Hace veinte o treinta minutos que el terremoto terminó. Camino sobre Paseo de la Reforma y el miedo se puede tocar. El miedo, que nos demuestra que es el amo y señor de esta Tierra, el único capaz de hacernos conscientes de lo efímeros y vulnerables que somos, el maestro Miedo que nos conduce al punto donde volvemos a sentir empatía con esos que parecen ser nuestros semejantes.
Los edificios están vacíos, miradas que no saben dónde detenerse. Son pocas las personas que escapan del miedo a través de la risa, pero aquí las hay. Elevan la voz, fanfarronean, dicen estupideces.
No sólo flota el miedo entre esta marea de Godínez confundidos, también flotan los rumores. Unos dicen que se cayó un edificio en la Roma, otros que en la Condesa. A nadie le consta si es verdad.
Esto es un mar de gente a punto de producir un tsunami.
Todos caminamos sin la certeza absoluta de seguir vivos, con un hueco en el estómago y un nudo en la garganta. Y en el resto del cuerpo un movimiento telúrico que no termina de largarse.
Doy vuelta en la Diana y camino hacia la colonia Roma. Cuando llego al Palacio de Hierro de Durango podría jurar que el miedo huele igual que el gas. Gritos de súplica de que nadie fume.
Los chilangos somos una especie que responde de inmediato al drama y a las emergencias, acostumbrados a las inundaciones, los asaltos, adversidades y agandalles a los que nos sometemos mutuamente. Parece que todo el tiempo entrenamos para enfrentar circunstancias como ésta.
Camino por la Roma como un animal que va a percatarse de las condiciones de su madriguera. El edificio de Tabasco y Morelia está lastimado, duele verlo. Parece un gladiador que de tantas heridas no sabe cuál taparse primero para seguir en pie.
Ya hay muchas zonas y edificios acordonados. Reaccionamos como glóbulos blancos al sentir heridas en el cuerpo que los contiene.
En el Jardín Pushkin hay una carpa de servicios médicos que más tarde se convertirá en un centro de acopio. En este momento, quizá una hora después del inicio de la catástrofe, ya hay varias
personas atendidas, algunas con huesos rotos. Suena el horrible canto de las sirenas, las hélices de los helicópteros.
Pienso que el rostro de la ciudad, tal como la conocía, ha sido masacrado. A partir de este momento es otro.
Afuera de una escuela ya hay agua para todos los ciudadanos en una mesa, y los primeros voluntarios ya se dejan ver.
Un edificio en Querétaro, el número 74, se encuentra hundido y se recarga del edificio siguiente, agotado. Si fuera personaje de un videojuego diría que le resta sólo una rayita de vida.
Alguien mira su teléfono y dice que van cuatro fallecidos.
El número 200 de Jalapa se ve dañado en su interior, al 204 se le cayó la fachada.
La iglesia de Chiapas y Yucatán, la de Fátima, se ha quedado sin varios de los vidrios de su fachada y tiene daños severos en el techo.
El Hotel Fleming tiene heridas en la fachada, banquetas rotas y levantadas sobre Avenida Cuauhtémoc.
En las calles ya hay personas con maletas y mascotas listas para irse lejos, es un éxodo, camiones del ejército van retacados de soldados listos para ayudar.
Camino por la colonia Doctores sin encontrar otra cosa que no sea miedo. Llego a la Obrera y en casa de Nelly descanso un poco. Uno busca a los que ama para refugiarse, uno busca a esos con quienes hemos pasado por otro tipo de sismos.
La vida nos ha aplicado la misma broma. A sólo minutos de haber realizado un simulacro nacional nos ha escupido un terremoto que ha devastado parte de la ciudad. Treinta y dos años después. Como presagio, como mal agüero. Otra vez en 19 de septiembre.
Salgo de nuevo a la calle. Nadie a mi alrededor luce seguro de que esto no sea sino un reality show de mal gusto.
CHAVOS EN LAS CALLES
Son cuatro y se encuentran sentados frente a la fuente de la Cibeles. Ninguno llega a los veinte años. En estos días han rolado con su entusiasmo por varios puntos de la ciudad. Desde el primer día se pusieron a ayudar, han ayudado en la cadena humana para pasar víveres y han dirigido el tráfico.
