Por Rafael Rojas
En los años noventa, mientras colapsaba el bloque soviético y se desmantelaba el régimen del apartheid, el escritor sudafricano J. M. Coetzee escribió un ensayo titulado Giving Offense (1996), al que siempre vale la pena regresar. La edición en español del libro, titulada Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar (Debate, 2007), apareció justo cuando las transiciones a la democracia en Europa del Este comenzaban a perder su encanto y el fenómeno de la ostalgie se instalaba en Berlín y otras capitales del antiguo socialismo real. El libro de Coetzee sobrevivió a ambas coyunturas y hoy se lee como uno de los mejores excursos sobre la proscripción de textos, bajo regímenes democráticos o no, en el siglo xx.
Coetzee tenía en cuenta la larga tradición de pensamiento liberal a favor de la tolerancia, que enfrentó los grandes aparatos de censura de la Inquisición española y las monarquías absolutas entre los siglos xvi y xviii.1 Pero el escritor sudafricano observaba también que bajo el orden liberal que se construyó durante el siglo xix, y que colapsó en la primera mitad del siglo xx, se reprodujo la censura. Los totalitarismos de izquierda o derecha y los comunismos y anticomunismos de la Guerra Fría restringieron la circulación de las ideologías en pugna.
La “pasión por silenciar” dejó entonces de ser, exclusivamente, un asunto de ofensores y ofendidos.2 No eran el sacrilegio, la herejía, la obscenidad o la pornografía los únicos blancos de la censura. Lo censurable adquiría un nuevo rango doctrinario y filosófico, sólo comparable al de la interdicción teológica de la Edad Media. Bajo el comunismo soviético, no sólo se censuró a quienes desafiaran la autoridad de Stalin o Brezhnev sino a quienes transgredían el canon ideológico del marxismo-leninismo. Como recuerda Coetzee, en la urss se censuró a Osip Mandelstam por su poema contra Stalin —a quien luego dedicó una “Oda”, que tampoco lo salvó de morir en un campo siberiano—, y también a Boris Pasternak y a Alexander Solyenitzin por “distorsionar la realidad soviética” y traicionar la “conciencia ideológica” del partido.
La política cultural soviética fue trazada, originalmente, en textos de Lenin y Stalin, de Lunacharski y Zhdanov, pero entre 1934 y 1936, los años previos a la promulgación de la Carta Magna soviética, adquirió un status constitucional. Los dirigentes soviéticos —Trotski incluido— podían ser más o menos rígidos en su idea de la función social de la literatura y el arte. Sin embargo, a partir del Primer Congreso de Escritores de la Unión Soviética en 1934 y del lanzamiento de la Constitución, dos años después, la censura quedó incorporada a las leyes supremas del régimen, que, en los artículos 124, 125 y 126, consagraban la existencia de una ideología de Estado, la subordinación de la cultura y la educación a la misma y el ejercicio de los derechos ciudadanos dentro de las instituciones controladas por el Partido Comunista, “núcleo dirigente de todas las organizaciones sociales”.3
La censura
como derecho
de estado
La naturalización del mecanismo de la censura dentro de los regímenes de partido comunista único se transfirió de la Unión Soviética a todos los países del campo socialista, incluida Cuba, que se incorporó gradualmente a ese bloque entre 1960 y 1971. Aquel fue el periodo de formación del nuevo Estado por lo que los criterios de inclusión y exclusión de la vida pública no estaban plenamente formulados. Desde luego que hubo censura en Cuba desde el mismo año del triunfo de la Revolución en 1959, pero inicialmente su lógica respondió a los mecanismos de exclusión que genera todo proceso revolucionario. Desde los primeros meses de 1959, un amplio sector del campo intelectual demandó el castigo de escritores y artistas identificados con el antiguo régimen.
En un número de la revista Ciclón, que impulsaban José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera, de marzo de 1959, se exigió una “depuración” por medio del despido de profesores universitarios y de figuras del pasado republicano de las principales instituciones culturales del país. Entre los nombres que se mencionaban estaban el historiador Ramiro Guerra, el antropólogo Fernando Ortiz, los filósofos Jorge Mañach y Humberto Piñera Llera y los poetas Gastón Baquero y José Lezama Lima. Exigencias similares, de emplazamiento moral de la vieja generación, se leyeron en el periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, y en el suplemento Lunes de Revolución, que dirigía Guillermo Cabrera Infante. Algunos de aquellos intelectuales, como Baquero, Mañach y Piñera Llera, acabarían exiliándose entre 1959 y 1960. El exilio agregó un nuevo estigma al de la pertenencia al “pasado burgués”, y la obra de aquellos autores, y muchos otros, fue borrada y descalificada.4
Ninguno de los grandes escritores cubanos, a la altura de 1958, participó directamente en el proceso revolucionario. Los más vulnerables eran aquellos que, además de carecer de vínculos sólidos con la corriente
comunista prerrevolucionaria, se identificaban con ideologías liberales o católicas. Entre las viejas generaciones, esos serían los casos de Piñera y Lezama, pero también de Lino Novás Calvo y Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro y Lydia Cabrera, Agustín Acosta y Eugenio Florit, que se exiliaron entre los años sesenta y setenta. Piñera y Lezama, en cambio, escribieron textos de identificación con el gobierno revolucionario que, aunque basados en simpatías genuinas, les sirvieron para asegurar un lugar, como escritores, bajo el nuevo orden social y político.
