11-S: el derrumbe de la realidad

El siglo XXI ha traído un auge de recursos tecnológicos imaginados por la ciencia ficción que hoy forman parte de la vida cotidiana. Al mismo tiempo, esa bonanza ha sido acompañada por una serie de eventos catastróficos que inició hace justo veinte años, con el ataque a Nueva York que conmocionó y transformó el mundo. En la retrospectiva del siguiente ensayo destacan como secuelas el ascenso de teorías de la conspiración, falsas noticias, el fundamentalismo, guerras, manipulación de los poderes y las corporaciones: un horizonte que perfila o realiza el dominio distópico de lo que Umberto Eco denominó la nueva Edad Media.

11-S
11-S Fuente: britannica.com

Quizá pudimos intuir que el nuevo siglo sería tormentoso desde antes de que comenzara. La primera señal fue la supuesta amenaza del Y2K, el bug o error del milenio: supuestamente, al llegar el año 2000 el reloj de las computadoras, que usaba sólo dos dígitos, asumiría que era 1900 y ese salto virtual al pasado crearía un conflicto que colapsaría el incipiente control digitalizado de industrias, bancos, plantas de energía, navegación aérea y más.

LOS INICIOS EN FALSO

Nada catastrófico ocurrió, pero este fiasco puso en evidencia que dependíamos y nos estábamos entregando de lleno a sistemas que no entendíamos del todo. Esta salida en falso fue imaginada entonces como el fin de una era y el principio de un siglo cibernético. Así, el primero de enero de 2001 llegaba un poco tarde a su propia fiesta. La rigidez cronológica perdió la carrera ante un tropezón bochornoso e inauguramos la centuria antes de tiempo.

Al despiste técnico siguió la elección presidencial estadunidense del 7 de noviembre de 2000, entre el vicepresidente Al Gore y el hijo del expresidente, George H. W. Bush y gobernador de Texas, George W. Bush, la cual además de ser controvertida tuvo graves consecuencias. Gore ganó incontes-tablemente el voto popular por más de 540 mil votos, sin embargo, debido a la peculiaridad del colegio electoral estadunidense eso no tenía la menor importancia. Las irregularidades electorales en Florida obligaron a un recuento y a otro más, hasta que la Suprema Corte decidió suspender los conteos y otorgar el triunfo a Bush. Gore, temeroso ante la inestabilidad que podría causar una inconformidad, concedió.

La llegada de Bush a la presidencia implicó que un equipo de neoconservadores o neocones se enquistara en el poder. Así el vicepresidente, Dick Cheney, y el secretario de la defensa, Donald Rumsfeld, quedaron en posición de promover las ideas de Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, un think tank (es decir, un organismo de investigación dedicado a apoyar una idea o punto de vista mediante publicaciones, conferencias, cabildeos y actividades de militancia intelectual) que deseaba imponer por medio de acciones militares un renovado liderazgo global. Los neocones, entre los destacaban Irving Kristol, Norman Podhoretz, Midge Decter y Nathan Glazer, aparecen en el City Co-llege de Nueva York en la década de los años treinta, compartiendo una ideología cercana al trotskismo. Como otros izquierdistas de la época, renegaron del socialismo por las purgas estalinistas y por lo que consideraban el fracaso del Estado soviético. Cuando sus antiguos aliados se burlaron de ellos llamándolos neoconservadores, Kristol se apropió del término con sarcasmo y desafío.

