Una condesa en la corte (Segunda parte)

5ed620ef3ff5b.jpeg
larazondemexico

Para Magda, amiga viajera

El Imperio se puso en marcha una vez que Maximiliano Fernando de Habsburgo aceptó los ofrecimientos de la comitiva liderada por José María Gutiérrez de Estrada, de quien hablamos en la entrega anterior. Sólo unos días después, el nuevo emperador se embarcó junto con su esposa en la fragata Novara y abandonó su amado Castillo de Miramar, en las orillas del mar Adriático. Lo que no suele contarse es que junto con los emperadores venía también una gran corte: ochenta y cinco nobles viajaron hacia América, tanto por el deber de servir a sus reales majestades como por la curiosidad de conocer aquellas tierras lejanas e ignotas de las cuales muchos tenían noticia, ya sea por las crónicas de Indias o por los recientes viajes de Alexander von Humboldt. La feracidad de las tierras americanas y el exotismo de las culturas autóctonas que las habitaban convencieron a más de algún miembro de la nobleza a acompañar a los Habsburgo en esta travesía. Es posible que muchos de ellos escribieran sus impresiones y recuerdos de dicha aventura, pero son pocos los registros que tenemos. Sin embargo, hasta nuestros días ha llegado uno que resulta especialmente interesante: el relato de viaje de una condesa austriaca, Paula Kolonitz.

De la condesa Kolonitz sabemos, por ejemplo, que nació en Austria en 1840, es decir, que sólo tenía 24 años cuando se embarcó junto con los emperadores en la aventura mexicana. José María Vigil, historiador decimonónico del liberalismo triunfante, afirma que la condesa Kolonitz acompañó la expedición porque se encontraba en bancarrota y fue “seducida” por el salario de dama de honor de la corte. Lo cual puede ponerse en duda, si tomamos en cuenta que dentro de las reglas del protocolo imperial (y tal vez como un pretexto para allegarse de aliados con poder económico) los emperadores afirmaban que los sueldos disminuían la nobleza de aquellos que formaban parte del séquito, y por lo tanto, no tendrían acceso a un estipendio por parte de la Corona, como deja entrever Erika Pani en su artículo “El proyecto de Estado de Maximiliano”.1 Por el contrario, me parece que Vigil, como mexicano liberal, se siente insultado por los europeos e intenta desacreditarlos. Se dice también, por referencias encontradas en el diario del austriaco Carl Hevenhüller, que años más tarde Kolonitz contrajo matrimonio con Félix Eloin:

Un belga que ignoraba la lengua y costumbres de México. Sus compatriotas nos han asegurado que el rey Leopoldo —de Bélgica [y padre de la emperatriz Carlota]— lo había impuesto al archiduque Maximiliano [...] las funciones de jefe de gabinete lo hicieron más potente que los ministros. No habiendo ocupado nunca en Bélgica puestos de importancia, llegó a colocarse en el que ocupó en México [...] sus sentimientos antifranceses, su ignorancia completa de la situación de México y de su pasado lo hicieron rechazar una multitud de proyectos de una importancia incalculable para el país. Tal era el hombre que del mes de junio de 1864 al de mayo de 1865 fue la sola potencia verdadera en México —cuenta Emmanuel Maseras en su Ensayo de un Imperio en México, publicado en París en 1879.

Finalmente, sabemos que la condesa Kolonitz publicó en Viena, a mediados de 1872, Un viaje a México en 1864, y que muy pronto fue traducido al italiano. Es de esta última edición de donde procede la única versión al español con la que contamos en la actualidad, la cual corrió a cargo de un miembro del Servicio Exterior Mexicano, Neftalí Beltrán, y fue publicada por el Fondo de Cultura Económica, en conjunto con la Secretaría de Educación Pública, en la colección Letras Mexicanas, en el año de 1984.