Una vez purgado el campo intelectual cubano de sus principales figuras liberales y católicas, vendría el trazado de límites de lo tolerable dentro del nuevo campo revolucionario. Publicaciones republicanas, como Diario de la Marina, que intentaron acomodarse a una idea no comunista de la Revolución fueron clausuradas en 1960. La revista Bohemia fue reconstruida editorialmente tras el exilio de su director, Miguel Ángel Quevedo, y algunos de sus principales articulistas, partidarios de la Revolución pero opuestos a su deriva comunista, se establecieron en Nueva York, donde por un breve periodo intentaron relanzarla bajo el título de Bohemia Libre. Sus nombres, como todos los de republicanos exiliados, fueron borrados de los diccionarios de literatura cubana y desautorizados en las publicaciones oficiales de la isla.
Como en la Unión Soviética, la exclusión y la censura avanzaron a medida que toda la sociabilidad cultural de la isla se ponía en manos de un Estado en construcción. Algunos periódicos, como Hoy, del viejo partido comunista, y El Mundo, sobrevivieron al primer avance del control estatal sobre la esfera pública, entre 1960 y 1961. Ambos periódicos —el primero, disuelto cuando se crea Granma en 1965, y el segundo, destruido por un incendio en 1968— mantuvieron sus respectivos suplementos culturales. Pero desde 1962, cuando se crean la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (uneac), y su revista Unión, ya la mayor parte de la esfera cultural cubana está bajo control gubernamental. Un control que no sólo implicaba la exclusión de los intelectuales “burgueses” del antiguo régimen sino la censura de los “revolucionarios” heterodoxos.
La uneac surgió tras una purga y un reacomodo que desfavoreció al grupo editor del suplemento Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, del periódico Revolución, que encabezaba Carlos Franqui. Las famosas reuniones en la Biblioteca Nacional entre los intelectuales cubanos y Fidel Castro, los días 16, 23 y 30 de junio de 1961, y el Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, en agosto de ese año, se produjeron luego de la censura de pm, el documental de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, que relataba la vida nocturna habanera en los bares del puerto, en los días de la lucha contra la invasión de Playa Girón.5 Los nuevos burócratas de la cultura cubana consideraron que el film distorsionaba la realidad, al transmitir una imagen disoluta y decadente de los obreros negros cubanos.
pm fue vetada, Lunes de Revolución fue clausurado en noviembre del mismo año y un grupo de cineastas brillantes, cercanos a esas posiciones estéticas y políticas, como Néstor Almendros, Roberto Fandiño, Eduardo Manet y Fausto Canel, tropezaron con una burocracia comunista que consideraba que La Dolce Vita de Federico Fellini y Accattone de Pier Paolo Pasolini eran muestras del cine “decadente y burgués”.6 Para fines de la década todos aquellos cineastas se habían exiliado.
El discurso de Fidel Castro en la Biblioteca Nacional y la documentación de aquel congreso de escritores y artistas fueron los primeros lineamientos de la política cultural de la Revolución. Desde entonces la censura se instaló explícitamente en las relaciones entre el gobierno revolucionario y el campo intelectual. Fidel lo dejó claro cuando dijo que la Revolución concedía “absoluta libertad formal”, pero relativa “libertad de contenido en la expresión artística”. Castro clasificaba el arte y los artistas cubanos en “revolucionarios”, “no revolucionarios” y “contrarrevolucionarios”. Estos últimos debían ser excluidos, por lo que los límites de la expresión de contenidos tenían que aplicarse a los “revolucionarios” y, sobre todo, a los “escritores y artistas que sin ser contrarrevolucionarios no se sentían tampoco revolucionarios”. Estos últimos, concluía, eran los que representaban el verdadero “problema” para la libertad de expresión bajo el nuevo régimen.
Es muy significativo que cuando el jefe del gobierno intentó poner ejemplos se remitió a la intervención de un escritor católico —Mario Parajón, seguidor del existencialista cristiano francés Gabriel Marcel—, que sostuvo que concordaba con el programa económico y social de la Revolución, pero discrepaba en cuanto a su “filosofía” —léase, la recién proclamada ideología marxista-leninista del régimen. Castro captó que a través de Parajón hablaban muchos escritores católicos, especialmente los del grupo Orígenes (José Lezama Lima, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Cintio Vitier, Ángel Gaztelu, Justo Rodríguez Santos...), que podían desarrollar una obra valiosa “no revolucionaria”. Pero al calificar esa posibilidad como “problema” sostenía que el Estado debía tolerar o no, discrecionalmente, el arte de ese tipo de autores. La censura aparecía, así, como una garantía del Estado, invirtiendo radicalmente la premisa liberal de la libertad de expresión como derecho natural del hombre:
Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución, nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera— nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro. ¿Cuáles son los derechos de los artistas y de los escritores, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho.7
De este pasaje central de Palabras a los intelectuales (1961) se desprendían tres premisas básicas de la política cultural cubana: 1) la censura es un “derecho” del Estado; 2) el gobierno y sus dirigentes tienen el deber de clasificar a los escritores y artistas en “revolucionarios”, “no revolucionarios” y “contrarrevolucionarios”; 3) los límites de la libertad de contenido, trazados por el Estado, se aplican a todos los intelectuales, incluidos los revolucionarios. Desde los años sesenta, no sólo los “no revolucionarios” sino muchos escritores y artistas identificados
con el proyecto político en el poder y con sus principales líderes, fueron vetados o temporal o definitivamente segregados de las instituciones culturales del país.