Líderes de opinión comenzaron a tener desconfianza ante la actuación, intención y eficiencia del gobierno. El ataque al WTC fue una de las tragedias más vistas en la historia humana

Los neocones transitaron de la izquierda a la derecha liberal manteniendo un discurso patriotero que predica la necesidad de imponer sus valores en el mundo por el convencimiento o la fuerza. En los años sesenta denunciaron a la nueva izquierda y la contracultura. Rechazaban todo compromiso, conciliación o diálogo con la Unión Soviética. Su dogma era la defensa de la democracia, el libre mercado y los derechos humanos, aunque para eso hubiera que reprimir civiles e instalar regímenes brutales aliados a Washington. En Ronald Reagan vieron a un líder que podían seguir con fervor, aunque de pronto estuvieron más a la derecha que él, deseando una confrontación con Moscú. Cuando la Unión Soviética se desplomó se sintieron reivindicados, pero con ese triunfo perdieron también la causa que les daba sentido, por lo que comenzaron a proponer el uso de guerras preventivas en el mundo para eliminar riesgos potenciales a la Pax Americana. Estas ambiciones parecían delirios imperialistas, anacrónicos y absurdos, pero una administración vacua y carente de credibilidad como la de Bush fue el caldo de cultivo ideal para esas ideas. Ideólogos como Paul Wolfowitz (quien fue subsecretario de defensa), Richard Perle (exmiembro de la Junta de Política de Defensa) y Scooter Libby (jefe de personal de Cheney), desde sus puestos secundarios infectaron el Pentágono y la Casa Blanca con el dogma de impedir el surgimiento de un nuevo rival. Bush, por su parte, estaba obsesionado en demostrarle a su papá que podría terminar la guerra que és-te comenzó y contaba con el equipo para justificar ese ajuste de cuentas familiar. Para alimentar sus deseos de revancha e intervencionismo le daban reportes regulares (provistos por Israel y Jordania, principalmente) de que Saddam Hussein preparaba un arsenal de armas nucleares, químicas y biológicas.

LA CAÍDA DE LAS TORRES Y DE LA CREDIBILIDAD

Para septiembre de 2001, la popularidad de Bush estaba por los suelos y su legitimidad era cuestionada. Todo cambió en la mañana del 11 de septiembre, cuando cuatro aviones comerciales fueron secuestrados para usarse como misiles contra símbolos del poder económico y militar estadunidense: las Torres Gemelas del World Trade Center (WTC) de Nueva York y las instalaciones del Pentágono. El cuarto avión, que fue derribado por los pasajeros en Pensilvania, al parecer tenía como objetivo la Casa Blanca o el Capitolio. La audacia del ataque fue abrumadora por su uso de las herramientas del mercado (aerolíneas, internet, celulares, tarjetas de crédito) para asestar un golpe más humillante que devastador. Sin embargo, era absolutamente predecible que la respuesta sería desproporcionada y que de hecho daría paso a una nueva era de intervencionismo sin precedente.

En el periodo que va desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del WTC obviamente sucedieron un gran número de acontecimientos políticos de enorme importancia, guerras pequeñas y medianas, invasiones, genocidios, desplazamientos masivos de poblaciones. Pero esto era distinto, en tanto que era una agresión de bajo costo que puso en evidencia la fragilidad de la defensa del país y dañó la mitología de la primera potencia mundial como invencible. Es por eso que pasamos a imaginarlo como el evento que señaló el auténtico principio del siglo XXI.

La torpeza e incompetencia de las agencias de espionaje e inteligencia fue apabullante. Sabían, por lo menos desde el 22 de junio, que un ataque de agentes de Al Qaeda infiltrados en Estados Unidos era inminente. Un mes y seis días antes del ataque, el reporte del FBI al gabinete presidencial planteaba la posibilidad de que aviones comerciales fueran usados para destruir edificios. Durante ese verano numerosos informes aseguraban que Bin Laden preparaba un gran ataque contra Estados Unidos. Nadie se alarmó, ni siquiera se informó a las aerolíneas o al público.

El ataque a Bagdad, “Shock and Awe”.
El ataque a Bagdad, “Shock and Awe”.