La historia del liberalismo triunfante se ha empeñado en contarnos una versión de los hechos, en la cual el invasor europeo aparece como una sola masa, ambiciosa y ávida de poder. Franceses y austriacos por igual son ese enemigo que debió ser derrotado por las fuerzas de Juárez. Aquellos mexicanos que apoyaron el Imperio de Maximiliano han sido tratados de forma cruel y tachados como vendedores de la patria. Pero el relato de la condesa Kolonitz nos puede ayudar a entender esa otra cara de aquellos personajes que intentaron, con todas las consecuencias conocidas, defender un proyecto de nación, si no distinto, por lo menos matizado, respecto del que conocemos por los libros que nos educaron. La condesa Kolonitz, instruida bajo los principios de la nobleza europea germánica, basados en el credo católico, nos entrega una visión alentada por el pensamiento científico y la revisión histórica, vertientes que imperan en los relatos de viajes del siglo XIX. Cierto, por momentos su crítica es dura, y en algunas ocasiones raya en el racismo, pero nuestra visión, en estos tiempos, nos obliga a leerla con ojos distintos a los de aquellos que han criticado con severidad tanto al Imperio como a sus defensores. Luis Zorrilla, autor del prólogo a la edición que comento, se refiere a la condesa de la siguiente manera:

Pensando en el sitio que ocupaba la autora, no deja de llamar la atención el hecho de que personas como ella que procedían del elemento conservador de Europa, aparezcan como liberales comparadas con nuestros conservadores vernáculos, mostrándolo así al juzgar, aunque suavemente, a Gutiérrez de Estrada, o al evocar fugazmente a Garibaldi o a Juárez. Así lo dejan ver también sus varias alusiones al clero mexicano, aun siendo ella misma católica. [...] varios de sus juicios sobre el mexicano siguen siendo válidos, si bien algunos son superficiales o representan meros estereotipos que circulaban ya desde entonces.

Veamos algunos de estos juicios de Kolonitz.

Durante la primera parte del viaje, la corte imperial se detiene en Roma el 19 de abril para recibir la bendición del Papa Pío IX, y se aloja en el Palacio Marescotti, hogar del cónsul Gutiérrez de Estrada en Europa. Para sorpresa de todos los cortesanos, al día siguiente el Pontífice en persona visita dicho palacio en un acto único que marca el apoyo de Roma a la creación del Imperio. Kolonitz aprovecha este acto para manifestar sus impresiones sobre Gutiérrez de Estrada:

El emperador y la emperatriz, seguidos de toda su corte bajaron la escalera y lo recibieron de rodillas. Después besamos sus manos y sus pies y alegra y benévola, Su Altísima Santidad tuvo para todos una palabra cordial. El viejo Gutiérrez de Estrada lloraba de alegría por el honor que su casa recibía. Él es un hombre excelente cuyos conceptos políticos no corresponden a los tiempos que corren, pero cuya individual honestidad y lealtad son tales que quizá no vi igual en su país.

Mientras que los nacionales se deshacían en alabanzas y gratificaciones para el emperador, y hacían gala de sus modales, el ejército francés que nos presenta Kolonitz es desagradable, prepotente y tosco.”

En este mismo tenor, la condesa se refiere a otro de los mexicanos clave para el Imperio, el general Miramón, a quien conoce una vez que la corte ha llegado a la Ciudad de México y es recibida en la Catedral:

En medio de los que más sobresalían estaba el general Miramón, todavía joven. A la edad de veinte años fue electo presidente de la República. No sé si su valor fuera grandemente admirado por el ejército, parece que algún delito pesa sobre su reputación. Miramón se ha entregado abiertamente al partido del emperador y su majestad lo recibió con las mayores demostraciones de honor y benevolencia. Paseaba por los salones conduciendo del brazo a su joven consorte, acusado de tener grandes ambiciones. Hay también en las maneras de este hombre aquel aire dulce, delicado, astuto, que es tan característico de los mexicanos y de los cuales guardo en la memoria una impresión casi obsesiva.