Han perdido el nombre, como le ha sucedido a muchos de los que pasan a las filas de los voluntarios. El anonimato es la mejor forma de ayudar. Son amigos, dos hombres y dos mujeres. Los mueven las ganas de ayudar. “Yo no podría estar en mi casa, tranquila, sabiendo que hay gente que necesita ayuda.”
Su generación ha sido tachada de apática, indiferente y hedonista. “También nosotros hablábamos de eso, dijimos, pues si nos organizamos para fiestas, también hay que organizarnos para ayudar a la gente.”
El casco, el chaleco, los guantes y las botas se han vuelto en unos días el uniforme oficial de los chavos chilangos: “Me decían que me pusiera a hacer algo. Es que no haces nada, me decían mis papás.”
“Venir aquí le cambió mucho la perspectiva a mi familia. Y al decirles voy a tal y a tal lado, me decían: ah, sí. Obviamente tenían miedo, porque pues me meto a zonas de desastre. Pero se sienten bien de que la adolescente que tienen en casa por fin está haciendo algo.”
Uno de los varones habla: “Yo me quedé sin trabajo y ya comenzaban a molestar conque hiciera algo, ahora me dicen que me cuide.”
El otro chavo le arrebata la palabra: “Yo trabajo y saliendo me vengo para acá, a ver en qué puedo ayudar. Trabajo barriendo una unidad habitacional.”
Jóvenes de entre 20 y 29 años ocupan el 41.5 por ciento de los 2.1 millones de desempleados en el país. 10 mil 272 menores contrajeron matrimonio en la Ciudad de México de 2007 a 2015.
La novia del último que habló toma la palabra. Ella trabaja en el mismo lugar: “A mí mi mamá sí me da permiso de venir, como trabajo y estudio... ”
Ayudar en esta ciudad no es cosa fácil. Les han aventado el auto, los han insultado, les tocó cerrar Eje 6 y avenida Coyoacán. Y al menos un par de automovilistas les dejaron ver que no toda la ciudadanía estaba en el mismo mood. Un hombre se negó a que le ayudaran a cambiar la llanta de su auto y hasta los insultó.
"En Chimalpopoca me rechazan por no llevar botas de casquillo. Siento que es como ir a un antro, necesitas conectes adentro para pasar, ropa especial y mucha paciencia.”
Los cuatro esperan una mejor sociedad luego de esto, cuando el polvo se retire del aire, cuando los escombros ya no existan. Aunque quizá ellos no saben que muchos damnificados de 1985 siguen sin casa. Pero su esperanza luce neta.
EL PAPEL DE LOS PERROS
[caption id="attachment_642790" align="aligncenter" width="1068"] Foto: Alejandro Tapía[/caption]
Los perros más secuestrados en la Ciudad de México son los pomeranios, les siguen los chihuahueños. Al día se generan entre 600 y 700 toneladas de heces en la ciudad, producidas por alrededor de dos millones de perros. El xoloitzcuintle es un patrimonio de la ciudad.
Los perros, esos seres que se han robado el protagonismo de esta tragedia. Que han ocupado tal trascendencia que se han abierto albergues exclusivos, que se han robado el corazón de las redes sociales por su colaboración, porque entre todos han rescatado más de cien personas, y hasta ejemplares de su propia especie.
Irely tiene 24 años y su familia se ha quedado sin casa por el momento. Pero eso no merma sus ganas de ayudar. Se está quedando en Estado de México y desde allá se traslada a ayudar. Hoy le ha tocado recibir alimento para mascotas en el centro de acopio. Los perros, los gatos, las mascotas en general se han vuelto parte fundamental de la vida cotidiana de esta ciudad, y por lo tanto tienen un papel relevante en la desgracia. También a ellos les toca. En treinta años se seguirá hablando de la participación de los perros en esta catástrofe.
