Leo Frobenius y el arte rupestre

Foto: larazondemexico

Como señala esta visita a la espectacular muestra de Leo Frobenius en el Museo Nacional de Antropología, con la sorpresa del hallazgo, el arte rupestre es una visión o una invención que corresponde en buena medida a la modernidad. La influencia de las ideas y realizaciones de Frobenius —aun cuestionadas— pertenecen al acervo y la comprensión de la cultura y la antropología, del arte y desde luego su historia, con resonancias y propuestas que van de la antigüedad al siglo XIX y se extienden a nuestros días.

Boucher de Perthes, geólogo francés, se planteó serias dudas sobre la edad del mundo cuando encontró en Abbeville, hacia 1860, un hacha de pedernal; imaginó entonces que la existencia del hombre iba más lejos de lo que el Viejo Testamento sostenía. Las autoridades eclesiásticas tenían sus propios cálculos basados en las genealogías del Génesis, para ellas el hombre había sido creado entre seis y cuatro mil años antes de Cristo. Boucher creía que los hombres habían existido mucho antes, pero como era un geólogo aficionado y autodidacta, oficio al que se dedicó pasados los cincuenta años de edad, no lo tomaron muy en serio.1 Las cuevas de Altamira se descubrieron en 1868, y la famosa caverna de Lascaux fue descubierta en 1940. No ha cumplido ni los cien años.

Se diría que el arte rupestre es muy moderno. Entre esas dos fechas, pongamos 1850 y 1950, la antropología tuvo un enorme impacto en nuestra manera de pensar la cultura y los hombres. Uno de los personajes clave en torno a los debates sobre la diversidad y la uniformidad cultural fue Leo Frobenius (1873-1938), arqueólogo y antropólogo alemán que fue celebrado y debatido en su época y de quien ahora se presentan obras —fotografías, pinturas y objetos personales— en el Museo Nacional de Antropología bajo el nombre de Frobenius, el mundo del arte rupestre.

Círculos culturales

Leo Frobenius creció muy apegado a su abuelo, director del Jardín Zoológico de Berlín, donde conoció a viajeros y exploradores. Durante su infancia, aun se hablaba con enorme interés de los hallazgos de Heinrich Schliemann, el millonario y arqueólogo aficionado que con un ejemplar de Homero en las manos desenterró grandes tesoros en Troya y Micenas. Con toda seguridad, presenció esos tristes zoos humanos que se mostraban en ferias y exposiciones universales, llevando indígenas enjaulados para satisfacer el orgullo de la raza blanca europea que los miraba con morbo al tiempo que se congratulaba por el avance del progreso. Todavía en 1889, en la Exposición Universal de París se exhibieron cuatrocientos indígenas negros.

Este mundo, tal como se le presentaba, con sus propias lecturas, lo llevaron a convertirse en un antropólogo autodidacta, casi un aventurero (la Universidad de Basilea rechazó su tesis sobre las sociedades secretas africanas, hecho que lo llevó a dejar los estudios y buscarse la vida sin abandonar del todo su interés por la etnografía, pues se consiguió un empleo en el Museo Etnográfico de Bremen). Entre 1904 y 1935 hizo doce expediciones a África, donde se dedicó a estudiar las pinturas rupestres y a buscar lo que llamaba paideuma, el origen en las culturas, la fuerza que les permite crecer y desarrollarse.

Sus descubrimientos lo entusiasmaron tanto que llegó a proclamar que había descubierto la Atlántida de Platón ni más ni menos que en Benín, al oeste de África. Por lo cual se hizo sospechoso de creer que los indígenas de color que habitaban esas tierras no podían ser los mismos que habían creado las bellezas escultóricas y pictóricas que iba descubriendo, sino que había una raza blanca originaria que ha- bía creado tales civilizaciones. Si a esto le sumamos su vínculo económico —necesitaba dinero para financiar las expediciones— con Mussolini y con Hitler, tenemos a un personaje digno de los más oscuros de Conrad, como Kayerts y Carlier que forman parte de la Gran Compañía Civilizadora en Una avanzada del progreso, o Kurtz de El corazón de las tinieblas, ambas ambientadas en África y escritas apenas una décadas antes de la llegada de Frobenius.