En sus epistolarios, alojados en la Universidad de Princeton, Virgilio Piñera, desde La Habana, y Severo Sarduy, desde París, vinculados a los grupos de Ciclón y Lunes de Revolución, comienzan a quejarse, desde 1961, del poder que se le concede a los comunistas en la esfera de la cultura y de mutilaciones o silenciamientos de textos suyos en revistas como La Gaceta de Cuba y Unión, ambas de la uneac y creadas en 1962. A pesar de esos y otros testimonios de censura, habría que reconocer que en sus primeros años, hasta 1965, cuando se instala el primer Comité Central del Partido Comunista de Cuba, que comienza a subordinar la política cultural a la ideología de Estado, las publicaciones de la isla priorizaron la inclusión. Eran años de integración del campo intelectual y, especialmente, de convivencia de varias generaciones de creadores cubanos, de diversos orígenes ideológicos.
En un contexto de construcción del Estado o de incipiente articulación de la nueva red institucional, la libertad de expresión dependía más del titular de cada organismo: Alfredo Guevara en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), Haydée Santamaría en la Casa de las Américas, Nicolás Guillén en la uneac... Luego de 1965, cuando se funden los periódicos Revolución y Hoy, dando lugar a Granma y Juventud Rebelde, medios del Partido y la Juventud Comunista, el Consejo Nacional de Cultura, hasta entonces la institución rectora de la política cultural, se vuelve una dependencia más del aparato ideológico en gestación. Ernesto Che Guevara, ya fuera de la clase política cubana en 1965 y ausente de aquel primer Comité Central, advirtió entonces, en su ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, que la esfera de la cultura, en la isla, podía adoptar la misma modalidad burocrática que en los socialismos reales de la Unión Soviética y Europa del Este.
La remoción del primer grupo editor de la revista Casa de las Américas, encabezado primero por Pablo Armando Fernández y luego por Antón Arrufat, ambos figuras centrales de Lunes de Revolución, y el establecimiento de una nueva dirección, en manos de Roberto Fernández Retamar, fue señal de esa acelerada centralización. Pero, tal vez, luego de la censura de pm y el cierre de Lunes, el siguiente escándalo de exclusión en la cultura cubana estallaría en 1966, con la aparición de la novela Paradiso de José Lezama Lima. Tras su publicación, la burocracia insular ordenó el retiro de circulación de la novela, por sus pasajes homosexuales, aunque en los ataques verbales o escritos de la oficialidad contra Paradiso y Lezama se mezclaron siempre la homofobia y el machismo con otros componentes de la ideología y la estética hegemónicas como el ateísmo, el realismo y el populismo.
También en 1966, al surgir El Caimán Barbudo, suplemento cultural del periódico Juventud Rebelde, se hace más visible la exclusión que desde 1961 avanza en el campo intelectual cubano. Jesús Díaz, director de la publicación, atacó al grupo de poetas asociados en la editorial El Puente (José Mario, Isel Rivero, Ana María Simo, Reinaldo García Ramos), clausurada por la uneac en 1965, como un “fenómeno estética y políticamente erróneo”, de una “fracción disoluta y negativa” de la nueva generación.8 Díaz y los primeros editores de El Caimán (Guillermo Rodríguez Rivera, Luis Rogelio Nogueras, Elsa Claro...) no fueron los responsables de cerrar El Puente pero sí justificaron el cierre con argumentos inscritos en la lógica de Palabras a los intelectuales de Fidel Castro.
Esos jóvenes escritores también serían víctimas de la misma interdicción al publicar una reseña del poeta Heberto Padilla, crítica de la novela Pasión de Urbino (1967) de Lisandro Otero, vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, y favorable a Tres tristes tigres (1967) de Guillermo Cabrera Infante, recién exiliado en Londres, que había ganado el Premio Biblioteca de Seix Barral en 1964. A pesar de haber replicado el texto del poeta, los editores del suplemento cultural fueron removidos por el secretario de la Unión de Jóvenes Comunistas, Jaime Crombet. Heberto Padilla terminaba por entonces su cuaderno de poemas Fuera del juego, que en 1968 ganaría el Premio Julián del Casal de la uneac, con el voto unánime del jurado compuesto por José Lezama Lima, José Zacarías Tallet, Manuel Díaz Martínez, César Calvo y J. M.
Cohen. Tras el premio, la uneac publicó el cuaderno, así como la pieza de teatro Los siete contra Tebas de Antón Arrufat, también premiada, pero emitió una declaración en la que reprobaba ambas obras por “ambiguas”, “criticistas”, “ahistóricas”, carentes de “convicción revolucionaria” y “servir al enemigo”.9
A la vez que la uneac denostaba a Padilla y a Arrufat, una campaña en la prensa oficial, especialmente desde la revista Verde Olivo de las Fuerzas Armadas, a cargo del pseudónimo Leopoldo Ávila, arremetía contra el poeta, el dramaturgo y otros escritores residentes en la isla, como José Lezama Lima y Virgilio Piñera, o exiliados como Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy.
