Para Gerardo Cortés Macías y doña Lucy (qepd)
Me escabullí de la chamba a las dos en punto. Era un jueves de 1988 y yo trabajaba como mensajero en Banco Mexicano Somex, en Reforma 213.
Caminé por Reforma en dirección al Zócalo y llegué a la Catedral con media hora de adelanto a la cita con mi hermano Tamayo. Me seguí a la cervecería Kloster, en la calle de Cuba casi con Allende, me bebí dos bolas de cerveza oscura y volví al lugar de mi encuentro.
Cuando llegué a las afueras del atrio, Tamayo salía del metro por el acceso a la Catedral. Me hizo una seña con la mano que apretaba doblado su Esto.
—Pura gentuza —dijo como saludo—. Vente, es buena hora.
Caminamos hacia el norte por Brasil, a media calle de Donceles pasamos por el Bar León y luego por un expendio de aguardientes que vendía a granel con una pequeña barra para probar sus mezcales; en el Bar León, Sofía y Yayo pasaban noches enteras en compañía de amigos incombustibles. Mi hermana y mi cuñado vivían en un departamento enorme en el tercer piso del 90 de la calle Donceles, edificio vecino del Café Río, propiedad de una señora libanesa y sus hijas. Las apodaban Las narizonas.
Papá Ricardo, un español emigrado a México en el 39, era dueño de la cantina Chiapas, casi en la esquina de Justo Sierra y Argentina. Era padre biológico de Yayo. Siempre procuró a su hijo, incluso cuando ya estaba casado con Sofía. Por esas casualidades de la vida mi padre y Papá Ricardo eran viejos conocidos, eso lo supimos hasta que ambos se encontraron la noche en que Yayo vino a nuestra casa en Infiernavit a pedir a mi hermana, acompañado de su padre.
Dimos vuelta en Justo Sierra y pasamos por un viejo edificio de departamentos en el número 15, con la entrada sepultada por puestos ambulantes y cajas de cartón con mercancía.
—¿Sabes quién vivía aquí? —me preguntó Tamayo.
—Sí —dije seguro.
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Un contingente policiaco incursionó en la zona. El ataque con gases lacrimógenos fue repelido con piedras, bombas molotov y quemando autobuses escolares como barricadas
LUCY, YAYO y su tío Jaime vivían en el número 8, frente a uno de los accesos a la Escuela Nacional Preparatoria 1. Lucy trabajaba como secretaria en las oficinas generales del banco Longoria. Yayo cursaba el primer año en la Secundaria 7, ubicada en 5 de Febrero e Izazaga. Jaime era sobrecargo de aerolíneas Braniff. Todas las mañanas Lucy iba a dejar a su hijo a la entrada de la escuela antes de abordar un taxi a Reforma que la condujera a su empleo. Lucy era una mujer desprejuiciada y mundana con pretendientes para elegir. Ni dios ni marido, decía orgullosa de su independencia cuando le proponían matrimonio. Yayo y su madre llevaban una relación de mucha camaradería y complicidad, más de hermanos que se quieren y respetan. Lucy tenía treinta y tres años, Jaime treinta y Yayo trece. En la familia Cortés no se acostumbraban los besos ni los abrazos, el amor filial se expresaba con una solidaridad pachanguera que hacían extensiva a los demás.
A las cinco de la tarde de aquel 28 de agosto de 1968 se llevó a cabo la tercera manifestación estudiantil en la plaza del Zócalo. Media hora después se habían reunido entre 200 y 400 mil estudiantes, según las estimaciones imprecisas de los medios informativos. El mitin transcurrió sin incidentes pese a su duración. Participaron seis oradores por cada una de las demandas del pliego petitorio. Habían transcurrido 37 días desde el inicio del movimiento. Durante la manifestación del día 27, el Consejo Nacional de Huelga decidió ocupar la plancha del Zócalo hasta la solución del conflicto.