Cuando estas omisiones y descuidos fueron revelados después de los ataques, el público y numerosos líderes de opinión comenzaron a tener sospechas y desconfianza ante la actuación, intención y eficiencia del gobierno. El ataque al WTC fue una de las tragedias más vistas en la historia humana, los impactos de los aviones quedaron registrados en varias cámaras, el de la segunda torre fue transmitido en vivo por la televisión, así como el colapso de las dos. Sin embargo, pronto comenzaron a circular versiones alternativas que cuestionaban o negaban la narrativa oficial.

Las teorías conspiratorias se multiplicaron: algunos especulaban sobre los verdaderos autores intelectuales (sauditas, paquistaníes, israelíes, Sa-ddam Hussein); no pocos creían que el gobierno estadunidense estaba implicado o por lo menos había permitido deliberadamente que eso sucediera; había quienes pensaban que inversionistas sabían lo que sucedería y apostaron a la caída de las acciones de United y American Airlines. También se cuestionaba la destrucción misma de las torres que media humanidad había visto con sus propios ojos. Las explicaciones de estos escépticos iban del uso de hologramas (para hacer que misiles se vieran como aviones) hasta que era el resultado de una demolición controlada con una reacción termita. Uno de sus argumentos más contundentes era la caída de la torre 7 del complejo de inmuebles del WTC, la cual no recibió impacto de avión alguno y se desplomó sobre sí misma, de manera similar a las Torres Gemelas.

La desconfianza ante las versiones oficiales y las afirmaciones gubernamentales fue creciendo, extendiéndose y masificándose. Ya no sólo eran los herederos de la contracultura de izquierda quienes dudaban, sino que también gente de todo el espectro de la derecha, desde conservadores, republicanos y evangélicos hasta los ultraxenófobos y racistas. La frustración, el desengaño y la decepción fueron convirtiéndose en rabia contra la diabolicoligarquía (https://www.motherjones.com/media/2008/09/are-any-911-conspiracy-films-plausible-2/). Los desencantados, principalmente en la derecha, comenzaron a crear canales de comunicación, propaganda, adoctrinamiento, reclutamiento, organización y planeación. A los grupos que buscaban revelar la verdad de los ataques del 11 de septiembre comenzaron a llamarles Truthers (9/11 Truth Movement, Architects and Engineers for 9/11 Truth, Scholars for 9/11 Truth).

BAUTIZO DE FUEGO

Bush respondió a los ataques lanzando el 7 de octubre de 2001 su “guerra contra el terror”, que comenzó con la invasión de Afganistán y en 2003 siguió con la ocupación de Irak. Aprovechó la ira y el desconcierto popular para imprimir un “propósito moral” a su causa. La propaganda estadunidense ofreció el bombardeo nocturno de Bagdad, denominado “Shock and Awe” (Conmoción y pavor), como respuesta al espectáculo mediático y visual que fue la destrucción de las torres.

El ataque militar contra Afganistán tenía la finalidad de eliminar o capturar a los integrantes de Al Qaeda, así como a quienes les dieran protección, refugio o ayuda. El frágil régimen talibán que apenas gobernaba en partes del país se desplomó casi sin oponer resistencia. Buena parte de la ofensiva inicial consistió en comprar líderes antagónicos con maletines de dinero y armas, y capturar sospechosos que fueron enviados a Guantánamo en una estridente burla de la ley internacional. La famosa afirmación de Rumsfeld, el 15 de noviembre de 2002, de que la guerra de Irak sería corta (“cinco días o cinco semanas o cinco meses, pero definitivamente no será más larga que eso, no será la tercera guerra mundial”), sin duda destruyó lo poco de credibilidad que le quedaba al régimen.

La cultura estadunidense y por reflejo su influencia internacional quedó anegada en propaganda militarista.