El clima de homofobia e intolerancia, que crecía desde mediados de los sesenta, con la instalación de campos de concentración de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), se extendió a la cultura por medio de arrestos eventuales, expulsiones de centros de trabajo o censuras concretas. Según diversos testimonios del propio Padilla y de Cabrera Infante, a Virgilio Piñera, José Triana y José Mario los encarcelaron brevemente, al marxista negro Walterio Carbonell lo separaron de la uneac, el artista pop Raúl Martínez fue suspendido de las Escuelas de Arte y las obras de teatro María Antonia de Eugenio Hernández Espinosa y Los mangos de Caín de Abelardo Estorino fueron censuradas por el Consejo Nacional de Cultura.10
Para 1971, cuando se produce el quiebre del campo intelectual, recientemente estudiado por Jorge Fornet, tres generaciones de escritores cubanos, entre José Lezama Lima, nacido en 1910, y Eduardo Heras León, nacido en 1940, mención en el Premio Casa de las Américas de 1970 por su libro de cuentos Los pasos en la hierba, y luego reubicado en una fábrica fundidora de acero hasta 1976, eran blanco de la censura.11
Una censura que, al igual que en cualquier otro socialismo real de Europa del Este, adoptaba diversos grados de interdicción: mutilación del texto, escamoteo de mensajes, postergación de la publicación, exclusión definitiva de una obra del plan editorial y, en su variante más extrema, caída en desgracia del autor ante la dirigencia del país, lo que podía implicar arrestos, despidos, interrogatorios, cárcel o marginación.
Del caso Padilla
al caso Bruguera
En Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura (2014) el historiador de la cultura, Robert Darnton, describe los mecanismos de exclusión editorial en tres contextos disímiles: la Francia borbónica de los siglos xvii y xviii, la India británica antes del proceso de descolonización y la Alemania oriental comunista. De los tres, el último caso era el que, según Darnton, mostraba más nítidamente el rol del Estado como institución que hace de la censura un ritual de la postulación de un canon ideológico y estético para la literatura nacional.12
El historiador visitó la dirección editorial de la República Democrática Alemana en tiempos de Erich Honecker, en Berlín, en 1990, e hizo un organigrama de la censura bajo el socialismo real. La oficina editorial estaba directamente subordinada al Ministerio de Cultura, pero, a la vez, su trabajo era supervisado permanentemente por la dirección cultural del Partido Comunista, dependiente del aparato ideológico del Buró Político.13 Esa estructura de poder fue la misma que comenzó a reproducirse en Cuba tras el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971, que incorporó la política cultural dentro
del proceso de institucionalización del socialismo de acuerdo con el modelo soviético.
Esa institucionalización, que culminaría con el Primer Congreso del Partido Comunista en 1975 y la promulgación de la Nueva Constitución y el establecimiento del Ministerio de Cultura al año siguiente, completó el proyecto de control de la cultura desde la ideología del Estado. Todavía entre 1968 y 1970 había censura y exclusión, pero se publicaba a Padilla y a Arrufat, a Lezama y a Piñera, aunque la burocracia descalificara sus obras. A partir de 1971, los límites de lo tolerable se estrecharían sensiblemente. La distinción entre lo “no revolucionario” y lo “contrarrevolucionario” de Palabras a los intelectuales se borró y la hegemonía del marxismo-leninismo ortodoxo sobre las ciencias sociales se hizo más tangible.
Hasta 1971, una revista como Pensamiento crítico publicaba a teóricos de la Nueva Izquierda como Herbert Marcuse, Jean Paul Sartre o Regis Debray. Después de aquel año el marxismo crítico occidental quedaría englobado en la categoría de “revisionismo”. No pocos historiadores y ensayistas inscritos en el nacionalismo revolucionario, como Jorge Ibarra, Ramón de Armas o Cintio Vitier, que proponían una idea de la historia de Cuba ajena al marxismo soviético perdieron visibilidad o fueron censurados. El ensayo de Cintio Vitier, Ese sol del mundo moral, que se publicó en Siglo xxi, México, en 1974, debió esperar a la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la urss, veinte años después, para ser publicado en la isla.
Aquel recrudecimiento del control ideológico de la cultura, determinado por el propio proceso de institucionalización, coincidió en sus orígenes con el llamado “caso Padilla”. El poeta de Fuera del juego (1968), que denunciaba la acelerada incorporación de elementos del socialismo burocrático de Europa del Este en Cuba, fue arrestado en 1971, junto a su esposa, la también poeta Belkis Cuza Malé, y obligado a “autocriticarse” ante sus colegas de la uneac.
La represión contra Padilla, que repetía las pautas de procesos similares contra Andrei Siniavsky, Yuli Daniel y otros escritores disidentes en la URSS, provocó la fractura de una parte de la intelectualidad de izquierda (Jean Paul Sartre, Jorge Semprún, Susan Sontag, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards...), que había simpatizado con la Revolución en su primera década.14
En su confesión ante la uneac, Padilla fue inducido por sus carceleros de la seguridad del Estado para que denunciara a todos aquellos escritores y poetas con los que había compartido sus dudas y malestares por la stalinización del socialismo cubano. Todos y cada uno de los muchos que mencionó (Pablo Armando Fernández, César López, Norberto Fuentes, José Lezama Lima, Manuel Díaz Martínez, David Buzzi...) se sumaron al poblado ostracismo en el que ya habitaban otros desde los sesenta. El propio Padilla, en su autocrítica, ceñía aún más el deslinde entre “revolucionarios” y “contrarrevolucionarios”, que alcanzaría codificación estatal en el citado Congreso de Educación y Cultura del 71, en el que Fidel Castro estableció las premisas de la “parametración” y el combate contra el “diversionismo ideológico”.