Pero el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz estaba decidido a endurecer su postura ante los justos y pacíficos reclamos de los jóvenes y ordenó su desalojo. Pasadas las diez de la noche la manifestación fue dispersada por los granaderos y muchos manifestantes corrieron a refugiarse al barrio universitario, a unas calles de ahí.
En ese momento el Centro de la capital del país se convirtió en la sede de una heroica resistencia en pie de lucha, apoyada por los vecinos.
Un buen número de estudiantes se atrincheró en la Preparatoria 1. Montaron barricadas en los accesos de San Ildefonso y Justo Sierra. Los vecinos les alertaron que los soldados iban por ellos. Un enorme contingente policiaco incursionó en la zona controlada por los estudiantes, para reprimirlos con violencia. El ataque con gases lacrimógenos y macanazos fue repelido con piedras, bombas molotov y quemando autobuses escolares utilizados como barricadas. Para entonces, desde el Campo Militar Número 1 se desplegaba un destacamento de soldados hacia el Centro Histórico.
Durante los enfrentamientos, los estudiantes hicieron tañer las campanas de la Catedral para advertir a la ciudadanía de lo que ocurría en los alrededores de San Ildefonso. El Zócalo estaba a oscuras por instrucciones del regente, Alfonso Corona del Rosal.
Cuando el Ejército llegó a la zona lanzó un ultimátum a quienes resistían dentro del plantel. Al no obtener respuesta, un bazucazo derribó las puertas en las entradas de San Ildefonso y Justo Sierra. Los estudiantes habían atrancado las dos entradas de la Preparatoria 1 y durante los enfrentamientos muchos huyeron por las azoteas de los edificios aledaños.
Los soldados irrumpieron en el plantel pasando por encima de las barricadas. Oficialmente se reconocieron ocho muertos, un número incuantificable de heridos y detenidos, todos ellos estudiantes.
El 27 de agosto, luego del segundo mitin, el Consejo General de Huelga izó la bandera rojinegra en el asta de la Plaza Mayor. Por la noche llegó al Zócalo un destacamento castrense respaldado por bomberos y fuerzas policiacas. Al mando del general Benjamín Reyes García, comandante de la Primera Zona Militar, iba un batallón de paracaidistas, los batallones 43 y 44 de infantería, 12 carros blindados de Guardias Presidenciales, cuatro carros de bomberos, 150 patrullas y cuatro batallones de policías de tránsito. El operativo era para combatir una revuelta armada y no para disuadir a estudiantes indefensos.
El regimiento se estacionó frente a Palacio Nacional y de una tanqueta bajó el general con un altavoz para dirigirse a los estudiantes:
—Tienen cinco minutos para abandonar la Plaza de la Constitución. Se les dejó hacer su mitin. Han estado demasiado tiempo aquí y no se puede permitir que la plaza, para usos comunes, sea dedicada a otros menesteres.
Uno de los líderes estudiantiles lo impugnó decidido:
—Es nuestra plaza, la hemos ganado y no la vamos a abandonar.
Estallaron gritos de apoyo de parte de sus compañeros pero de los altavoces instalados frente a Catedral se escuchó a todo volumen el himno nacional, al tiempo que comenzaron a arder miles de antorchas hechas con rollos de papel y mantas con consignas. Por unos instantes destellos de luz dorada y chispeante iluminaron los rostros de cientos de jóvenes que como deidades trágicas retaban los alcances del poder represor al que se oponían.
Una vez que se cumplió el plazo de cinco minutos, las fuerzas castrenses avanzaron para tender un cerco contra los huelguistas.
Los estudiantes gritaban “¡orden!” para animarse entre ellos y se sentaron en el suelo para aplaudir. Pero ante lo inevitable minutos después inició la desbandada. Un grupo nutrido de estudiantes salió huyendo por la calle de Madero al tiempo que gritaba “¡Libertad, México, libertad!”. A su paso volcaron un automóvil particular para convertirlo en barricada. Ahí comenzaron los primeros enfrentamientos, que se radicalizarían dos días después.