Podríamos pensar, a partir de estos dos mínimos retratos, que la condesa Kolonitz favorece a todos aquellos personajes que defendieron el Imperio. Sin embargo, resulta interesante observar cómo juzga de manera menos positiva a otros generales imperialistas, en particular los franceses como el contraalmirante Bosse, quien recibió al emperador en Veracruz en mayo de 1864:

Poco después apareció el comandante de las tropas francesas, el contraalmirante Bosse, con su ayudante, ambos irascibles porque el emperador había rehusado anclar entre la flota gala. El contraalmirante se comportaba con tan poco miramiento y tales inconveniencias que nada podía ser peor y como si quisiese volcar contra nosotros buena parte de su cólera nos dijo todo el mal posible del país, exagerando los peligros y los disgustos. Primero que nada nos aseguró que el lugar era el más infecto y que resultaba muy peligroso dormir allí. Citó, uno después de otro, casos en que los pasajeros y marinos fueron, en una sola noche, víctimas del vómito; en seguida enumeró los peligros a los cuales estábamos expuestos hasta llegar a la Ciudad de México viajando por el interior del país; dijo que se habían formado bandos con el propósito de hacer prisionera a la pareja imperial y que el general Bazaine no había tenido el tiempo suficiente para garantizar nuestra seguridad personal. Y durante largo rato continuó diciendo cosas por el estilo. Ésta fue la primera demostración y no debía ser la última, de la arrogancia y de la prepotencia francesas de las cuales muchas pruebas más nos esperaban en México.

Queda claro, al leer algunas de estas palabras, que para Kolonitz, y probablemente para toda la corte imperial, el ejército francés resultaba una carga incómoda debido a su altanería. Mientras que los nacionales (por lo menos los que están convencidos de la necesidad de tener un emperador en el país) se deshacían en alabanzas y gratificaciones para el emperador, y hacían gala de sus modales, el ejército francés que nos presenta Kolonitz es desagradable, prepotente y tosco. Como prueba, un baile organizado por el mariscal Bazaine, jefe máximo de las fuerzas francesas acantonadas en México:

Ya he dicho antes cómo los oficiales de Francia se han conducido y se conducen con los mexicanos. Hablaban del país y de sus habitantes con el más torpe desprecio; no tenían el mayor interés para la belleza de aquel cielo ni ojos para las muchas cosas nuevas que aquí se les ofrecían; y les parecía increíble que nosotros gozáramos de todo y que supiéramos corresponder a la cordialidad que los otros nos prodigaban, y que de ningún modo nos creíamos llamados a estigmatizar con la jactancia europea los errores de los mexicanos. Muchísimas dificultades y muchísimas quejas tenía el emperador en sus relaciones con los franceses porque ellos no jugaban limpio; pocos de los hombres venidos de Francia, que presidían los ministerios civiles y militares y que dirigían asuntos financieros y diplomáticos, tenían el discernimiento y la delicadeza de no recalcarle la dependencia del socorro y la ayuda francesas. Y esto era una dificultad aún mayor.

Desde el inicio del Imperio, como nos sugiere Kolonitz, el emperador reconoció que estaba solo en una empresa que consideraba edificante para el país.

Hagamos un ejercicio parecido al de los viajeros del siglo XIX. Imaginemos Austria: tal vez aldeas tirolesas, ciudades nevadas y una Viena imperial

llena de palacios; un pueblo amante del vals y la cerveza. De la misma manera, es muy probable que la corte imperial imaginara que en México encontraría las figuras vivientes de los indígenas narrados por los cronistas coloniales, y las exóticas selvas vistas por Humboldt a principios del siglo XIX.

No es de extrañar entonces que la condesa Kolonitz dedique gran parte de sus páginas a describir las maravillas (y también los vicios) de estas tierras. Acostumbrada a los gélidos paisajes austriacos, para la condesa resulta un verdadero deleite abordar la Novara y recorrer Roma, Madeira y, una vez cruzado el Océano Atlántico, Jamaica; y debe haber sido por demás decepcionante arribar a San Juan de Ulúa y encontrarse con una Veracruz asolada por la fiebre amarilla. Sabemos que a mediados del siglo XIX, el puerto aún era un villorrio mediocre en el que los viajeros no se detenían por temor a la peste; de hecho, será hasta el gobierno de Porfirio Díaz cuando Veracruz adquiera el rango y la belleza de la ciudad actual.

