A pesar de que difícilmente puede reducirse una trayectoria artística de más de una década a unas pocas páginas, y menos aún a unas cuantas líneas, hay dos cualidades claves que distinguen la obra de Patricia Henríquez: la insatisfacción y la intensidad. Lo primero, tiene que ver con la evolución y las pautas que va marcando su obra al paso de los años; lo segundo, es claramente vinculado a la pasión consciente e inconsciente que la artista va registrando en cada cuadro.
La obra pictórica de Patricia Henríquez (México, DF, 1967) se concreta en dos razones poéticas-estéticas: la atracción por el dibujo y la reflexión por los espacios. Prefiguración de un lenguaje, dibujante lúcida, Henríquez construye un discurso plástico fuera de los límites de la figuración. Ese huir -al espacio interior- es forma, ritmo, cualidad visual. La artista encuentra, a principios de los años noventa, una etapa de madurez clave para su obra, no sólo se sitúa delante de los movimientos estéticos racionales con una renovación de la figura, sino que va creando un diálogo con su trabajo.
La artista parte de una posición minimalista que va cediendo paso a la visión poética de lo que el cuadro –sólo el cuadro- manifiesta. El poco color, o mejor dicho, los negros o sepias ganan funciones decisivas en su obra y se producen contrastes fuertes, intensos, dentro de una estructura general de su discurso estético.
Cada trazo es un equilibrio delirante, cada figura crea un movimiento rítmico que conduce a otras formas. Figuras, animales, volúmenes, sombras, formas que predominan a lo largo del proceso pictórico; de alguna manera, su indagación estética es un preguntar qué busca y qué encuentra. Inventa y crea un fundamento que está más allá de la pintura. Universo que se plantea en diversos sentidos: al papel y la línea, lo pleno y lo vacío.
Convergencia de fuerzas: creación e invención. Quizás quien ha formulado esto con mayor claridad es el pintor español Miquel Barceló, quien encontró en la fuerza de la naturaleza su principal definición artística. Pero en el caso de Henríquez hay que destacar que cada vez se ha desvinculado de esta tendencia para desarrollar una estética más particular, donde la ausencia de elementos dan lugar a una expresión más espiritual y contenida, más cercana a la pureza en el trazo y en contener el color de Rothko o Francesco Clemente.
En la música, decía Hegel, la oposición entre la obra y el espectador se minimiza y “no alcanza, como en las artes plásticas, la fijeza de un espectáculo permanente, exterior, que permite contemplar los objetos por sí mismos” (El arte ensimismado, Xavier Rubert de Ventós, Editorial Anagrama, Barcelona, 1963). En la obra de Henríquez, el dibujo y la pintura se mimetizan en un mismo discurso estético: asombro y rechazo por la figura... Sentido doble que conjuga en sus abstracciones, que en cierto momento, son semi-figuraciones. Visión y obsesión. Y recuerdo con asombro un fragmento de la poeta Wislawa Szymborska (Paisaje con grano de arena, Wislawa Szymborska, Editorial lumen, Barcelona, 2003), que tiene mucho que ver con esta idea:
Creo en sus apuntes en el fuego
del primero al último
ardiendo en cenizas.
Creo en la dispersión de las cifras,
en su dispersión sin remordimientos…
La clave de esta obra obedece, a mi modo de entender, ver y determinar, a la visión crítica de Henríquez, que, por un lado, rehusa del estereotipo del progreso lineal aplicado a la vanguardia por la historiografía académica, y, por otro, centrar en la figura el último impulso de la modernidad. La obra parece respirar, evocar encarnaciones animadas por la aventura de cada línea, que sea trazada en cualquier espacio en blanco. Esta movilidad se incorpora al conflicto externo e interno de la artista. El diálogo estético de Patricia Henríquez es poético: verdadero espíritu de la pintura. El dibujo es sentido, manifestación fascinante; la pintura forma, el dibujo revela.
Un dato significativo a la hora de valorar la evolución de su obra, es su “conexión” espiritual con Antoni Tàpies, que le ha hecho dejar, y al mismo tiempo retomar múltiples elementos de la pintura. En este somero planteamiento se explica un trabajo refinado y donde la búsqueda de una coherencia interna no ofrece concesiones. Una pintura dominada por la figura y limitada por el color; es ahí donde plantea el principal diálogo que está potenciando o delimitado.
Todo en su trabajo es una ruptura y al mismo tiempo un regreso al punto de partida: el juego del espacio. Es revelador que al observar su producción en forma retrospectiva, cada pieza sea alquimista de sí misma. Memorable resulta, asimismo, el ciclo de enormes dibujos que Henríquez dedicó a diversos animales: curvos, perros, gatos, que han marcado una continuidad de su proceso creativo.
Sin embargo, en muchos de los cuadros más figurativos, el protagonista dominante, una protagonista intangible, es la luz. Sin duda, la luz es elemento fundamental de la pintura de Henríquez. Y en éste modo de mosaico, disperso en la geografía laberíntica de atmósferas pictóricas muy claras, se reconstruyen en un autorretrato fiel de la personalidad de la artista, de la dúctil intimidad de su poética, en extremo precisa, alérgica a toda afectación, pudorosamente erudita y dotada, con la ironía de un letal aguijón pictórico sorprendente.
La artista plantea la vocación de todo su trabajo como un acto de franqueza y simplicidad que esconde, sin duda, aquellos elementos que de nuestro subconsciente surgen de forma más pura y simple.
A pesar de poseer, una lectura formal, articulada a partir de la interpretación y decodificación de su propio lenguaje, de los códigos construidos a lo largo de una década, en la pintura de Henríquez todo está en el cuadro, todo es inmediato e inapresable al mismo tiempo.
Formas tensas, retorcidas, pero también llenas de una libertad sin límites. Todo lo contrario al gesto del expresionismo: dice y significa. Con ello encuentra un nuevo horizonte plástico, una tesitura en la que ese juego de espacios crean un sentido inédito. No es la memoria propiamente dicho lo que va creando ese itinerario, ni siquiera las huellas que alguien deja a su paso, sino la imagen de un viaje íntimo.
No hay en sus cuadros o dibujos retórica ni la intención virtuosista, sino todo lo contrario: el ejercicio de sumisión al dibujo y a la pintura. Así, bajo el disfraz del juego y la grácil dispersión, fluye la que para mí resulta una de las personalidades mayores e intensas de su generación, así como una de las que, de forma más libre y contundente, ha sabido tender puentes de constante complicidad entre abstracción y figuración.
La obra reciente de Henríquez avanza cada vez más hacia una “abstracción”, que no sería realmente tal, sino la manifestación en el cuadro de una privilegiada relación con lo no visible. La sorpresa y el interés de esta pintora radica en la manera cómo mira y se interesa por la transformación de la pintura, y de cómo logra un diálogo con las técnicas, materiales y reflexiones poéticas, que han llevado a descubrir su discurso plástico.
Es obvio que Henríquez no se conforma con el consuelo que procuran los artificios conceptuales. Propuesta del enigma, tensión tan extrema que descarta límites, espacios; cuya definición pictórica y poética, sólo una artista como Patricia Henríquez nos puede conducir.
*Texto que pertenece al libro Patricia Henríquez, publicado por el Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias de la Universidad Autónoma de Querétaro, México.