Si la teoría del descubrimiento de la Atlántida fue un tropiezo en su carrera, no lo fue su teoría de los ámbitos o círculos culturales (Kulturkreise) que dio la vuelta al mundo y que permitió el avance de la etnografía y la arqueología. La idea es muy sencilla y hoy nos parece evidente: Frobenius fue el primero en postular que ciertos rasgos culturales se concentran en ciertas áreas geográficas, y que en esas regiones los pueblos comparten características similares.

Frobenius descubrió que en la tierra de los yorubas se encontraban for- mas de religión, sistemas burocráticos, diversas técnicas e incluso modos de construir un arco, idénticos a los que se encuentran en otros pueblos de la costa del Mediterráneo. A partir de Frobenius un objeto, un individuo, una forma de cocinar o de cazar, dejaron de ser elementos aislados para convertirse en articulaciones de una cultura específica. Descubrió que las culturas eran organismos vivos que nacían, crecían y podían morir; y que el individuo podía tener distintas visiones de la vida y la muerte dependiendo de si nacía en una cultura o en otra. Cada región tiene su propio repertorio de formas culturales, desde las maneras en la mesa hasta la religión, desde los hábitos sexuales hasta las técnicas de cacería. Todo esto parece evidente en la actualidad, pero lo sabemos gracias a Leo Frobenius.

Las ideas de Frobenius en hispanoamérica

La figura de Frobenius debió ser muy impresionante, y su idea de los círculos culturales, por más evidente que pueda parecernos hoy en día, impactó seriamente a los intelectuales de su época (y de las subsecuentes, como veremos más adelante). Me gusta pensar en Frobenius como en una suerte de Lévi-Strauss, cuya fama e ideas fueron estudiadas y discutidas en todo Occidente.

Ortega y Gasset, supongo que gracias a su acendrado germanismo, lo trató y conoció sus ideas desde el primer momento, y en 1924 lo llevó a la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid, donde dictó cuatro conferencias —en francés— que tal vez pudieron presenciar Lorca, Buñuel o Dalí. Las ideas de Frobenius le parecían a Ortega y Gasset, “una de las creaciones científicas más importantes y sugestivas de nuestro tiempo”,2 aunque también el filósofo guardaba para sí verdaderas enormidades que sólo pueden justificarse por la época; dice, por ejemplo, que Frobenius logró descubrir en África “un continente, en el que parecía no haber habido nunca movimientos históricos” (sic) ni “un profundo pasado”.3 Y se explica las ideas de Frobenius de este modo: imaginemos que hallamos un arco y una flecha en distintas partes del mundo, comprendemos de inmediato que la caza y la guerra son fuerzas vitales en todas esas regiones, sin embargo, durante siglos se creyó que cada grupo social había inventado de una vez y para siempre el arco y la flecha.

Es decir: eventualmente, cada civilización en determinado tiempo fabricaría los mismos utensilios (cosa que en realidad no ocurre, los hombres me-soamericanos nunca usaron la rueda, por ejemplo). Lo que Frobenius propone es que había “un desplazamiento de productos culturales”.4 Si esta idea resulta fantástica, es porque

... hace un siglo, nadie hubiera aceptado seriamente la posibilidad de que pueblos un tiempo poderosos, creadores de culturas completas, causantes de grandes acciones y reacciones históricas, hubieran llegado a borrarse de la memoria humana, a desvanecerse como fan- tasmas5.