Si los argumentos para lanzar una guerra de invasión contra Afganistán eran endebles, ya que en vez de una acción legal contra los terroristas optaron por una aventura punitiva, la justificación para la guerra contra Irak fue un amasijo de mentiras descaradas

La guerra, la tortura y la brutalidad fueron estetizadas. Las imágenes de bombardeos y del avance de las tropas se usaban en los medios de manera manipuladora e intimidante, depuradas y censuradas para no mostrar la catástrofe humanitaria. Pero a diferencia de la primera Guerra del Golfo, donde las imágenes bélicas se controlaron para mostrar un conflicto higiénico, quirúrgico y preciso, en esta ocasión los propios soldados estadunidenses filmaban, compartían y posteaban imágenes de las atrocidades.

Esto rompió en cierta forma la ilusión que quería crearse de una guerra justa de liberación. La militarización de la sociedad avanzó rápidamente, con la complicidad de políticos de ambos partidos. La presencia del ejército aumentó en la vida civil, en el mundo de los juegos de video, en los eventos públicos y especialmente en el futbol americano. Mientras tanto, en el cine las representaciones de la guerra tardaron en aparecer y fueron en un principio escasas, serviles y tímidas. Las pocas películas estrenadas sobre la Guerra contra el terror evitaban cuestionar su legitimidad o, de hacerlo, se enfocaban en casos humanos específicos, como el mentiroso telefilme Rescatando a Jessica Lynch (Peter Markle, 2003), La guerra de Charlie Wilson (Mike Nichols, 2007), Ausente (Kimberly Pierce, 2008) e incluso la cinta de Brian de Palma, Redacted (2007), que fue un desastre de crítica y taquilla.

En cambio el malestar pasó directamente al horror y en particular al género de la pornotortura, en franquicias populares como Saw (creada por James Wan y Leigh Whannell, con nueve filmes) y Hostel (Elie Roth, 2005 y 2007), en donde se tortura, mutila y asesina a gente por entretenimiento, por lo que cargan en la conciencia o bien por su nacionalidad.

Mientras Estados Unidos y sus aliados bombardeaban impunemente países lejanos, torturaban y mataban sospechosos en Guantánamo, la base Bagram y en ataques con drones, estas cintas eran una manifestación social de culpa, temor y ansiedad.

LAS MENTIRAS QUE JUSTIFICARON LAS GUERRAS

Si los argumentos para lanzar una guerra de invasión contra Afganistán eran endebles, ya que en vez de una acción legal contra los terroristas optaron por una aventura punitiva, la justificación para la guerra contra Irak fue un amasijo de mentiras descaradas. El régimen de Bush, con la complicidad del New York Times y el Washington Post, denunciaron la adquisición por parte del gobierno de Saddam Hussein de tubos de aluminio que, aseguraban, usaría para enriquecer óxido de uranio (yellow cake) y producir una bomba nuclear (los tubos eran para misiles convencionales y la compra del uranio es aún motivo de debate). Añadieron que desarrollaba drones para dispersar armas biológicas y químicas (carcachas de jets yugoslavos inservibles y drones de madera balsa pegados con diurex), así como plantas móviles para fabricar armas químicas (otra fantasía sin sustento).

Buena parte de las supuestas revela-ciones provenían de un tal Curveball, Rafid Ahmed Alwan al-Janabi, un ladrón y desertor que aseguraba tener información de primera mano acerca de los programas armamentistas iraquíes. Los secretos que compartió eran mentiras ingenuas, pero los servicios de inteligencia estadunidenses y británicos decidieron usarlas; sus chifladuras (con las que esperaba obtener su green card pero “no ser responsable de una guerra”, como declaró más tarde) culminaron con la presentación (ahora considerada desternillante) de Colin Powell ante al Consejo de Seguridad de la ONU, el 5 de febrero de 2003, donde ofreció videos de animación como pruebas y un inolvidable frasco de “ántrax”.

