Oídos cerrados ojos bien abiertos

Foto: larazondemexico

Por Eduardo Antonio Parra

Desde finales del pasado siglo, para nadie resulta desconocido que la crónica, como ejercicio literario, poco a poco ha venido ocupando un sitio privilegiado en las preferencias del público lector latinoamericano. Es el que despierta más sus pasiones, el que establece con él una mayor confianza. Y aunque tal vez no sería necesario señalar las causas de tal inclinación, varios autores han ensayado sus argumentos al respecto, tratando al mismo tiempo de definir la crónica, de acotar sus características o de explicar cómo, desde tiempos de los primeros Cronistas de Indias que acompañaban las expediciones

de los conquistadores hasta nuestros convulsos días del siglo xxi, los modos de narrar la realidad no han detenido su evolución, configurando un género narrativo híbrido, complejo, que da cabida prácticamente a todos los estilos, todos los enfoques, todos los procedimientos y, por supuesto, a todas las temáticas posibles.

Desde Carlos Monsiváis, quien escribió que la crónica es “la reconstrucción literaria de sucesos o figuras, un género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas”, pasando por Gabriel García Márquez, quien apuntó que “una crónica es un cuento que es verdad”, hasta Juan Villoro, que la comparó con un ornitorrinco por estar conformada con partes o características de por lo menos siete animales distintos, las definiciones, descripciones y metáforas en torno al género abundan y, lo que es mejor, casi todas son certeras, o por lo menos casi todas encuentran un texto ejemplar que las respalde, porque “todo cabe en una crónica, o en su definición, sabiéndolo acomodar”.

Sin entrar en descripciones teóricas, quienes hemos seguido los escritos de Diego Enrique Osorno sabemos que son la expresión de un cronista completo.

Formado en el trabajo diario de reportero, con ambiciones literarias e inquietudes diversas desde muy joven, Osorno obtuvo una difusión amplia y estable entre los lectores de libros con su primer título, Oaxaca sitiada, publicado hace alrededor de una década, y se podría decir que, a partir de ahí, el ejercicio constante tanto de la mirada y el oído como de la escritura no ha hecho otra cosa que afinar sus herramientas, pulir su estilo, ampliar sus perspectivas y ganarle lectores libro tras libro. Desde El cártel de Sinaloa hasta la biografía de Carlos Slim, los intereses del autor se han enfocado en narrar, no sólo la realidad mexicana, sino los mecanismos que hacen que ésta funcione tal como la conocemos (o como no la conocíamos), poniendo el acento en las relaciones entre quienes detentan el poder político, económico o fáctico y una población cada vez más inerme, victimizada, hundida en la incertidumbre. Lo que a sus lectores nos había quedado claro tras la lectura de libros como Nosotros somos los culpables, La guerra de los Zetas o Contra Estados Unidos, es que lo que mueve a un cronista como Osorno no son los hechos en sí, ni su espectacularidad, sino sus consecuencias en la cotidianidad de la gente, la transformación en la vida de pueblos y ciudades, la pérdida de identidad de todo un país donde una generación ha extraviado la capacidad de conectarse con la anterior, y tal vez con la siguiente, a causa de los actos de unos cuantos.

Al imponerse a sí mismo la misión de ser testigo de su tiempo y de llevar una suerte de bitácora minuciosa de lo que en él ocurre, Osorno tuvo que optar por una perspectiva panorámica en la mayoría de sus libros. No importa que en cada una de las piezas que los integran haya centrado su visión en sucesos específicos o en unos cuantos personajes: siempre al terminar de leerlos el lector se queda con la sensación de haber contemplado un fresco o mural donde la realidad de una región, un momento o un acontecimiento queda plasmada por efecto de la acumulación de escenas, testimonios y voces.

Incluso la lectura de la biografía de Carlos Slim produce esa sensación de conglomerado y paisaje extenso, como si el protagonista fuera un hombre compuesto por muchos, o como si la construcción de su fortuna hubiera implicado la suma de diversas personalidades.

Sin embargo, en su libro Un vaquero cruza la frontera en silencio (editado por vez primera en 2011 por Conapred y ahora por Mondadori), Diego Osorno muestra una estrategia diferente: en vez de la mirada panorámica sobre un suceso específico e inmediato, presenta a sus lectores una visión acotada para configurar el perfil de un solo hombre, el retrato de

un familiar extraordinario que supo sobreponerse a sus limitaciones para llegar a vivir una vida, no sólo semejante a la de los demás, sino bastante satisfactoria. Esta vez, en lugar de mostrarnos un hecho o una serie de ellos y sus consecuencias en toda la población, el cronista enfoca su interés en la

lucha de un individuo sordo para emerger de la condición a la que los prejuicios y la discriminación lo habían confinado. El protagonista, Gerónimo González Garza, es tío materno del autor, por lo que Un vaquero cruza la frontera en silencio viene a ser, hasta ahora, el libro más personal de Diego Enrique Osorno, el que más tiene que ver con su memoria, el más íntimo.