A la altura de la Torre Latinoamericana, los estudiantes se dieron tiempo para armar un breve mitin y denunciar la represión, pero en cuanto vieron acercarse a los soldados corrieron hacia Avenida Juárez para reagruparse en la Alameda Central. Otros compañeros llegaron al cruce de Juárez y Bucareli para dirigirse a la glorieta de Colón sobre el Paseo de la Reforma, donde comenzaron a avanzar en un contingente compacto y numeroso, exigiendo un alto a la represión.
En el patio había un poste con las cajas de electricidad de las potentes lámparas que iluminaban la Catedral.
Sin dudarlo subió los switches. Era una espontánea muestra
de apoyo contra los abusos del gobierno
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A ESO de las diez y media de la noche del día 28, Jaime se asomó al balcón de su departamento y dejó de preguntarse por quién doblan las campanas de la Catedral, algo inusual a esas horas. Observó horrorizado lo que ocurría a lo largo de la calle Justo Sierra. Conocía perfectamente la Catedral y sus secretos gracias a sus buenos contactos entre el alto clero que administraba el templo. El arzobispo Corripio Ahumada era pariente lejano de la familia y llevaba buena relación con Jaime, a quien consideraba buen católico pese a que no escondía su homosexualidad, en abierto cuestionamiento a la sec recía clerical sobre el tema.
En un momento de calma chicha Jaime decidió apoyar a su modo a los es-
tudiantes acorralados. Bajó a la calle y escabulléndose del control militar y policiaco, caminó hacia la calle de Argentina en busca del costado oriente de la iglesia, en la esquina con Guatemala, ahí había una discreta puerta de hierro sin candado que podía abrirse fácilmente. Cruzó la construcción por detrás hasta llegar al lado poniente, donde está la sacristía y las oficinas. En el patio había un poste de madera con las cajas de electricidad de las potentes lámparas que iluminaban la Catedral. Sin dudarlo subió los switches.
Era una espontánea muestra de apoyo contra los abusos e intolerancia del gobierno. Contra una sociedad hipócrita y autoritaria. Durante cinco lapsos de cinco minutos prendió y apagó la iluminación. Antes de irse dejó prendido el alumbrado. En todo ese tiempo lo acompañaron alaridos de júbilo y aplausos por parte de los huelguistas que comenzaron a gritar porras a la universidad y proclamas en favor de su movimiento. El Zócalo se llenó de una brava energía que estimuló a Jaime durante el anónimo regreso a su domicilio. De camino prendió un Chesterfield y a sus espaldas escuchó un “Goya” más. Se preparaba para contarle los detalles a Lucy y a su sobrino, mudos del miedo. Al llegar a Justo Sierra dio las buenas noches a los soldados que encontró a su paso.
Nadie podía imaginar que ese adulto en fina bata de casa y pantuflas, que se había avejentado prematuramente por el cigarrillo y la alopecia, pudiera simpatizar con los insurrectos. Su sueldo como sobrecargo le permitía vestir bien, llevar un ahorro que quince años después, ya jubilado, usó para comprar un departamento en Donceles y abrir un próspero negocio de enmarcado dentro del Pasaje Catedral. Como la mayoría de sus vecinos, amaba su barrio y estaba orgulloso del ambiente estudiantil animado por las numerosas cantinas de la zona, entre ellas el famoso Chiapas, propiedad de Papá Ricardo. Jaime se sentía identificado con la intolerancia y la represión que sufrían los estudiantes. Él mismo las evitaba disimulando sus preferencias sexuales y se manejaba con un bajo perfil que no le impedía emprender acciones temerarias.
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AL TÉRMINO del operativo militar del día 27, el general Reyes García se apersonó en el viejo edificio del Ayuntamiento capitalino para darle el parte al regente del Departamento del Distrito Federal. El gobierno declaró a los medios que la acción de los militares fue pacífica y que habían recuperado la Plaza del Zócalo.