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CLAVES FÍLMICAS

Dos películas filmadas en 1999 que se convirtieron en obras de culto han resultado ser premonitorias y clave para entender el espíritu del tiempo del siglo XXI. El club de la pelea, de David Fincher, basada en la novela homónima de Chuck Palahniuk, es un delirio satírico, hiperviolento y enfebrecido sobre la masculinidad tóxica, que se estrenó y fue abucheada en el festival de Venecia, dos años y un día antes de los ataques del 11 de septiembre. La cinta comienza y termina con la destrucción de rascacielos por terroristas y la segunda frase que se dice es “This is it, Ground Zero” (el término que se usaría dos años después para referirse a la pila de cascajo que quedó en lugar de las torres).

La idea del club de la pelea, en el que un grupo de hombres se trenzan a golpes sin reglas ni límites, es el sueño húmedo de una masculinidad titubeante, desesperada por recuperar el respeto que creía merecer y por encontrar espacios libres de mujeres. El machismo histérico liberado fue una de las influencias de la alt-right, la derecha alternativa digital, un movimiento sin lineamientos ni ideología ni líderes, organizado en torno al re-sentimiento, la victimización, la fragilidad emocional del nacionalismo blanco y la misoginia.

La otra cinta es Matrix, de las hermanas Wachowski. Describe un mundo donde los seres humanos están atrapados en una simulación de la realidad creada por máquinas conscientes, que mantienen a la población en capullos donde producen energía como si fueran baterías. El líder de la insurrección, Morpheus, ofrece al protagonista, Neo, la opción de tomar una píldora roja para poder ver la realidad de la matriz en que se vive en esclavitud o bien la píldora azul, con la que regresaría a la ilusión de su vida normal.

La idea de elegir entre las píldoras es una metáfora que capturó la imaginación de los cibernautas, y más recientemente de la derecha. “To red pill”, o tomarse la píldora roja, es descubrir que uno ha sido engañado y es en cierta forma el equivalente derechista a la noción de izquierda de experimentar un despertar (being Woke) a la justicia social y la sensibilidad.

La impresión de que la realidad es la ilusión de un insomne, como en la novela de Palahniuk, o que es un programa creado por una mente no-humana, ha impactado desde el inicio del siglo a millones que súbitamente se atan a las explicaciones y teorías conspiratorias más disparatadas y estridentes, en gran medida porque son antagónicas a la idea que tenemos de una realidad compartida y comprobable, dos criterios que han perdido validez ante sus ojos. Tanto en Matrix como en El club de la pelea el protagonista vive una existencia de consumo y mediocridad hasta que un día rompe con la normalidad. Ambos tienen dos personalidades: en una “Jack” o el Narrador y su alter ego, el explosivo vendedor de jabón Tyler Durden, y en Matrix, el programador Thomas A. Anderson y el hacker Neo. Podríamos imaginar que las Torres Gemelas reflejaban esa dualidad. Que los rascacielos idénticos representaban la promesa y la pesadilla del capitalismo, la cara sonriente y des-piadada del mundo de las finanzas, como un moderno dios Jano, de dos caras, que preside sobre el inicio y el final de los conflictos.

LA DUALIDAD OBAMA-TRUMP ANTE LA REALIDAD DEBILITADA

Obama fue elegido dos veces con inmenso entusiasmo y pudo conservar buena parte del aprecio de la ciudadanía por su estilo ecuánime y educado. Entre sus logros dejó los mercados financieros en orden tras la catástrofe del 2008, intentó enmendar relaciones con Irán y Cuba y creó el Obamacare (que dio seguro de salud de paga a veinte millones de personas). Pero también abandonó a las víctimas de los bancos al optar por rescatar a las instituciones financieras, prometió terminar las guerras y en lugar de eso las expandió, empleando el programa de ejecuciones con drones en seis países (con una eficiencia de menos del diez por ciento en sus asesinatos). Nunca exigió justicia contra los abusos y mentiras que llevaron al país a sus guerras infinitas ni buscó condenar a quienes ejercieron la tortura. Así, las decepciones se acumularon y un gran número de personas que votaron dos veces por él, en 2008 y 2012, votaron por Donald Trump en 2016.