A este grupo de civilizaciones aún sin nombre propio, Ortega las nombra, de modo genérico y con un guiño a Frobenius, las Atlántidas. De buenas a primeras, el mundo era más viejo, más interesante y misterioso, y el hombre veía hundirse sus raíces en un pasado vertiginoso. Los círculos culturales también interesaron a Alfonso Reyes. Para él, Frobenius venía a profundizar la división anquilosada de la literatura occidental. Lo que un día se dividió en Lírica, Épica y Tragedia, ahora podía ahondarse y reflejarse en “la serie de Frobenius” que concebía como parte de la evolución de la conciencia:

El paideuma demoniaco de la primera edad, el idealístico de la edad intermedia, y el fáctico de la edad fi-nal. En el primer círculo se está por encima de la razón: ni se tiene ni se deja de tener razón. En el segundo se está dentro de la razón y cuajado en ella. Y en el tercero se está bajo el peso y el agobio de la razón6.

Asimismo, Reyes sintió una ligera desconfianza ante los mitos recopilados por Frobenius. Para Reyes, las historias que le contaban los africanos eran imposibles de traducir al lenguaje occidental, porque se trataba de un arte oral que se había transmitido por generaciones, pero jamás fijado en palabras escritas.

Frobenius nunca logró —apunta— que los narradores africanos aceptaran como bueno el cuento que él acababa de escucharles y en vano intentaba repetir. ¡Es que, sin querer, cambiaba las palabras, ateniéndose, como buen europeo culto, al solo contenido semántico!7

Por último, otro gran autor se apropió de la idea de los círculos culturales para explicar su propio entorno. Se trata del poeta cubano Lezama Lima que interpreta al arqueólogo en estos términos:

Frobenius ha distinguido las culturas de litoral y de tierra adentro. Las islas plantean cuestiones referentes a las culturas del litoral. Interesa subrayar esto desde el punto de vista sensitivo, pues en una cultura de litoral interesará más el sentimiento de lontananza que el paisaje propio8.

Y resuelve y ejemplifica esta dicotomía diferenciando la poesía mexicana y la cubana:

Un fino poeta mexicano, Alfonso Reyes, nos amenazó con algo que parecía como un desembarco armado de poetas de Anáhuac, cuando terminaba un poema suyo de motivo cubano con este anuncio sibilino:

Se oirán llegar pisadas de [sandalias y el trueno de flautas mexicanas.

Esto nos aclara algo el asunto. Quizás existan contrastadas la sensibilidad insular cubana y la sensibilidad mexicana continental9.

Y a partir de allí el poeta cubano se deshace en sospechosos elogios a la poesía mexicana, a la que ve reservada y estable, tan “aristocrática” que acoge lo indio sólo como motivo épico. En cambio, la poesía cubana es el “exceso”, el movimiento, la expresión y acoge la negritud sin reservas. La hace propia.

Son sólo tres ejemplos, pero dan cuenta de la trascendencia de las ideas de Frobenius en el mundo hispano, así como de su apropiación y configuración de necesidades generales o locales.

Campbell y Calasso

A la vuelta del tiempo, Frobenius se ha consolidado como una fuente de dos altos surtidores que se vuelven en direcciones contrarias. Por un lado, podría estar Joseph Campbell, un brillante divulgador (sin la menor connotación peyorativa) de la mitologías occidentales y orientales, que lo mismo daba conferencias en prestigiosas universidades que se hacía fotografiar al lado de George Lucas porque, a decir de ambos, la saga de La guerra de las galaxias está basada en su teoría del mito del héroe: una suerte de versión amable de las complejas funciones narrativas que descubrió Vladimir Propp en los cuentos populares.