Mentira. El gobierno trataba de deslegitimar el movimiento propagando entre la opinión pública que no representaba a la sociedad mexicana y que era parte de una conjura internacional desde Moscú. Alrededor de las tres de la mañana del día 29, un destacamento del Ejército cercó las calles de San Ildefonso y Justo Sierra para asaltar a sangre y fuego los dos accesos a la Preparatoria 1. Iban tras los estudiantes que se habían refugiado de la represión en el Zócalo. Los sometieron a macanazos, con gas lacrimógeno, disparos y culatazos. Decenas de ellos fueron detenidos para luego llevarlos al Campo Militar Número 1. No se sabe qué fue de ellos. Los portones de madera del siglo XVIII fueron destruidos por los cañonazos de las tanquetas. Ocho muertos y decenas de heridos quedaron regados en el patio del plantel y en las afueras.
Un buen número de estudiantes había tratado de impedir el ingreso de los militares, empujando sus cuerpos contra los portones. Muchos otros que habían logrado mantenerse ilesos fueron sometidos a culatazos y arrastrados a los camiones del Ejército. Un número incalculable de estudiantes terminó en los separos de la delegación de policía 1 en la Plaza del Estudiante, entre Apartado y el Carmen.
El estruendo de los cañonazos estalló los vidrios del edificio donde vivía Jaime con su familia. Se refugiaron en la cocina y Yayo fue a ocultarse en cuclillas a un costado del refri. Lucy no lo sospechaba, pero para entonces su consentido hijo tenía novia y le daba por fumar después de las clases en compañía de algunos compañeros de aula. Se refugiaban en el patio de la vecindad donde vivía uno de sus condiscípulos más destacados de la secundaria, El Chore, hijo de comerciantes de La Merced. Once años después, Lucy le compraría un Super Bee con el que llegaba a buscar a mi hermana a Infiernavit. Para entonces ya tenía un estilo caifanesco de vestir y le gustaba apretar el acelerador de su deportivo nuevo para que el potente motor de ocho cilindros dejara salir por el escape un rugido presuntuoso. Los primos de Yayo de la Portales lo apodaban el Farol.
Minutos después se oyeron disparos lejanos y gritos en la calle. Decidieron salir a asomarse y tirados boca abajo en el balcón de su departamento, atestiguaron el violento conflicto en el plantel de enfrente. El olor a pólvora y los gases lacrimógenos apenas les permitían respirar. Justo Sierra estaba convertido en un campo de guerra con tanquetas bloqueando las calles. A oscuras y cubriéndose con paños húmedos la nariz, Yayo, Lucy y Jaime oían trepar de la calle gritos de dolor o imperiosos llenos de insultos, sirenas de ambulancias, pisadas de militares en persecución y de civiles corriendo para ponerse a salvo. De los balcones brotaban reclamos: “¡Déjenlos, están indefensos!, ¡asesinos!, ¡abusivos!, ¡no están haciendo nada malo!”. Fueron acallados con disparos de rifle dirigidos como amenaza a las fachadas.
El hermano mayor de Lucy, Hernán, rentaba un departamento de soltero en el número 27 de la misma calle. Se dio cuenta de que un grupo grande de muchachos se metía a su edificio y poco después los oyó subir a la azotea. De inmediato fue a socorrerlos, antes de que saltaran hacia abajo los tres metros que los separaban de la azotea del edificio vecino. Los metió en su pequeño departamento. Eran alrededor de treinta. A gritos le pedían que no le abriera a los militares que ya ingresaban a los edificios y comercios para catearlos. Hernán logró calmar a los muchachos luego de advertirles que si seguían gritando los escucharían y vendrían por ellos. Fue a su recámara y regresó con una pistola escuadra. Aquí no se rinde nadie o nos carga la chingada a todos, dijo. Se hizo el silencio y comenzó a apilar a los estudiantes de tres en tres en el piso de la recámara. Algunos de ellos se orinaron de miedo sobre sus compañeros.