Con todo, el clima cálido y la vegetación tropical son suficientes para borrar la tristeza producida por esa primera impresión. Cuando la comitiva imperial comienza a internarse en tierras mexicanas, la pluma de Kolonitz se transforma y nos deja ver el enamoramiento que viven los extranjeros al adentrarse en este mundo desconocido. Escribe sobre su viaje en coche entre el puerto y Orizaba:

Nos acercábamos a las montañas que habíamos admirado de lejos. La vegetación se hacía más y más lujuriante hasta llegar sobre el Chiquihuite, que es un altísimo monte con todos los encantos del esplendor tropical. Aquí comenzamos a ver bellísimos árboles llenos de lianas, miles de plantas y por todos lados flores dispersas con admirable variedad de colores en montes y valles. Especialmente bellas eran las enredaderas que se entrelazaban a cada tronco y a cada copa hasta la cima. Mariposas de color naranja y con manchas del más hermoso azul gozaban de ese lindo banquete. [...] comenzaba la estación de las aguas, las nubes se hacían densas, se oscurecía el sol y con él las montañas, por lo que poco pudimos gozar de la vista del altísimo pico de Orizaba, cuya altura es de 17 mil pies sobre el nivel del mar. Es este el famoso Citlaltepetl de los aztecas [...] Nada vi cultivado, la naturaleza está virgen, nada contiene sus impulsos. Pasamos junto a varios torrentes que en medio de precipicios y rocas se despeñan en las profundidades. La tierra, en general, tiene aquí grandes hendiduras. Con frecuencia hay interminables abismos cuyas rapidísimas paredes se hacen más inaccesibles por lo espeso de los matorrales y las yerbas que las cubren. A estas hendiduras se les llama barrancas y juegan un papel importante y peligroso en las guerras de este país.

la condesa, así como los emperadores, había estudiado con cierto cuidado la naturaleza del país y tenía conocimientos de la geografía y de la historia mexicana.”

Podemos ver que la condesa, así como los emperadores, había estudiado con cierto cuidado la naturaleza del país y tenía conocimientos de la geografía y de la historia mexicana. Este tipo de comentarios, aun dentro de su sencillez, nos muestran un creciente interés y afecto por estas tierras. Si la vegetación maravilla a la condesa, la gente que habita estos lugares multiplica su curiosidad, al mismo tiempo que despierta un sentimiento de paternalismo, pues como ella misma lo expresa:

Sorprendidos y curiosos, con aquella mirada dulce y melancólica, nos veían los macilentos y amarillentos indios. Con frecuencia los hombres tenían entre los brazos a los niños y las mujeres acariciaban en el regazo alguna gallina, sentados uno junto al otro. La impresión que causan estos pobres seres inspira simpatía y casi compasión. En ellos se ve la marca de la pobreza y la resignación. Sus necesidades parecen no ser grandes como no sean las mínimas de cubrirse o vestirse sin hacer mucho caso a la limpieza. Cada habitación tiene, sin embargo, sus flores, de las cuales son amantísimos. Se prodigan especialmente los grandes cercados de plantas que le dan sombra a las cabañas y esparcen por todos lados un suavísimo perfume.

