cualquier identidad estable. Naturaleza y realidad pictórica confundidas en un absoluto de color que algunos aproximan a la abstracción lírica contemporánea sin otros criterios que la aparente analogía formal. Los

estanques de nenúfares, sin embargo, son otra cosa. Monet ha rechazado las

convenciones figurativas de su tiempo, pero también las convenciones

estéticas propias del impresionismo. Sus cuadros no son campos de color que

sinteticen una teoría compositiva centrifugada por las tonalidades. Son los

efectos sensibles de unos gestos precisos que constituyen el ritmo creativo

propio, la proyección matérica de un impulso vital siempre sensible a las

cosas.

Courbet pinta marinas en Cabanes y se retrata saludando la inmensidad del

paisaje con su habitual gesto teatral. Cézanne observa con científica atención

las orillas de L’ Estaque: la luz descubre las astucias del modelado casi

arquitectónico de su signo plástico. Monet, sin embargo, acentúa el reverbero

brillante de luz que unifica el cielo, tierra y agua en un paisaje anegado por el

sol ( La mer d’ Antibes). Monet asimila en Bordighera y Menton una nueva

secuencia de armonías cromáticas, que llenará sus años de Giverny con una

variedad de motivos pictóricos que basta por sí sola para sostener visualmente

un debate sorprendente contra el academicismo rutinario.

En efecto, el impresionismo es el arte de la pincelada certera y breve. Nada

de apuestas o bocetos del natural, sino arriesgados ejercicios de figuración

sobre la nada que transmiten limpiamente impresiones sensibles sobre la

realidad. Artificios que duplican la naturaleza y plantean un haz de formas

visuales de una potencia constructiva colosal Salmonetes,, 1870, de Monet,

es un claro ejemplo.

“es sólo un ojo, pero ¡qué ojo!”, dijo de él Cézanne. Se trata de una suerte de

abandono a la naturaleza específica de la pintura. A sus cualidades estéticas,

Monet no pinta lo que ve, ni mucho menos lo reconstruye plásticamente. Pinta

- forzando la expresión - lo que va viendo, modificando su visión en cada

instante de intensidad sensible. “Quiero pintar el aire… ¿Le parece imposible,

no es así?”. Monet es un pintor moderno: se atrevió como pocos a eliminar la

profundidad, pinto con pinceladas larguísimas, colores intensos, sin llegar al

borde del lienzo, crea vórtices nerviosos que lo mismo representan la avenida

de rosas que el puente japonés, o simplemente, un espejo de agua... Un paisaje

casi abstracto, expresionista. Monet crea para sí en todos esos años un

“paisaje íntimo de absolutos sin tiempo” Un arte deslumbrante que provoca

unos efectos sensibles siempre diferenciados. Un mundo de color

autosuficiente, que se resiste a cualquier definición acomodaticia.

P:D: En el Museo Marmottan de París se presenta estos días la colección

secreta de Monet. “Soy un egoísta, mi colección es sólo para mí y unos pocos

amigos”, decía el artista, que logro coleccionar entre compras, regalos e

intercambios. Más de 120 piezas de Manet, Renoir, Delacroix Pissaro,

Seurat, Signac, Corot y Cézanne. De este último sobresale el cuadro Negro

escipión, primer flechazo de Monet para seguir comprado sus cuadros. Una

muestra curada por Marianne Mathieu y Dominique Lobtein, que nos

descubre esa faceta casi oculta de Claude Monet por coleccionar a sus

contemporáneos. Sin duda, una de las joyas expositivas en Francia.

1 El sentido de la vista, John Berger. Editorial Alianza Forma, 1990, Madrid, España. Traducción de Pílar Vázquez.

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