Ante los tumbos, rumores, silencios álgidos y espectáculos masivos que lo lustraron con creces, el monolito taurino más grande del mundo volvió a la vida que le fue destinada más de 600 días después de una voluntariosa –de todos– dejadez de una fiesta en medio, como era de esperarse, de reclamos en forma de marcha-batucada, interrupciones de tránsito, gritos, enfrentamientos, cohetones y pedradas.
La Ciudad de México ya huele de nuevo, entre otras sempiternas exquisiteces, a corrales. La afición, advertida, acudió, y la ganadería dejó todo que desear.
Cerrar una plaza no puede significar, y esto para las planas punitivas, el fin de la tauromaquia. Ningún candado podrá con el sofisticado equilibrio que resguardan los ganaderos en los rincones propicios de la genética amorosa. Ni con la fantasía de mandar en el ruedo de la vida de un joven torero. Ni con la consistencia de las pasiones de los tendidos que siempre encontrarán el cauce en cualquier pretexto. Ni con las toneladas de carne que sin orden sacrificial llegan inclementes a todas las mesas.
Pero por eso es inconcebible que hoy volvamos a acomodarnos en las localidades inflacionadas sin andar desasosegados. Todos los que atravesamos el ayuno acudimos a la cita taurina conscientes de que el ritual en algo se transformó en la ausencia de cada uno de los parroquianos, incluso entre los no comulgantes, los más puntuales.
De ninguna forma debe considerarse sólo un triunfo el que la reapertura de la Plaza México se haya decidido en algún tribunal, mucho menos en un contexto donde la legalidad no va de la mano de la razón. De ninguna forma los mínimos impulsos del recaude de firmas proapertura deben verse sólo como aportes sinceros de una movilización invisible.
Y no hubo agua de azahar para los astados encartelados que el respetable, desde temprano, reclamaba al juez. Con nombres rebosantes de simpatía (Ministro, Tortolito, Mar de nubes con sus 590 kilos de nada, etc), los bichitos de Tequisquiapan no hicieron más que para abucheos y escarceos del respetable que luego ni supo a lo que aterrizó sin toro. Ni siquiera pudieron con los esfuerzos de Joselito o Silveti.
Ni qué decir de la suerte que le estuvo reservada a un Roca Rey que no ha podido ver la suya en México, y tuvo que comerse un toro cuando ya ni la esperanza había de que la noche cantara.
De cierraplaza, vaya este espacio en homenaje a una artista mexicana que tomó de los toros la emoción de vivir un instante en lo más alto. Mientras moramos en una ciudad sin lidia, vio la luz el esfuerzo de Norma Lojero, Las crónicas de Pepe Faroles y otras escrituras (FCE, 2022), el rescate textual del espíritu táurico de la sinigual Josefina Vicens, al que hay que acudir siempre que, en esta bronca de cojinazos, se quiera la luz para brillas mejor.