Durante los siguientes cinco años, la administración de la censura fue encargada al funcionario Luis Pavón Tamayo, presidente del Consejo Nacional de Cultura. Con la creación del Ministerio de Cultura en 1976, encabezado por Armando Hart, un líder histórico de la Revolución que había sido el primer ministro de Educación, la política cultural adquirió más capacidad de mediación. Otra vez, la flexibilidad comenzó a extenderse tímidamente al sector considerado “no revolucionario”, pero la exclusión y el estigma siguieron siendo predominantes hasta mediados de los ochenta.
En los setenta desaparecieron de las librerías y publicaciones cubanas tres de los mayores escritores cubanos residentes en la isla: José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, entonces en plena creatividad y reconocimiento internacional. Los últimos libros de Lezama que se publicaron fueron los ensayos de La cantidad hechizada y la Poesía completa en 1970. De Piñera, la obra de teatro Dos viejos pánicos en 1968 y el cuaderno de poemas La vida entera en 1969. De Arenas no se publicó nada más después de Celestino antes del alba (1967), aunque todavía
en 1970 aparecían reseñas suyas en Unión, La Gaceta de Cuba y Casa de las Américas.15
La novela El mundo alucinante (1969) de Arenas, que estaba escrita desde 1966, fue presentada al concurso Cirilo Villaverde de la uneac y el jurado, integrado por José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez y José Antonio Portuondo, a pesar del apoyo de los dos primeros, le concedió una mención pero desaconsejó su publicación. Cuando Arenas se convenció de que su novela estaba censurada, en una reunión con Rolando Rodríguez, director del Instituto del Libro, decidió enviar el manuscrito a París con sus amigos Jorge y Margarita Camacho, quienes lo harían llegar al traductor Didier Coste y a la editorial Seuil, responsables de la versión francesa. También, a través de Camila Henríquez Ureña y el Instituto Cubano-Mexicano de Relaciones Culturales, Arenas entregó al crítico mexicano Emmanuel Carballo otra copia del manuscrito para ser publicada en la editorial Diógenes.16 La buena acogida internacional de El mundo alucinante, que ganó el Premio Médicis en 1969 en Francia, afianzó la censura de Arenas en Cuba, tal y como sucedía con otros tres narradores cubanos inscritos en el boom: Lezama, Sarduy y Cabrera Infante.
Durante los años setenta, mientras trabajaba febrilmente en su “pentagonía” narrativa, Arenas fue estigmatizado, perseguido y encarcelado en la fortaleza del Morro. Como tantos otros escritores y artistas de su generación, sufrió no sólo la purga de su escritura sino la reclusión de su cuerpo. Varios de los intelectuales cubanos que se exiliaron por el puerto del Mariel, en 1980, tuvieron experiencias similares de veto y cautiverio. Carlos Victoria, Daniel Fernández y Néstor Díaz de Villegas también sufrieron prisión en Cuba, durante los años setenta. Las primeras obras de Reinaldo García Ramos, Miguel Correa, Juan Abreu y Roberto Madrigal fueron vetadas en las publicaciones de la isla.17
Fueron muchos los escritores cubanos borrados de la esfera pública, en esa suerte de “muerte civil”, como le ha llamado Antón Arrufat, por más de quince años.18 El propio Arrufat debió esperar desde Los siete contra Tebas, en 1968, hasta la publicación de su novela La caja está cerrada, en 1984, para que el veto comenzara a desaparecer lentamente. Algo similar le sucedería al poeta holguinero Delfín Prats, quien ganó el premio David de poesía, concedido por la uneac en 1968, por el cuaderno Lenguaje de mudos, pero el libro fue pulverizado por la burocracia cultural. Aunque vivía en la isla, el nombre de Delfín Prats desapareció, incluso, del Diccionario de la literatura cubana editado por el Instituto de Literatura y Lingüística, de la Academia de Ciencias, entre 1980 y 1984.19 Veinte años después de su primer cuaderno, en 1988, Prats recibió el Premio de la Crítica por el poemario Para festejar el ascenso de Ícaro, lo que marcó el inicio de una rehabilitación incompleta.
De acuerdo con el citado Diccio-nario, las fichas biográficas de casi todos los escritores cubanos que comenzaron a escribir en los sesenta, como Roberto Friol, Miguel Barnet, César López, Reynaldo González, Nancy Morejón, Manuel Granados, Antonio Benítez Rojo o, incluso, de algunos denominados “revolucionarios” por Padilla en su “Autocrítica”, como Ambrosio Fornet, Edmundo Desnoes o Lisandro Otero, se interrumpen bruscamente hacia 1970.
Muy pocos escritores —Alejo Carpentier, Nicolás Guillén o Manuel Cofiño— mostraban una “Bibliografía activa” que llegaba hasta 1975 o 1978. Esto explica la intensa reproducción de la censura en la primera mitad de los setenta, el periodo que Fornet llamó “quinquenio gris”.20 Pero que las rehabilitaciones se demoraran hasta mediados de los ochenta y, en muchos casos, hasta el periodo postsoviético, de los noventa para acá, hizo evidente el carácter sistémico de la censura en Cuba.