FLASHBACK
El 19 de septiembre de 1985 yo cumplía siete años. Iba en segundo de primaria en una escuela de monjas y antes de que comenzara a temblar yo estaba jugando con el roll on de mi tía Paty. Lo deslizaba sobre la cama haciendo el sonido de una nave espacial. Mi madre se encontraba cerca de la ventana planchando mi uniforme. Mi tía se vestía para ir a trabajar, recuerdo que estaba en ropa interior. Vivíamos en el quinto piso de una unidad habitacional en la calle de Centeno, en la colonia Granjas México.
En 1985 hubo alrededor de 30 mil edificaciones destruidas por completo, y 68 mil presentaron daños graves. En 2011 se contaron 3 mil 692 actas de defunción relacionadas con el sismo de 8.1.
No recuerdo la sensación que me produjo el movimiento. Recuerdo que el desodorante se comenzó a deslizar casi por voluntad propia.
Recuerdo que mi madre entraba y salía de la ventana, sin soltar la plancha, recuerdo el rechinido del burro, que alguien gritó desde algún lugar del patio: ¡Está temblando! Mi tía Paty entra y sale del closet, las puertas se abren y cierran. Yo me cago de risa de todo lo que veo.
Se fue la luz, pero todos están bien. Es más, todo parece tan normal en el oriente de la ciudad que me llevan a la escuela.
La maestra de quinto es la única que no ha llegado y todos rezamos por ella, porque se encuentre bien.
Al poco rato las clases se suspenden. Mi padre pasa por mí y su rostro desencajado me avisa que las cosas no están chidas. Algo cabrón ha sucedido. La ciudad ha valido madres.
Treinta y dos años después estoy en el Museo Tamayo y mientras camino hacia el punto marcado como seguro, pienso que es una broma. Me encamino hacia Reforma, pienso que no debió suceder mucho. Es casi imposible que algo así suceda. Es mera casualidad, me digo a mí mismo para calmarme. Conforme camino me doy cuenta de que no he aprendido nada de terremotos en treinta y dos años.
EN LA ZONA CERO
Ayudar es privilegio de unos cuantos.
Camino más desorientado que un perro que por primera vez en la vida anda sin amo y sin correa.
No sé bien qué hacer. Mi teléfono se ha quedado sin batería, no puedo enterarme dónde son las zonas de desastre. Camino por la Condesa. Siento fatiga, quizá producida por la frustración. Una horda de motonetos llegan apresurados a donar agua y víveres.
Hace años no veía a Dulce, y me da gusto que alguien me abrace, por más remoto y perdido que se encuentre nuestro vínculo.
Hay filas interminables de voluntarios. Los soldados comienzan a bajar de sus camiones y cuando marchan entre la gente, la gente les aplaude. Me parece conmovedor, luego de lo maltrecha que ha estado la imagen del ejército desde que comenzó la guerra contra el narco. Quizá sea buen momento para una reconciliación. Van a levantar los escombros de Laredo y Ámsterdam.
Más tarde nos enteramos que el ejército se robó unas bolsas del fotoperiodista Wesley Bocxe. Así son las cosas en el Distrito Federal.
A ningún lugar puedo entrar a ayudar. El terremoto fue hace unas horas y la cantidad de ayuda sobrepasa la desgracia.
Días después seguiré sin conseguir pasar a la Zona Cero. En Chimalpopoca me rechazan por no llevar botas de casquillo. Siento que es como ir a un antro, necesitas conectes adentro para pasar, ropa especial y mucha paciencia. Porque son muchos los que quieren entrar.
LEVANTAR ESTA CIUDAD
La Ciudad de México es el ring más grande del mundo. Con sus mil 485 kilómetros cuadrados y a 2.2 kilómetros sobre el nivel del mar, con su aire contaminado donde suena cumbia, salsa y reguetón. Aquí siempre hay que rifarse un tiro. Y a veces nos lo rifamos todos juntos.
Nuestra ciudad de microbuseros y policías drogados, ciudad fundada en 1325, con aroma a achiote y suadero, aroma de caño y perfume caro. Ciudad de comedores comunitarios donde 40 mil personas son atendidas todos los días por tan sólo diez morlacos.
Ciudad gandalla llena de atracos, de hurtos, de maestros del dos de bastos, donde el 99.33 por ciento de los abusos sexuales permanecen impunes.