La llegada de la exestrella del reality show, El aprendiz, puso en evidencia la frustración que sentía un gran sector de los votantes con la clase política; pero también era una forma de escapismo, de apostar por una ficción mediática, de imaginar que el poder estaba mejor en manos de un millonario narcisista aficionado a las teorías conspiratorias. Su triunfo en el voto electoral, a pesar de su derrota en el popular, marcó la llegada de la extrema derecha paranoica al poder. Mientras su gobierno cumplía con una agenda radical republicana (recortes de impuestos a millonarios, eliminación de programas sociales, embestidas contra las minorías, borrar medidas de protección al ambiente), él desató un culto nacionalista blanco que capturó a millones de seguidores, incluyendo la alt-right y milicias armadas en todo el país.

Las teorías conspiratorias modernas comienzan con supuestas visitas extraterrestres, abducciones y con el presunto ocultamiento de las pruebas por parte
del gobierno... Hoy la actitud de las autoridades estadunidenses ha dado un giro radical

El “fanatismo escéptico” de las hordas MAGA (por el slogan trumpiano Make America Great Again), que pasaron del cinismo y el troleo a la sumisión crédula, representó un divorcio completo de la realidad que tuvo su mejor expresión en el culto QAnon, al que ya hemos dedicado este espacio (El Cultural, número 295, 27 de marzo, 2021). QAnon surge como un amasijo de teorías conspiratorias antiguas y modernas, una teoría general de lo absurdo e improbable.

Lo que se presentaba originalmente como las filtraciones de un agente gubernamental, Q, con acceso a secretos de altísimo nivel, quien pretendía que Trump estaba jugando “ajedrez tridimensional” y llevaba a cabo un plan maestro para arrestar a los líderes del partido demócrata —por pedófilos—, fue convirtiéndose en un credo místico, donde Trump era un enviado divino destinado a proteger a la nación.

Q posteaba inanidades crípticas que sus seguidores analizaban y trataban de descifrar para entender lo que realmente sucedía. Las palabras de Q inspiraban a los fanáticos en línea, hasta que el culto dejó de limitarse a las pantallas y los foros de discusión, cuando los fieles comenzaron a salir a la calle a manifestarse, a autoinvestigar y tratar de secuestrar a la gobernadora de Michigan. Su primer blanco fue la pizzería Comet Ping Pong, de Washington, mencionada en los correos filtrados de Hillary Clinton por Wikileaks. Ahí, supuestamente, los demócratas tenían presos a niños para ser usados en rituales satánicos y actos sexuales. No importó que esa información hubiera sido falsa, los devotos de Q siguieron organizándose para el Armagedón trumpiano en que el ejército tomaría Washington y ejecutaría públicamente a los demócratas pedosatánicos.

JFK, OVNIS Y REDES

Por lo menos desde el asesinato de Kennedy, en noviembre de 1963, las teorías conspiratorias han sido extremadamente populares. En los setenta, alrededor del ochenta por ciento de los estadunidenses no creían que Lee Harvey Oswald era el asesino solitario del presidente. La diferencia en esta era de desinformación y noticias falsas es que las teorías conspiratorias se han convertido en armas políticas de destrucción masiva y la información alternativa circula amplia y velozmente por las redes sociales.

La epidemia de teorías conspiratorias modernas comienza con supuestas visitas extraterrestres, avistamientos, abducciones y con el presunto ocultamiento de las pruebas por parte del gobierno. Hoy que la cultura de la conspiración se ha vuelto dominante, mainstream, la actitud de las autoridades estadunidenses ha dado un giro radical. Después de décadas de negar la existencia de OVNIs, rompieron el tabú al reconocer su ignorancia e incluso, el 25 de junio de 2021, hicieron públicos videos de fenómenos inexplicables. Es una validación de las ideas de muchos teóricos de la conspiración, ya que si bien no aceptaron que dichas visitas hayan tenido lugar ni que se han ocultado pruebas, significa por lo menos que las evidencias se han estudiado y se abre la posibilidad de reconocer que, en efecto, un mundo (o varios) nos vigila(n).

