El océano rompe suavemente, en imperceptible oleaje, rompe contra rocas que no serán arena mientras ese mar no se mueva. El ocaso deja los vívidos colores rojizos por el gris de una mañana calurosa y una humedad de atisbos de preticor mezclados con brisa de sal. Aromas de una adolescencia solitaria en la que pasaba horas viendo la lluvia tropical en casa de mis padres.
Mamá, papá y el mar es casi un pleonasmo y no sé aún, si era el amor de mamá por su mar y las puestas de sol de Campeche o el amor compartido de papá por mamá y el aroma de un libro mezclado con aire de sal. No sé, pero, recuerdo que fuimos felices siempre, frente al mar.
Papá era juez, cuando fue nombrado era el más joven de todos, muy joven decían unos pero papá era brillante, letrado, estudioso hasta decir basta y recto como bambú que nunca se quiebra y sube hasta tocar el sol. Quizá por su misma juventud, lo mandaron a donde no quería ir otro juez y así papá y su siete años más joven esposa, tomaron autobús, tren y un barco de la naval para llegar a las Islas Marías, prisión federal temida por reputación pero que, cuenta mi madre en tardes lluviosas como esta en que recuerdo, un paraíso de arenas blancas y mar azul profundo.
Mamá era maestra, así que en su pasión por enseñar se le ocurrió rehabilitar la escuela con ayuda de dos personas que habían puesto a su servicio, uno, un asesino confeso, el otro, un defraudador, ambos reconocían sus fallos pero la sal y el calor, curte hasta los peores pecados y los deja para ser juzgados por un juez infinitamente mayor después del fallo de los terrenales como papá. En fin, ya darán su versión o serán pesados cuando la hora toque.
Les decía que mamá rehabilitó la escuela de la isla madre y lo hizo para enseñarle a los hijos de los presos, oh sí, los presos vivían en hogares con vistas que turistas pagarían miles por tener y lo hacían acompañados de sus hijos y sus parejas. Aquí mamá cuenta que en el viaje de ida, una mujer guapísima, enjoyada y con ceñido vestido rojo granate, no dejaba de llorar y cuando le pregunto a un marino, este se encogió de hombros y contestó, “es que atrapamos a su marido y ella tiene que ir o seguro se divorcia y la deja sin nada”. Mamá lo contaba con extrañeza pues ella siempre siguió a papá y si pudiera meter mi cuchara en la historia, diría que no fue así, mamá no seguía a papá, mamá era el todo de papá y ella lo envolvía en hogar y paz.
Papá bajaba de la torre del juez a desayunar en el recreo con la “maestrita” como le decían los hijos de los internos y se agarraban de la mano viendo el mar. Siempre siguieron de la mano, así recuerdo a mis padres, juntos, abrazados, enamorados el uno del otro y teniéndose ellos y nunca soltándose de esas manos que los sostenían, a nosotros, sus hijos, nunca nos faltó nada ni siquiera, cuando a mitad del ciclo escolar, nos hacían empacar maletas, subirnos al auto y viajar a un nuevo y extraño destino donde ya habían grupos de amigos formados, donde nuestro acento era diferente, donde el clima cambiaba y papá sería juez y mamá maestra.
Yo soy el menor de cuatro, mis dos hermanos y mi hermana mayor son quizá, los hermanos más unidos que verán jamás, yo no tanto, no porque no quiera, verán nací 11, 10 y 8 años después, así que fui el colado a una reunión donde ya todos están enfiestados y tú no sabes ni lo que toca la orquesta. No me malinterpreten, somos extremadamente unidos y nos amamos pero, ellos tienen una historia juntos que, ahora se extiende, por edad e intereses compartidos. a mis sobrinos que hacen un reventón a donde van, mientras mis pequeños hijos solo quieren jugar videojuegos y brincarme encima.
De Veracruz es mi primer recuerdo, tenía tres años y recuerdo una colección de barcos a escala, un perro llamado “Alegría”, a mi madrina Esperanza, a mis papás y a perseguir solo en pañal por el calor a mis hermanos que hacían lo posible por huir de mí pero terminaban jugando conmigo o leyéndome “Fantomas la amenaza elegante” y el mar con arena negra.
Luego los cambios de un lado a otro, vivir entre mudanzas de libros y despedidas que nos dolían hasta que supimos que el hogar iba empacado en el corazón y así, la peregrinación a lo que siempre fue nuestra residencia sin importar de donde veníamos o a donde íbamos, llegar a Campeche cada seis meses, era llegar y colgar las hamacas, correr a ver a tía nena, a tía Tina, a tía Charito, a tío Renato, a comer galletas Richaud de unas enormes latas cuadradas y tomar soldado de chocolate hasta que nos doliera el estómago. Estábamos en casa y todos lo sabíamos y mientras yo jugaba en unos troncos de colores en el malecón frente a la iglesia de Guadalupe, mis papás se agarraban de la mano y veían la puesta de sol, en su mar, en su brisa de sal.
Me siento ahora en la mecedora a lado de mi madre y vemos su mar, mi mar, cada tarde, ve su puesta de sol y se maravilla de que la mejor paleta de colores del universo se de en tan pocos minutos y sea, siempre similar pero nunca la misma. Quisiera darle algo por el día de las madres pero, que se le puede dar a una madre que tuvo todo el amor de su marido, tiene todo el amor de sus hijos y sus nueve nietos, que tiene más historias que palabras tengo yo en mi vocabulario ¿Cómo lo sé? Levanta su vista del crucigrama y me pregunta “Indivisible por dos” yo estoy más allá, que acá, adormecido por el viento en las ramas, el frescor de la brisa y el murmullo del oleaje, además de que, si en algo soy malo, es en crucigramas así que contesto, “ni idea má, deja le pregunto a San Google” y así, sin más regresamos a escuchar el viento en las ramas, sentir el frescor de la brisa y el murmullo de mar además del confortable y ruidoso silencio que solo da una madre que ama y es amada.
El mar, la mar, su mar… ¿acaso no es el mejor regalo? Pero, Papá se lo dio al iluminarse la mirada al ver el reflejo del sol en el plácido oleaje del golfo dentro del golfo, o mamá le compartió el amor de la Isla del Carmen por el mar o ambos unieron la rivalidad extraña pero real entre una ciudad amurallada que besa la mar y una isla paradisiaca abrazada por él. No lo sé, solo sé que unieron sus vidas y su amor es sal que corre por nuestras venas, el amor por su tierra es la sal en lo paterno y la pureza, sabiduría y amor en lo materno, su tierra, nuestra tierra y quizá, en una pizca de ironía, nuestra tierra resulta no ser tierra sino… el mar… la mar… su mar… mi mar.
Gracias padre… gracias madre.