Día de Muertos

La muerte en México: mito y cotidianeidad

Sería bueno incluir más retratos de muertos a causa de la violencia regularizada; es aún más difícil dedicar una ofrenda a la alumna víctima de feminicidio

Desfile Día de Muertos en la Ciudad de México, en 2019.
Desfile Día de Muertos en la Ciudad de México, en 2019. Foto: Cuartoscuro

El Día de Muertos mexicano organiza un homenaje cariñoso y feliz, a pesar de la nostalgia y del dolor que implica el ejercicio de la memoria. Para mí -y me supongo que para muchos-, es una práctica de arqueología familiar, una fórmula exitosa que invita a redimir lo bello y desenterrar las particularidades de los que nos dejaron, algo así como reconstruir sus historias desde nuestras evocaciones y presentárselas a quienes no las pudieron conocer. Perpetuidad pura.

Quizá sea por lo recién mencionado que esta tradición nacional sirviera de escenario para una de las coreografías persecutorias del ya difunto Bond -sí, el Agente 007, James Bond- y haya inspirado las entrañables aventuras de Miguel y mamá Coco, inmortalizadas en un filme producido por los estudios Disney y Pixar.

Además de sus alcances simbólicos, una buena parte de la magia de esta celebración se debe a la hechura de las ofrendas. Montadas en un petate e iluminadas por las veladoras y la maravilla cromática del cempasúchil, estos altares reúnen una intrincada selección de objetos que llega a incluir, según la tradición de cada clan, la imagen de las ánimas del purgatorio, calaveritas de azúcar, pan, papel picado, comida, fotografías y el licor que acaba borrando las distancias entre los homenajeados y sus deudos.

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Hasta ahora todo va bien. Nada puede ser más gozoso que honrar a los que dejaron de vivir porque la muerte los alcanzó en la cama, de la mano de la vejez o porque fallecieron a causa de un ataque cardiaco o un derrame cerebral. Hay asuntos irremediables; cuestiones divinas en donde nuestra opinión no suele ser tomada en cuenta.

Las cosas cambian con los casos aislados, cuando hay que llorar a una tía que deja de respirar debido a una inconsistencia médica, a un sobrino arrasado por un automovilista que conducía en estado de ebriedad o a un amigo superado por un cáncer terminal.

El viraje es todavía mayor cuando hablamos de los niños que fallecen por una falta -siempre remediable- de medicinas o cuando en poco menos de 20 meses, penamos la repentina ausencia de más de 266 mil hijos, hijas, madres, padres, amigos y conocidos, todos víctimas del COVID-19.

Día de Muertos en un contexto de violencia

Vayamos más adelante: es aún más difícil dedicar una ofrenda al primo que cayó en una balacera cruzada por estar en donde no tenía que estar y a la alumna víctima de feminicidio que buscó comunicarnos el acoso de su compañero y que no tuvimos la oportunidad de escuchar. Debe ser complicadísimo honrar al joven gay, a la adolescente lesbiana, al niño bisexual y a la niña intersexual que fenecieron por incomprensión y desprecio o a tantas mujeres trans muertas por una terrorífica mezcla de odio y mezquindad.

Tampoco veo simple rendirle respetos al paisano que vio el fin de sus días mientras intentaba cruzar una frontera enemiga o a los que agonizan lentamente bajo los efectos de las adicciones. Las cosas empeoran todavía más cuando el fallecido al que se evoca se cuenta entre los cientos de miles de desaparecidos e insepultos, un sinnúmero de rostros y nombres convertidos en el motivo de un duelo indefinido e indecoroso, un luto que no ofrece esperanzas ni la serena consistencia de una lápida para llorar lo inevitable.

En el México de hoy el Día de Muertos tiene un sabor amargo que habla de confrontación y paradoja. Por un lado, está la muerte risueña y promisoria, la que sale de su espacio mítico y se dirige al dominio de los vivos, donde -y sólo por unas pocas horas- se despoja del drama y concede a los difuntos la oportunidad de atender al llamado de sus convocantes. Por el otro; se nos presenta una vida cada vez más cargada de desesperanza y de centenares de miles de muertes que ya no nos asombran porque se han vuelto cosa de todos los días.

En estos tiempos pintados de asombro, el fin se ha vuelto la única certeza; aún más al hacernos conscientes de que su amenaza nos ronda sin descanso. Quizá por esto sería importante amplificar la dedicatoria de nuestras ofrendas con más nombres y más saberes, con historias de más vidas. También sería bueno incluir más retratos de muertos a causa de la violencia regularizada, no olvidemos que son ellos los que ahora departen con nuestros queridos en el más allá.

AG

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