La historia liberal nos ha enseñado a ver a los extranjeros como racistas, pero en estos párrafos alcanzamos a percibir un discurso que, aun marca-do por la conmiseración y el paternalismo (no muy lejano del trato a los pueblos indígenas en los proyectos de nación liberales e institucionalistas del siglo XX), también aboga por una incipiente antropología social cuyo fin es observar de forma objetiva las costumbres de un pueblo. No podemos culpar a la condesa Kolonitz de ser una mujer de su tiempo, lo que sí vale resaltar es que su descripción se mantiene dentro de cierta objetividad. Ella misma indica su asombro y satisfacción sobre ciertos modales y sobre la educación de los mexicanos:

Me sorprendió la gentileza que domina entre las más bajas clases mexicanas. Los cocheros apenas llegan a las estaciones, estrechan la mano del ayudante usando la palabra señor. Entre aquella gente del pueblo jamás oímos una frase altanera, jamás alzar la voz, un insulto o una descortesía. Tienen una dulzura y una indiferencia capaces de desesperar al europeo impaciente, altanero, curioso como es.

También le llaman la atención las reglas de etiqueta propias de los mexicanos, al narrar el recibimiento a los emperadores en la ciudad de Puebla:

A nuestras palabras de agradecimiento, a nuestras exclamaciones de alegría y de admiración se respondía con aquellos largos párrafos que acompañan siempre a la hospitalidad y el obsequio mexicanos, intercalando la celebérrima frase “a la disposición de usted”, que tiene una parte muy principal. En realidad el mexicano considera al huésped que alberga bajo su techo como si fuese su propio patrón.

Enfrentarse a otra cultura implica siempre un choque, pues las costumbres y acciones son siempre distintas entre el que viaja y el que hospeda. La condesa Kolonitz no es ajena a esta circunstancia, pero al contrario de un fingido racismo, critica los modales de los europeos con quienes viaja:

En ningún lugar nos hicieron un recibimiento tan espléndido como aquí [se refiere a la entrada de la comitiva imperial en Cholula]; y aunque los europeos se complazcan pavoneándose con un poco de altanería y los habitantes de esta otra parte del globo los tengan en más de lo que en realidad son, si aparentábamos estar deslumbrados y orgullosos era por no sentir vergüenza de nosotros mismos y casi encontrarnos ridículos en medio de aquellas extraordinarias ovaciones.

Los juicios de la condesa Kolonitz no se remiten sólo a las situaciones del momento en tierras mexicanas, sino que además realizan un recorrido histórico con el cual critica las causas de las malas condiciones en el país durante el siglo XIX. Si bien es cierto que su recuperación histórica hoy está completamente superada, es necesario considerar que para el tiempo en que vivió, los estudios sobre el mundo náhuatl, así como la reconstrucción de la colonia novohispana, estaban totalmente descuidados.

Observemos, por ejemplo, sus críticas a la Ciudad de México, en marcado contraste con la magnificencia con la que se refiere a Puebla. Al llegar por primera vez al Valle de México, la condesa sufre una decepción profunda ante el estado en el que se encuentra el Lago de Texcoco y la ciudad. De aquella prodigiosa ciudad sobre las aguas, descrita por Bernal Díaz del Castillo como si fuera salida de las páginas más hermosas de los libros de caballerías, queda sólo una sombra, pues

... los españoles fueron siempre enemigos de las florestas y de los bosques. Sus devastadoras manos pasaron también por aquí causando grandes daños a la irrigación del valle. Los lagos cada día se evaporan más y más, las fuentes se secan y el terreno se ha hecho árido. Cuando los conquistadores llegaron al país, el planalto de Anáhuac tenía bosques y magníficas selvas, estaba cubierto de encinas, de cedros y de cipreses. De ellos todavía dan prueba algunos antiquísimos residuos que llenan al viajero de estupor y de admiración. [De regreso a su actualidad, la condesa expresa con enorme pena:] No hay en el mundo ciudad cuya posición sea más encantadora y más imponente que la de México. Entristecida vi la incuria en que se encuentra después de una guerra civil de cincuenta años que por todos lados ha dejado el sello de la devastación, una guerra que todo ha dañado, aquí destruyendo profundamente, allá inutilizando, obstaculizando y paralizando más que a ningún otro lugar la capital, tal vez por la monótona regularidad de sus calles [recordemos que la condesa proviene de Austria y que en Europa el trazo de las ciudades de orígenes medievales es caótico en comparación con el trazo rectangular con el que fue fundada la Ciudad de México] o la grandeza de sus plazas principales, en las que no vi ningún atractivo.