Por ello no es casual que en sus páginas el autor incluya algunos rasgos de su propia biografía ni que dé inicio al relato con un recuerdo situado en 1995, poco después de que el llamado “error de diciembre” diera al traste por enésima vez con la economía de los hogares mexicanos. En ese texto introductorio, Osorno narra las angustias de sus padres por no poder pagar la hipoteca de la casa familiar, y cómo esas angustias terminan cuando Tío envía desde Estados Unidos una ayuda de 15 mil dólares. En ese momento de la lectura, aún no sabemos quién es Tío ni por qué se halla en Estados Unidos, pero enseguida el cronista comienza a trazar un retrato del protagonista que, al pasar las páginas, admirará y conmoverá al lector, enseñándole que con fuerza de voluntad puede alcanzarse cualquier meta.

Gerónimo González Garza es hijo de Guadalupe González, quien le puso ese nombre en honor a su hermano muerto de un balazo accidental durante una partida

de caza en compañía de su mejor amigo, quien lo mató. Nació sordo, sus padres lo advirtieron al notarlo distraído y con dificultades de equilibrio.

Habitantes de Monterrey, con un pequeño rancho en Los Ramones, Nuevo León, ocupados en la lucha diaria para salir adelante, ni los padres ni los hermanos de Gerónimo pueden aprender el lenguaje a señas de los sordomudos y se comunican con un lenguaje propio, familiar; no obstante, el niño lleva una infancia casi normal, alegre. Es en la pubertad cuando descubre que en Monterrey existe la primera escuela para sordos del norte del país y se involucra en sus actividades. Comienza a viajar con otro grupo de sordos en tours de trabajo para vender llaveros y otras cosas. Conoce el Distrito Federal, Guadalajara y otras ciudades, hasta que en 1969, a los dieciséis años, decide cruzar la frontera, irse de mojado en compañía de dos amigos también sordos.

Las vicisitudes de su vida como ilegal y discapacitado llenan la mayor parte de las páginas de la crónica, y quien piense que encontrará en ellas grandes tragedias está equivocado. La vida de Gerónimo, como la de cualquiera, sufre reveses y situaciones críticas, pero sus viajes dentro de la Unión Americana y sus idas y venidas desde el otro lado a Monterrey o a su rancho, y viceversa, están llenas de satisfacciones y encuentros solidarios. Hay rivalidades y obstáculos, sobre todo de parte de los sordos gringos que lo consideran competencia, o inferior por ser mexicano, pero con los años Gerónimo consigue superarlas y establecerse en Texas, formar familia

y ganarse la vida de forma decorosa.

Un vaquero cruza la frontera en silencio es la crónica sobre un hombre que resulta ejemplar sin proponérselo. Una vida que bien puede ser simbólica para muchos sin que el protagonista se haya planteado más que salir adelante a pesar de su sordera. El retrato de alguien cercano al autor quien, debido a la admiración que sentía por él, se propuso años atrás escribir su historia. Un devenir particular que Diego Enrique Osorno enriquece con indagaciones en torno a la educación para los sordos en México y el resto del planeta, conversaciones con activistas, datos históricos, relacionándola además con la situación actual del noreste del país, donde la prensa amordazada hace que los ciudadanos vivan su vida sin escuchar lo sucedido a su alrededor, en sus pueblos y ciudades, en el país, como los sordos.

Hasta donde concluye la crónica, el tío Gerónimo vive en el sur de Texas con su situación migratoria regularizada. Hace viajes frecuentes tanto a su rancho como a Monterrey, atravesando una de las zonas de guerra más conflictivas de México. Su sordera, que no lo deja escuchar tiroteos, no le impide contemplar en lo que se ha convertido su tierra, como la vez en que, mientras él montaba su caballo en el Rancho Nuevo, un convoy de sicarios pasó frente a él sin voltear a verlo, con lo que el cronista Diego Enrique Osorno nos demuestra que, no importa la condición de cada quien, nadie puede escapar de la realidad, y mucho menos de una realidad como la que se vive en el México de hoy.

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