Levantaremos esta ciudad que no tiene espacio para todos, pero siempre abre los brazos. Y aquí nos acomodamos, como sea. 4 mil 354 personas viven en las calles de esta ciudad, 2 mil 400 en albergues. El 70 por ciento de la población no gana lo suficiente para comprar una vivienda en alguna de las 16 delegaciones. La ciudad es casa de todo el que se acerque, recibe 13 millones de visitantes al año.
Ciudad declarada patrimonio de las cucarachas y las ratas, ciudad llena de museos y zonas arqueológicas, con sus dos copas del mundo adornadas con Pelé y Maradona.
Ciudad de nueve millones de habitantes, veinte millones de usuarios, no podría quedarse sola en ninguna circunstancia. Eres como esas mujeres que siempre tendrán pretendientes, siempre habrá alguien dispuesto a salvarte, aunque no tengas remedio.
Ciudad que en los últimos años ha mandado 11 millones 403 toneladas de residuos sólidos al Estado de México. Ciudad de dos millones de vendedores informales, de vengadores anónimos, que fue visitada por Godzila y no nos hizo nada. Ciudad monstruo que si cae, lo hace en su propio cuerpo. Te vas a levantar, histérica y violenta Ciudad de México.
Trato de entrevistar a los jóvenes médicos que asisten en el centro de acopio de la plaza Cibeles, pero ellos se han puesto a atender personas heridas que han brotado de la nada. Voluntarios que han sufrido descalabros y heridas menores.
Un tipo vestido de rescatista me pregunta qué hago ahí. Le explico y me invita un café.
Su nombre es Pablo. Lleva diecisiete días sin dormir de forma adecuada. Ha estado en labores de rescate desde el sismo del 7 de septiembre. “Siempre me ha gustado la adrenalina”, alcanza a responder ante mi pregunta de por qué está aquí. Es evidente el cansancio. Dice que no se irá hasta que el proceso se cierre por completo. Hace falta entregar los sobrantes de las donaciones a las autoridades.
CHIMALPOPOCA: PICO, PALA Y CUBETA
[caption id="attachment_642791" align="aligncenter" width="1068"] Foto: Alejandro Tapía[/caption]
Los sardos aparecieron a la altura de Reforma e Insurgentes. Damián había salido en bicla a ver en qué podía ayudar. Los soldados venían jalando banda para hacerlos voluntarios. Los chavos se les unían. Damián contó veinte cuando se les juntó. Aceleró para adelantarse al contingente y comenzó a gritarle a todo aquel que veía: “¡Ahí vienen los soldados, vamos a ayudar!”
“Llegamos a Chimalpopoca y lo que recuerdo es como una guerra. Un tumulto y un griterío digno de una batalla. Había gente por todos lados. La primera vez que vi la fábrica, vi a lo lejos una montaña de escombros. Un güey hasta arriba, parecía una batalla, los ruidos, los gritos de los moribundos.
“En el polideportivo se estableció un punto de acopio. Cada cinco minutos, cuando mucho, se detenía un auto a dejar tortas, arroz, herramientas, gente donando cascos, picos. La banda reaccionaba de inmediato. Había que llegar cada día y ver qué faltaba, qué se
necesitaba y ponerse a hacerlo.” Damián fue el guardián de la entrada y salida de los camiones.
La banda venía desesperada por ayudar. Los doctores armaban paquetes, agarraban medicina, la seleccionaban, la distribuían y la mandaban a las otras zonas de desastre.
Regresó a Chimalpopoca, y el miércoles entró a la fábrica. Un edificio inmenso al que sólo se podía acceder por un lado, donde había 500 cabrones dispuestos a obedecer y ayudar en lo que fuera. “Sacamos todo a golpe de pico, pala y cubeta. La maquinaria pesada nos ayudó con losas muy grandes, de cinco metros. El resto lo hizo la banda. Les decían, acá. Y empezaban a darle.”
Entrar a una Zona Cero es estar consciente de que el horror puede ocurrir en cualquier momento.