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La histeria de los crédulos es relativamente fácil de manipular y no sólo por los grupos extremistas, sino también por políticos y corporaciones, para encender sentimientos apasionados. Lo interesante es que se ha demostrado que no hay una correlación entre ideología y teorías conspiratorias, por lo que se consumen y producen por igual a derecha como a izquierda. Las teorías conspiratorias difícilmente se destruyen pero se transforman y adaptan a los tiempos e incluso algunas de ellas, al demostrarse, dejan de ser teorías y se vuelven conspiraciones reales (como la quema del Reichstag, Watergate o el incidente del Golfo de Tonkín).

LA GRAN MENTIRA

Aquella elección de 2020 fue un punto determinante en la fe de estos devotos que creían en las revelaciones de Q: afirmaba que Trump no podía perder. Pero perdió y Q desapareció. Trump y sus seguidores rechazaron el resultado de la elección por todos los medios legales y perdieron caso por caso. Las pruebas electorales fueron contundentes: Trump perdió el voto popular por siete millones de ciudadanos y el voto electoral por 74, pero intentó ahogar la realidad —que comenzó a llamarse la gran mentira— con un marasmo de teorías conspiratorias, acusaciones irracionales y descalificaciones ridículas. Ninguna prueba podía disuadir a los fanáticos: las matemáticas mentían, la tecnología era un arma del enemigo, los líderes, representantes, jueces locales y federales que legalizaron las elecciones tenían que ser antagonistas (aun cuando se trataba de republicanos e incluso de trumpistas).

Los fieles de MAGA comenzaron a organizarse en línea para asistir a una manifestación en la que Trump hablaría frente a la Casa Blanca, el 6 de enero de este año, poco antes de la sesión del Congreso que haría el conteo definitivo de los votos electorales. Ahí, Trump los incitó a caminar hacia el Capitolio y mostrar su repudio por ese “robo”. Miles de fanáticos confrontaron a la policía y cientos usurparon el recinto. Cinco personas murieron ese día o poco después, cuatro policías se suicidaron y más de 140 agentes fueron lesionados, algunos de gravedad. El aún presidente tenía responsabilidad por los actos de violencia cometidos por sus partidarios, sin embargo, volvió a triunfar en su segundo juicio de destitución o impeachment y siguió pregonando la gran mentira. Parte de sus seguidores finalmente fueron reconociendo que habían sido engañados, pero otros se aferraron a sus creencias y siguen esperando que en algún momento próximo Biden sea retirado del cargo por el ejército y Trump, restituido en la presidencia. Esta insurrección y su vasto apoyo entre la derecha marca el fin de una era de respeto a las instituciones, por lo que también ha sido considerada como el verdadero inicio del siglo XXI, veintiún años y cinco días después de su nacimiento.

La pandemia ha sido el caldo de cultivo para un serie de creencias estrafalarias y peligrosas. A dieciocho meses de que los países comenzaron a cerrarse por la pandemia, las hordas de antivacunas, antimáscaras y anticonfinamiento se han multiplicado .

PANDEMIA O PLANDEMIA

La realidad ya estaba herida cuando llegó la pandemia, pero las condiciones que debieron imponerse entonces (poco a poco, con temor y reservas) fueron interpretadas como un plan para someter a la población y arrebatarle sus derechos. Era obvio que el miedo, la impotencia y la ignorancia respecto al virus causaría reacciones, pero el ambiente político altamente polarizado convirtió la situación en una guerra. El confinamiento y el uso de mascarillas fueron el combustible para las hordas trumpianas y la alt-right: basadas en información que pescaban en redes sociales, sostenían que el virus no existía y era una estratagema para dañar la reelección de Trump, o bien que sí existía, pero era una arma biológica china; o que se podía curar con hidroxicloroquina o con inyecciones de cloro o aun introduciendo luz al cuerpo, como sugirió el presidente. La desconfianza es ante todo una forma de la credulidad. Estos disidentes también expresan una forma de fe inquebrantable y devoción ciega por encontrar verdades místicas en datos alternativos, por expresar su independencia de pensamiento al comulgar con un rebaño de fieles que repiten a coro las certezas aprendidas en Facebook y YouTube.