En otras esferas de la cultura, como las artes plásticas, el teatro o el cine, sucedió algo parecido. Artistas ligados al pop art, el expresionismo, el surrealismo o el abstraccionismo, como Antonia Eiriz, Raúl Martínez, Servando Cabrera Moreno o Humberto Peña, dramaturgos que no respondían al modelo ideológico o estético que demandaba el Estado, como Abelardo Estorino, Roberto Blanco, Vicente Revuelta, Eugenio Hernández Espinosa y los hermanos Pepe y Carucha Camejo del teatro Guiñol, o documentalistas de vanguardia, con una poética racial, como Nicolás Guillén Landrián o Sara Gómez, también sufrieron la “parametración” de los setenta, que, en síntesis, suponía la aplicación de los “parámetros” de la cultura revolucionaria, establecidos por el régimen, a quienes en sus obras y, lo que es más importante, sus personas, proyectaban valores contrarios a la ideología y la moral oficiales.
La política cultural de los ochenta produjo una relativa discontinuidad al promover la obra de la nueva generación de escritores y artistas —los nacidos en los cincuenta—, pero también al agenciar la rehabilitación de intelectuales vetados desde los años sesenta y setenta. Los rehabilitados no serían, únicamente, católicos como José Lezama Lima o Cintio Vitier o herejes como Virgilio Piñera o Antón Arrufat, sino marxistas resueltos como el filósofo Fernando Martínez Heredia y el escritor y cineasta Jesús Díaz. La novela de este último, Las iniciales de la tierra, vetada por década y media, como La caja está cerrada de Arrufat, se publicó finalmente en 1987. La siguiente novela de Díaz, Las palabras perdidas (1992), fue censurada en la isla y publicada en la editorial Anagrama, así como el film Alicia en el pueblo de maravillas (1990), que escribió con el director Daniel Díaz Torres.
En un país tan irreductiblemente sonoro como Cuba, hasta la música fue objeto de censura. Entre los años sesenta y setenta, buena parte de la música popular británica y norteamericana, incluidos los Beatles y los Rolling Stones, fue prohibida o
dosificada por pertenecer al monstruoso espectro del “diversionismo ideológico imperialista”. Los músicos de la isla que se acercaron al jazz, al rock o, incluso, al pop, desde la música popular cubana, en cualquiera de sus variantes (el filin, el bolero, la Nueva Trova, la salsa), fueron constreñidos por la burocracia. Cuando muchos de aquellos prejuicios comenzaron a ceder frente a la presión cultural de la propia sociedad, en los ochenta, sobrevinieron otros. Se reconocía a la primera generación de la Nueva Trova (Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Noel Nicola), pero se desconfiaba de la segunda (Santiago Feliú, Donato Poveda, Carlos Varela). Todavía en las dos últimas décadas, el funcionariado trató de restringir la timba, el hip hop y el reguetón porque, a su neoconservador juicio, encarnaban la “decadencia de valores”.
La apertura de los ochenta terminó con el cierre de fines de la década, marcado por la oposición del gobierno cubano a que se produjera en Cuba un proceso de cambio similar al que tenía lugar en la Unión Soviética y los socialismos reales de Europa del Este. El giro represivo de la política cultural se manifestó de múltiples formas entre fines de los ochenta y principios de los noventa: cierre de publicaciones alternativas como Naranja dulce, Proposiciones, Albur o Memorias de la postguerra, clausura de proyectos autónomos de sociabilidad artística e intelectual como Castillo de la fuerza, Arte Calle, Hacer, Paideia o el Teatro Obstáculo de Víctor Varela, arrestos y golpizas contra escritores y artistas que se radicalizaban estética
y políticamente como los poetas María Elena Cruz Varela o Rolando Prats Páez o los artistas Ángel Delgado, Juan Si González o Jorge Crespo.
La censura cultural de fines de los ochenta y principios de los noventa, especialmente severa con artistas y caricaturistas que trabajaban con imágenes de Fidel Castro y el Che Guevara o con símbolos e íconos nacionales —Tomás Esson y Glexis Novoa, René Francisco y Ponjuan, José Toirac y Antonio Eligio Tonel, Arístides, Carlucho y Ajubel— se basó en un desplazamiento ideológico captado por la reforma constitucional de 1992. En la nueva Constitución se afianzó el núcleo nacionalista de la ideología oficial, al agregar en el artículo 39 el principio de la “defensa de la identidad de la cultura cubana”.21 El ministro de Cultura, Abel Prieto, dio forma a ese desplazamiento cuando propuso complementar la clasificación tripartita de los intelectuales de Fidel Castro en Palabras a los intelectuales (1961). Ahora los escritores y artistas cubanos no se dividían únicamente en
“revolucionarios, no revolucionarios y contrarrevolucionarios” sino en sujetos de la “cubanía”, la “cubanidad interior o exterior” y la “anticubanía”.22 Esa reformulación parecía apuntar a una estrategia de filtración, dentro de la isla, de la valiosa obra del exilio, que al cabo de dos décadas sólo puede definirse como fracaso.