Para Campbell, Frobenius es el héroe de las kulturkreislehre, la doctrina de los círculos culturales que en realidad le sirven (hay que recordar que Campbell es un férreo jungiano) para sostener la teoría de Jung de los arquetipos. Si existen los ámbitos culturales es porque existen los arquetipos descritos por Jung: esos “símbolos” y, con ellos, imágenes primordiales que son más viejos que el hombre histórico, que han estado profundamente arraigados en él desde los primeros tiempos y, viviendo eternamente, sobreviviendo a todas las generaciones, continúan poniendo las bases de la psique humana. Sólo se puede vivir la vida más completa cuando estamos en armonía con estos símbolos.10 Si suena ligeramente a new age, no es coincidencia, se trata de un libro escrito en plenos años sesenta. De este modo, Frobenius es para Campbell la certeza científica de que los arquetipos junguianos existen. A estas alturas, el mito del héroe que según Campbell se encuentra en todas las culturas de todas las épocas puesto que es un arquetipo inalterable, ha sido bastante criticado. Lo mismo por la crítica feminista que ve en el mito del héroe una versión exclusivamente masculina del poder, que por el pensamiento decolonial que observa en ese mito claros ejemplos de abuso de poder y elogio del más fuerte.

Del otro lado, está Roberto Calasso, un erudito más malicioso, menos dado a buscar armonía alguna y menos en los símbolos. A Calasso no le interesan los ámbitos culturales y es probable que conozca teorías más contemporáneas —¿la sociobiología de Edward Wilson, o por el contrario la teoría de las “enjutas” de Stephen Gould, el gen egoísta de Richard Dawkins o el cerebro programado por la selección natural de Stephen Pinker? No sé qué tanto le guste la ciencia, pero se entiende que prefiere teorías menos amables como el homo necans (el hombre que mata) de Walter Burkert y sobre todo la idea del sacrificio que encuentra lo mismo en los vedas que en Marx.

Para Calasso, Frobenius es ante todo el hombre que escuchó el cuento de “La ruina de Kasch” en boca del camellero Arach ben Hassul. Le importa tanto esa historia que nombra un libro suyo con ese título. Me resulta imposible reproducir el cuento, pero intentaré resumirlo: En aquellos tiempos, se vigilaban los astros para determinar cuándo debía morir un rey. Todos los reyes sabían que tarde o temprano su pueblo lo sacrificaría. Esa era la ley. El rey podía elegir a dos personas para ser sacrificadas con él y así lo acompañarían en el otro mundo. Eligió a un contador de historias, Far-li-mas, que le alegraría los días en este mundo y los que habría de enfrentar en el otro. Y también eligió a Sali, una hermosa muchacha que debía hacerle compañía. Un día, Far-li-mas cuenta un cuento, y lo hace tan bien que todo el mundo se olvida hasta de la muerte. El rumor de que los cuentos de este joven son tan dulces que adormecen llega hasta oídos de Sali y de los sacerdotes que vigilan los astros. Los sacerdotes aceptan ir a escuchar uno de esos cuentos. Escuchan a Far-li-mas y caen en un profundo sueño, tan dulce como el que induce el hachís y se olvidan de vigilar el curso de los astros. Así ocurre varios días, hasta que los sacerdotes pierden la cuenta del tiempo y mueren. El rey se convierte en el primer rey que vivió hasta que Dios decidió llevárselo a una edad tardía.11 Para Calasso este es el cambio fundamental, el paso del orden antiguo al nuevo, el momento en que las historias suspenden la condena de muerte, el momento en que el sacrificio real —sanguinario— se desplaza “al puro acto de la conciencia”: 12 el sacrificio se sustituye por la palabra y, de producirse, es un acto de la inteligencia. El sacrificio no está abolido, sólo ha cambiado su valor y su peso. Pero Calasso nos previene, acaso permanezcan sus correlatos psíquicos: la culpa, la nostalgia de orden, la compulsión de repetir. Para Calasso esa es la importancia de Frobenius: haber descubierto el momento en que pasamos de un mundo salvaje a la civilización.

La conquista de lo imaginario

Con todos estos elementos ya podemos entrar en la exposición del Museo Nacional de Antropología y asombrarnos de lo que vio, hace unos cien años, Leo Frobenius en el África, Europa y Oceanía. La exposición se compone de fotografías, cartas, pero lo más importante son las acuarelas hechas por el propio Frobenius y su equipo donde reproduce fielmente la pintura rupestre hallada en cavernas y laderas de montañas. Algunos de estos facsímiles alcanzan los dos metros de altura por cuatro de largo y están colocados estratégicamente para impresionar por su belleza al espectador.