Por escrito, Maximiliano afirma que ‘utilizaba con muchísima frecuencia su habilísima pluma, su saber y su exquisita cultura y tenía en ella una colaboradora diligentísima’.”

Este juicio se modifica en cuanto Kolonitz habla de La Alameda, el Paseo de Bucareli o la visita al templo de Guadalupe, en ese entonces lejos de la ciudad. Con todo, lo más importante de este párrafo es que hila su descripción con lo que ella considera que podría revivir la capital del país:

Es verdad que si las condiciones fuesen normales y se gozase de los benéficos efectos de la paz, aumentándose el comercio, las fábricas, la industria, el bienestar moral y material, podría convertirse en algo tan maravilloso que compararla con París o San Petersburgo con todas sus pompas, sólo serviría para realzar sus encantos, pues lo bello y lo excelso que el hombre construye desaparece ante lo extraordinario de una naturaleza sublime.

La condesa Paula Kolonitz vivió en México durante seis meses de 1864. Debió ser menos tiempo, pues como ella misma lo indica, al momento de arribar a Veracruz, las damas de la corte debían ser sustituidas por damas mexicanas, pero ese propósito no pudo cumplirse. El Imperio de los Habsburgo tardó todavía algunos meses en organizarse y sobre todo en enfrentar los múltiples obstáculos para lograr acuerdos entre los conservadores mexicanos y los militares franceses. Kolonitz, al lado de la emperatriz Carlota, vio cómo la consorte imperial estaba siempre al lado de Maximiliano y lo ayudaba en todo lo que podía. Incluso, la condesa fue testigo del tiempo en que Carlota asumió la regencia del Imperio durante el viaje de reconocimiento de Guadalajara y el occidente mexicano. Por escrito, Maximiliano afirma que “utilizaba con muchísima frecuencia su habilísima pluma, su saber y su exquisita cultura y tenía en ella una colaboradora diligentísima”; y también, por este mismo conducto, sabemos que los verdaderos aliados del emperador eran en realidad unos cuantos, algunos de los cuales abandonaron poco a poco el proyecto imperial conforme ganaba territorios y fama la milicia liberal. Una vez que se consume el tiempo de las damas de corte europeas en la capital, éstas abandonan el país y llevan consigo las palabras del emperador para su madre: “Decidle que no desconozco la dificultad de mi tarea, pero aseguradle también que no me arrepiento de haber tomado tal resolución”, a lo cual añade Kolonitz:

En general, todo su deseo era reconciliar entre sí a las diversas facciones. Muchos acercamientos ya se habían efectuado y parecía que la profunda necesidad de paz y legalidad que el país sentía había atraído hacia el emperador un gran número de hombres con la voluntad de unir sus esfuerzos y su trabajo a los del monarca para hacer florecer nuevamente las inmensas riquezas del país y allanar los caminos hacia la prosperidad.

No sucedió así. De regreso en Austria, Kolonitz publica sus memorias sobre el viaje a México unos años después de la caída del Imperio. A través de estas páginas somos testigos de primera mano de una viajera maravillada por los paisajes paradisiacos y el clima tropical, así como por la sencillez de los mexicanos, en contraste con las elaboradas costumbres cortesanas. Es probable que una crónica como la que escribe la condesa Kolonitz no destaque por sus méritos literarios; sin embargo, cada uno de los episodios que conforman su travesía nos transmite esa nostalgia por una tierra extraordinaria; nos muestra con diferentes matices a varios protagonistas de la aventura imperial y, sobre todo, nos presenta una visión distinta, fresca, de lo que significa conocer y desear un mejor futuro para el país y sus gobernantes:

Este viaje es y será el más bello recuerdo de mi vida. Fui feliz muchas veces y ninguna noticia triste de los míos había empañado mi alegría. ¡El mundo es todavía bello! Quien lo dude, que vaya y lo admire.