Al poco rato se escucharon fuertes toquidos en la puerta y pasos marciales subiendo las escaleras del edificio. ¡Abran! Gritó una voz intimidante. Hernán corrió a la recámara para ponerse su pijama, escondió el arma fajada detrás del calzón, se desgreñó y fue a abrir. ¿Qué quieren aquí?, preguntó apenas abriendo la puerta lo suficiente para mostrarle su rostro al sargento del Ejército. Con la mano derecha sostenía firme la empuñadura de su pistola. Estamos buscando a un grupo de revoltosos, son de peligro. Aquí no hay nadie, ¿yo qué voy a saber?, estoy muy cansado y entro muy temprano a trabajar, déjeme en paz por favor.
Hernán le mostró al militar una credencial apócrifa con foto que lo acreditaba como supervisor de Nacional Azucarera. El soldado lo miró a los ojos con desconfianza, luego se disculpó antes de seguir con su rastreo en el piso siguiente. Hernán era un solterón mujeriego y apostador, el arma no estaba en su domicilio para fanfarronear.
Eran las 3:30 am, para entonces a Yayo su madre le hacía un lavado de ojos para aliviar la irritación provocada por los estallidos. Lucy decidió que nadie saldría de su casa al otro día. Jaime se reportaría a su trabajo y se haría cargo de su hermana y sobrino.
Aquí no se rinde nadie o nos carga la chingada
a todos, dijo. Se hizo el silencio y comenzó a apilar a los estudiantes de tres en tres en el piso de la recámara
A eso de las 7 am Hernán subió a la azotea a echar un vistazo de la situación en la calle. Era un día despejado, pero aún olía a pólvora y madera quemada. La entrada de la preparatoria estaba custodiada por una patrulla de la policía. El Ejército se había retirado, pero dejaba un retén en la esquina de Justo Sierra y Argentina, a la altura de la librería Porrúa. Hernán bajó al departamento y encontró a los estudiantes abrazándose amontonados unos sobre otros como luego de una orgía de terror. Su benefactor había tomado una riesgosa decisión. Se las comunicó con tono que no permite réplicas.
—Pueden irse de dos en dos, caminen una cuadra hacia el poniente a la calle del Carmen y den vuelta a la derecha hasta llegar a Tepito. Ahí estarán a salvo y cada quien podrá regresar a sus casas como pueda.
De una caja de galletas metálica que guardaba en su clóset sacó un montón de monedas de a peso que repartió entre la mayoría de los estudiantes para ayudarlos con los pasajes. A otros más les regaló camisas y playeras para que se cambiaran las que traían, rasgadas u orinadas.
Cada media hora, con la fusca en mano oculta por la espalda, acompañaba a una pareja hasta la entrada, ahí comprobaba que no había peligro antes de dejarlos salir. Durante todo ese tiempo preparó café para todos en una olla.
Cuando salió el último estudiante, Hernán se dirigió a casa de sus hermanos. Eran casi las 6 pm del 29 de agosto de 1968. Los encontró en pijama, sentados en la sala fumando nerviosos, acompañados de una taza de café. Comenzaron a intercambiar experiencias y hasta ese momento repararon en el peligro que habían corrido. Se abrazaron para darse ánimos.
Una hora después, Hernán regresó a su domicilio. Lucy y Jaime se pusieron a preparar la cena para Mamá Pita, que vivía en el departamento de arriba, sola. No se enteró de nada la viejecilla soreque y gruñona. Dormía en su cuarto con la tele prendida como era su costumbre. Nunca preguntó por qué había tantos vidrios rotos en la estancia. Yayo preguntó si lo llevarían a jugar béisbol el sábado a los campos de la Ciudad Deportiva.
—¿Qué? —gritó la viejilla desde su sillón frente a la tele.
Yayo repitió su petición dirigiéndose a la abuela, temible por sus regaños.
—Ay, niño, qué lata das, si ya no quieres ir a la escuela que te metan a trabajar a la cantina de Papá Ricardo, para que aprendas de la vida, vaquetón.
Nadie le mencionó lo que había ocurrido en la víspera. Mamá Pita se enteró hasta mucho después y nunca creyó la historia.