Entre las piezas destacan el Bisonte recostado, de la cueva de Altamira, España; la Composición animal, de la cueva de Libia; la pieza Caribú, oso y alce sin cuernos, de Noruega; las piezas Ram con disco solar y collar, de Argelia; la Silueta de manos y ballena Pauspaus, de Indonesia; el mural Wadjingas, hallado en la cueva de Munja, Australia; y las pinturas de caballos, de la cueva de Dordoña, Francia. Algunas de estas imágenes se remontan a cuarenta mil años antes de nuestra era.

¿Qué podemos decir de ellas? Es asombroso comprobar que hace cuarenta mil años el hombre ya pintaba, hacía grabado y escultura porque usaba la roca para crear volumen. Eso está muy claro en Bisonte recostado que durante años se creyó que estaba pintado de perfil, pero está derribado en el suelo y probablemente muerto. También debieron construir andamios para llegar a los techos de las cavernas y conocer diversas técnicas como el estarcido que se obtiene soplando los colores con la boca o a través de un hueso hueco.

Hay una extraordinaria unidad de técnicas y representaciones: por ejemplo, los animales suelen pintarse con sumo detalle como si se tratara del retrato de un animal específico; sin embargo, los seres humanos apenas y están esbozados, como si no pudieran reconocer ninguna diferencia entre individuos (o no tuviera importancia alguna). Casi no hay flora, y desde luego no hay lo que hoy llamamos vida cotidiana: gente preparando alimentos, por ejemplo. Lo que presenciamos es un bestiario, el museo nos hace entrar a una suerte de templo donde se veneran (y se sacrifican, claro, como en los ritos cristianos) bisontes, liebres, jirafas, caballos. Hay también una clara violencia, la mayoría son escenas cinegéticas, son experiencias con lo sagrado tal como lo entienden Walter Burckert y Calasso, es decir, contactos con la matanza y el sacrificio. Se trataba de cazadores-recolectores.

¿Existía una escuela pictórica?, ¿una tradición pictórica? Y de ser así, ¿quiénes y cómo la transmitían? ¿O era una mera convención estilística: así era como veían el mundo y punto? Lo único cierto es que esta práctica pictórica ha durado el doble de lo que ha permanecido entre nosotros la religión cristiana, por poner un ejemplo. Y quizás ha marcado nuestro imaginario, nuestra mente más de lo que nos gustaría reconocer.

Notas

1 Cf. Peter Watson, Ideas. Historia intelectual de la humanidad, Crítica, Barcelona, 2006.

2 Ortega y Gasset, “Las ideas de León Frobenius” en Obras completas, Tomo iii, Revista de Occidente, Madrid 1966, p. 242.

3 Ibidem.

4 Ibid, p. 245.

5 Ortega y Gasset, “Las Atlántidas”, en Obras completas, tomo iii, Revista de Occidente, Madrid, 1966 p. 285.

6 Alfonso Reyes, “Las funciones formales de la literatura en general”, en Obras completas XV, fce, México 1997, p. 470.

7 Alfonso Reyes, “Marsyas o del tema popular”, en Obras completas XIV, fce, México, 1997, p. 73.

8 Arnaldo Cruz Malvé, El primitivo implorante: El sistema poético del mundo de José Lezama Lima, Rodopi, Amsterdam-Atlanta, 1994, p. 35.

9 Ibid., p. 36.

10 Carl Jung citado por Joseph Campbell en Las máscaras de dios. Mitología primitiva, Alianza, Madrid, 1991, p. 157.

11 Cf. Roberto Calasso, La ruina de Kasch, Anagrama, Barcelona, 1989, pp. 120-128.

12 Ibid., p. 129.

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