“Levantaron una losa. Había cuerpos rotos, pequeños, incompletos, maltrechos. Te lo digo sin desprecio. Pensé en las cucarachas una vez que fumigaron un lugar. Y vi eso. Una masa de carne molida. Sólo los diferenciaba la ropa. Aplastados y revueltos como cucarachas. Apenas se levantó la losa y se vio la sangre. Los sardos se pusieron a gritar. Abajo, todo mundo abajo. La banda guardó silencio, ya no había nada que hacer, nadie a quien rescatar.”
Damián recogió cosas, restos de tela, objetos, piedras, para donárselas a una amiga que hace arte a partir de restos de los desastres, Cristina Ochoa, quizá ella los pueda utilizar en algo.
“A esa banda —continúa— no le permitieron siquiera hacer el simulacro del 19 de septiembre. La banda estaba necia con que había un sótano. Hubo hasta putazos con los granaderos. Me parecía que no había sótano, porque no se veía por dónde pudiera estar. Pero me parecía lícito de la gente querer escarbar hasta estar convencidos que no había nadie más a quien rescatar.
“Hicimos ocho cuadrillas, picamos diez, once hoyos a lo largo de la fábrica hasta llegar a la tierra, metí una barreta, para darme cuenta que era metro y medio de fango lo que había debajo. La banda se comenzó a sentar, a vencer, no había habitación, la banda estaba en paz, resignada, tranquila.
"En la fila que pasaba cubetas, había mujeres que entendieron bien la técnica de recargar el codo en la cadera para no lastimarse y hacer un movimiento de cintura para recibir y otro para entregar la carga.”
“A ese caso le apesta la verga bien culero, no las dejaron hacer simulacro, parece que había trabajadoras indocumentadas, que era un lugar de explotación laboral, los permisos con la delegación han de ser un puto cagadero. Era un pinche edificio que parecía de oficinas, y era una fábrica. Es como el caso de las costureras del 85. Lo más cabrón es que nos volvió a pasar.”
LA CADENA DE AYUDA
La primera vez que entro a la Zona Cero es por Gabriel Mancera y San Borja. Nos forman en una cadena humana que pasa cubetas llenas de restos del edificio que se encontraba en Escocia. Frente a mí hay un grupo de albañiles que todo el tiempo cotorrean.
Los botes pasan de mano en mano, te avisan si son o no pesados. Las mujeres hacen un cadena donde mandan cubetas vacías a la zona de escombros. Otros regalan agua y chocolates a los que cargan. Sueros, agua con electrolitos, refrescos, Gatorade, bebidas energetizantes.
Cuando gritan que en la fila viene una piedra, uno de los albañiles pide gotero y un encendedor. Un albañil viejo bromea diciendo: “Les voy a traer una rupestre y se las voy a cambiar
por una chilanga.” Y es que las mujeres aquí son hermosas. Uno es un animal que no puede dejar de sentir por más desinteresada que sea nuestra ayuda.
Así como hay tipos que no pueden dejar de sentirse dueños de la tragedia, y que dan gritos, y visten como si fueran héroes de un videojuego o si fueran a jugar gotcha. Y corren con el apuro con el que corren a hacerle un mandado a sus madres para que estén convencidas de que tienen un hijo bueno, responsable, que sabe ayudar. El ego se presenta más en los hombres. Y curiosamente esos de los que hablo, que abundaron muchos en este punto, no se ensuciaban jamás. Sólo faroleaban. En la fila que pasaba cubetas, había mujeres que entendieron bien la técnica de recargar el codo en la cadera para no lastimarse y hacer un movimiento de cintura para recibir y otro para entregar la carga.
La cadena de ayuda no se puede romper. Ni un solo eslabón. La grúa levanta losas grandes que luego coloca donde los soldados y algunos voluntarios las puedan destruir a mazazos. Sólo puedes dar cierta cantidad de golpes a tu máxima potencia con el marro. Luego las fuerzas disminuyen considerablemente y hay que dar chance a que otro venga a golpear. En menos de cinco minutos están reducidas a piedra.
* * *
Es martes, ha pasado exactamente una semana, y ese ambiente de fraternidad y buena onda que se dejó sentir unos días en la Ciudad de México, comienza a desvanecerse. Se siente de nuevo la hostilidad de rutina en el metro.
Veo con tristeza que la rutina y las costumbres tienen más peso aún que las tragedias.