La consecuencia más inmediata de aquel nuevo cierre de la esfera pública fue la diáspora de una parte considerable del campo intelectual cubano para mediados de los noventa, cuando estalla la crisis de los balseros. Quienes se exiliaron entonces —los escritores Manuel Moreno Fraginals, Jesús Díaz, Manuel Díaz Martínez, Eliseo Alberto o Zoé Valdés o los artistas Tomás Sánchez, José Bedia, Arturo Cuenca, Gustavo Acosta o Consuelo Castañeda...
— se sumaron al nutrido corpus de arte y literatura cubanas, invisibilizado dentro de la isla. Tal y como había sucedido en los setenta, aquella nueva exclusión produjo un reajuste de las jerarquías ideológicas y culturales que favoreció a quienes permanecieron en Cuba en los noventa. Pero incluso la mitad que se quedó no se libró de la censura o la interdicción, como prueban las constantes dificultades de la Torre de Letras y la revista Azoteas, dirigida por Reina María Rodríguez, o del zamisdat literario Diáspora(s), impulsado por Rolando Sánchez Mejías y Carlos Alberto Aguilera, por no hablar del más reciente acoso contra el proyecto de poesía pública de Juan Carlos Flores y Omni Zona Franca.
Algunos de los más reconocidos artistas y escritores cubanos de la diáspora de los noventa creó en Madrid, en 1996, la revista Encuentro de la cultura cubana, dirigida por Jesús Díaz. La publicación abrió sus páginas a los intelectuales residentes en la isla y rindió homenaje a los cineastas Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás, al dramaturgo Abelardo Estorino, y a los poetas Eliseo Diego, Fina García Marruz, César López, Antón Arrufat y Reina María Rodríguez, todos afincados en Cuba. El funcionariado cultural cubano, sin embargo, orquestó una sistemática descalificación de la revista y una calumnia permanente contra sus editores y hasta llegó a expulsar de la uneac a uno de los miembros de su Consejo Editorial, el poeta, narrador y ensayista Antonio José Ponte. La campaña oficial contra Encuentro llegó a la catarsis en tiempos de la “Batalla de Ideas”, a fines de los noventa y principios de los 2000, siendo ministro de Cultura Abel Prieto, quien acompañó de manera entusiasta la represión contra la oposición pacífica en la primavera de 2003, que incluyó el encarcelamiento del poeta Raúl Rivero.
Desde los noventa, varios críticos cubanos comenzaron a documentar la historia de la censura en la isla: Víctor Fowler y Arturo Arango lo hicieron para la literatura, Juan Antonio García Borrero para el cine, Norge Espinosa para el teatro. El ensayo de Desiderio Navarro “In medias res públicas” (2001) puede leerse como una síntesis de aquella crítica cultural que atinó a localizar en Palabras a los intelectuales de Fidel Castro el origen de la censura constitucional en Cuba.23 Que dicha crítica generaba consenso entre los intelectuales de la isla hacia 2006, en el momento en que Fidel Castro traspasó el poder a su hermano Raúl, se verificó al año siguiente, cuando un intento de reivindicación de burócratas de la cultura en los setenta, como Luis Pavón Tamayo, Jorge Serguera y Armando Quesada, provocó una generalizada protesta electrónica, conocida como la “guerri-ta de los e-mails”.
En aquellos debates quedó expuesto con claridad que la censura no era un recurso exclusivo del “quinquenio gris” de 1971 a 1976 o del “trinquenio amargo” de 1971 a 1986, sino un mecanismo consustancial a la política cultural del Estado cubano.24
En abierto desafío a ese consenso, la política cultural cubana de la década raulista (2006-2016), reafirmó su adhesión a las tesis centrales de Palabras a los intelectuales de Fidel Castro y siguió aplicando dogmáticamente la premisa de la censura constitucional. Filmes de cineastas y documentalistas como Enrique Colina, Eduardo del Llano, Juan Carlos Cremata, Ián Padrón, Miguel Coyula, Ricardo Figueredo y, más recientemente, Carlos Lechuga, han sido retirados de circulación porque las autoridades los consideran distorsionantes de la realidad de la isla.25 Paradójicamente, uno de los últimos filmes censurados en el Festival de Cine de La Habana, Santa y Andrés (2016), de Lechuga, narra la historia de un escritor condenado al ostracismo en los años setenta, que se inspira en la experiencia de Delfín Prats. La censura del film de Lechuga, como advirtió el crítico Dean Luis Reyes, fue una negación palmaria del discurso oficial desde los noventa, que sostiene que los mecanismos represivos contra la cultura crítica en Cuba fueron superados en los ochenta.26
Que la censura sigue siendo una herramienta constitutiva del Estado cubano se puso de manifiesto con el arresto de la artista Tania Bruguera en diciembre de 2014. Esta reconocida creadora cubana proyectó un performance en la Plaza de la Revolución, titulado “El susurro de Tatlin # 6”, que consistiría en instalar un podio con un micrófono para que los ciudada-nos hicieran uso libre de la palabra por un minuto. La policía política, con el respaldo del Ministerio de Cultura, detuvo a la artista para impedir que realizara el performance y cuando Bruguera intentó convocar a una conferencia de prensa para denunciar la censura, ante el monumento al acorazado Maine, en el malecón de La Habana, volvieron a encarcelarla. Por si fuera poco, luego de sus tres arrestos, el gobierno cubano le pro-hibió la salida del país por casi un año.27
En Cuba, como en cualquier otro régimen del socialismo real, la censura es un recurso del Estado, inscrito en la Constitución, el Código Penal y las leyes.