La epidemia se convirtió en una pandemia catastrófica en gran parte por quienes se negaban a creer en la ciencia y a respetar las medidas sanitarias. La llegada de la vacuna fue interpretada por los conspiranoicos como una treta para ser “marcados” con un implante, un chip que los rastrearía y controlaría hasta el fin de sus días. Otros más imaginaban que era un plan genocida de reducción de población y una estrategia de enriquecimiento de las grandes farmacéuticas. Muy pocos de ellos dedicaban un momento a considerar el hecho de que las epidemias y las enfermedades contagiosas fácilmente transmisibles han sido una amenaza ante la cual la humanidad nunca ha dejado de ser vulnerable.

Definitivamente, en muchos casos las autoridades fueron cómplices del temor y la desconfianza debido a su propia confusión y sus contradicciones. El hecho es que la pandemia ha sido el caldo de cultivo para un serie de creencias dislocadas, estrafalarias y peligrosas. A dieciocho meses de que los países comenzaron a cerrarse por la pandemia, las hordas de militantes antivacunas, antimáscaras y anticonfinamiento se han multiplicado, fortalecido y radicalizado, dañando los planes de romper la cadena de contagios. Al mismo tiempo, las naciones ricas han acaparado las vacunas, con lo que la pandemia ha puesto en evidencia una vez más su egoísmo y negligencia suicida. La imposición de pases y registros de vacunación para tratar de volver a la vida ha chocado en muchos países con activistas enfurecidos que comparan esta iniciativa sanitaria básica con una política nazi. La realidad de la pandemia, con sus millones de muertos, consecuencias de salud y devastación económica no es un obstáculo para sus certezas, ni pone en duda su obsesión neofascista de pureza corporal.

FIN DE LA GUERRA

El vigésimo aniversario de los ataques del 11 de septiembre iba a motivar las usuales ceremonias solemnes de lectura de los nombres de los caídos y de los llamados a “Nunca más” permitir que algo así vuelva a suceder. Pero el propósito moral que unió al país hace dos décadas ha quedado pulverizado en los campos de batalla y hoy se encuentra profundamente dividido. El presidente Biden ordenó la retirada de las tropas estadunidenses de Afganistán (que Trump ya había prometido desde el otoño de 2020), para coincidir con este aniversario y celebrar el fin de una de las guerras inacabables. No obstante, la caída de Kabul fue mucho más vertiginosa y caótica de lo que esperaba. Las imágenes del aeropuerto inundado de gente desesperada, literalmente colgada de los aviones, provocó obvios recuerdos de la ver-gonzosa derrota y retirada de Vietnam, con sus inolvidables imágenes de helicópteros rescatando gente de la embajada estadunidense en Saigón.

El gobierno de Estados Unidos engañó durante dos décadas a su pueblo y al mundo respecto a la situación en Afganistán, la inversión en un ejército, un gobierno e infraestructura. La ilusión se derrumbó y la invasión demostró que nunca fue nada más que un jugoso negocio de contratistas, militares y políticos corruptos e incompetentes. Ciento cincuenta mil muertos y miles de millones de dólares de los contribuyentes es el costo de financiar veinte años de ocupación. Ésta fue una embestida más contra la manufactura del consenso en ese país.

No hay duda de que hay algo podrido en este siglo XXI que comienza y vuelve a comenzar una y otra vez. Se trata de la realidad compartida, que cada vez tiene menos sentido para millones de personas que han transformado su frustración en nihilismo feroz.