Además de que existe el delito de “propaganda enemiga”, aplicable a cualquier escritor o artista —dos meses estuvo encarcelado, sin debido proceso, el grafitero El Sexto, por escribir la frase “Se fue”, el día de la muerte de Fidel Castro en los bajos del hotel Habana Libre—, los artículos 53 y 54 del texto constitucional vigente establecen que las “libertades de palabra, prensa, reunión, manifestación y asociación” se “reconocen” siempre y cuando se practiquen “conforme a los fines de la sociedad socialista” y se ejerzan en los “medios” que ofrece el Estado.28 No es extraño que, bajo esa estructura constitucional, se produzca la anomalía, desde cualquier perspectiva democrática, de considerar la censura como un derecho y no como un privilegio del poder.
NOTAS
1 J. M. Coetzee, Contra la censura. Ensayo sobre la pasión por silenciar, Debate, Barcelona, 2007, pp. 15-68.
2 Ibid., pp. 147-165.
3 J. V. Stalin, La Constitución Soviética e Informe ante el VII Congreso de los Soviets, Editorial Dialéctica, México, 1937, pp. 69-71.
4 Reconstruyo esa transformación del campo intelectual cubano en mi libro Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, Anagrama, Barcelona, 2006, pp. 167-198.
5 Orlando Jiménez Leal y Manuel Zayas, eds., El caso PM: cine, poder y censura, Editorial Colibrí, Madrid, 2012, pp. 4-8.
6 Alfredo Guevara, “Polémica con Blas Roca”, en Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, La Habana, 1998, pp. 203-218.
7 Fidel Castro, Palabras a los intelectuales, 16, 23 y 10 de
junio de 1961,
http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f300661e.html
8 Graziella Pogolotti, Polémicas culturales de los 60, Letras Cubanas, La Habana, 2006, pp. 365-390.
9 Heberto Padilla, Fuera del juego. Premio Julián del Casal. Edición conmemorativa, 1968-1998, Universal, Miami, 1998, pp. 115-121.
10 Ibid., p. 102; Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba antes y después, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005, p. 485.
11 Jorge Fornet, El 71. Anatomía de una crisis, Letras Cubanas, La Habana, 2013, pp. 201-212.
12 Robert Darnton, Censores trabajando. De cómo los Estados
dieron forma a la literatura, fce, Ciudad de México, 2014, pp. 147-161.
13 Ibid., p. 149.
14 Para un análisis de aquella ruptura, ver Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, pp. 233-264.
15 Ver, por ejemplo, la antología de Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí: Reinaldo Arenas, Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990), Ediciones El Equilibrista, Ciudad de México, 2013, pp. 99-134.
16 Emmanuel Carballo, “Arenas en Cuba y fuera de Cuba”, Revista de la Universidad de México, núm. 124, junio de 2014, pp. 1-3. Ver también la edición crítica de El mundo alucinante de Enrico Mario Santí, Cátedra, Madrid, 2008, pp. 17-22.
17 Stephanie Panicelli-Batalla, “La generación del silencio”, en el dossier “Mariel, 25 años después”, Encuentro en la red, Madrid, 2005: http://www.cubaencuentro.com/txt/cuba/mariel/quien-es-quien-los-escritores-del-mariel-5173
18 Antón Arrufat, Virgilio Piñera: entre él y yo, Unión, La Habana, 1994, p. 45.
19 José Antonio Portuondo, ed., Diccionario de la literatura cubana, dos
tomos, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980-84.
20 Ambrosio Fornet, Las máscaras del tiempo, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1995, p. 28.
21 Leonel Antonio de la Cuesta, ed., Constituciones cubanas, Alexandria Library, Miami, 2007, p. 495.
22 Abel Prieto, “Cultura, cubanidad y cubanía”, Conferencia “La Nación y la Emigración”, Editora Política, La Habana, 1994, pp. 105-113.
23 Desiderio Navarro, “In medias res públicas”, en Rafael Hernández y Rafael Rojas, Ensayo cubano del siglo XX, FCE, Ciudad de México, 2002, pp. 689-707.
24 Ver el dossier “2007: contra los censores”, en Encuentro de la cultura cubana, núm. 43, invierno de 2006/2007, pp. 253-270; Desiderio Navarro (ed.), La política cultural del periodo revolucionario. Memoria y reflexión, Centro Cultural Criterios, La Habana, 2017, http://www.criterios.es/cicloquinqueniogris.htm
25 Arturo Arias Polo, “Cuba tiene una larga historia de censura en el cine”, El Nuevo Herald, Miami, 7/ 2/ 2016, http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/cuba-es/article59224673.html
26 Dean Luis Reyes, “Yo quiero ver Santa y Andrés”, On Cuba, 24/11/2016, http://oncubamagazine.com/columnas/yo-quiero-ver-
santa-y-andres/
27 Ver Rafael Rojas, “El acorazado Maine regresa a La Habana”, Letras Libres, febrero de 2015, http://www.letraslibres.com/mexico-espana/el-acorazado-maine-regresa-la-habana
28 Leonel Antonio de la Cuesta, ed., Constituciones cubanas, Alexandria Library, Miami, 2007, p. 498.