El reino de Emmanuel Carrère

larazondemexico

Tal vez le gustaría que se contara su historia de este modo: Emmanuel Carrère, nacido en París en 1957, hijo de Louis Édouard Carrère y de Hélène Carrère, de soltera Hélène Zourabichvili nacida en París, pero descendiente de georgianos, se dedicó al periodismo y a la narrativa con novelas de éxito como Bravura, El bigote y Una semana en la nieve; pero un buen día, como San Pablo, tuvo una revelación: dejaría de escribir ficción para escribir libros donde el periodismo, la historia y su propia biografía se relacionaran en un contrapunto casi musical. Desde ese momento, su prestigio no ha dejado de crecer gracias a obras como El adversario, Limónov y El Reino. Emmanuel Carrère recibió el premio FIL 2017 de Literatura en Lenguas Romances que otorga la Feria del Libro de Guadalajara.

Sherlock en el archivo

Durante mucho tiempo las grandes historias para narrar se encontraban en los cafés, en los cabarets, en los callejones de mala muerte, en las cárceles y en la novísimas oficinas donde laboraban cientos de burócratas, allí estaban los grandes personajes que descubrían Zola y Balzac, el Tolstói de Resurrección y el Dostoievski de Los demonios y El doble; incluso todavía los beats estaban convencidos de que había que estar on the road para vivir las experiencias que luego merecerían ser escritas. La novela quería ser eso: una experiencia.

Pero con el fortalecimiento del periodismo, por un lado, y el impacto cultural de las corrientes académicas como el estructuralismo, o las ciencias como la antropología que consiguieron salir de su nicho y cambiaron por completo nuestra idea del mito como cuentos de hadas de pueblos primitivos para convertirlo en un sistema de conocimiento que puede ayudarnos a comprender los complejos comportamientos sociales de un pueblo, la literatura —y la sociedad— comenzó a entender la experiencia y sus reacciones a ella menos como algo “natural” que como el producto extremo de una evolución histórica. No existía tal cosa como una experiencia sino un entramado de antiguas relaciones sociales y culturales, de prejuicios y sistemas de comportamiento arraigados. Entonces algunas novelas se mudaron del café al archivo, y se transformaron de testimonio a documento.

Mucho se ha escrito sobre la supuesta deuda de Carrère con el Truman Capote de A sangre fría, la famosa novela de no ficción. Sin embargo, A sangre fría con todo lo espléndida que es, se queda en una investigación narrativa sobre un caso policial. Las piezas de Carrère apuntan mucho más lejos, quieren ser no sólo un caso nacional sino el síntoma de una época.

Por ello creo que la obra de Carrère es deudora, más bien, de una veta abierta por Michael Foucault: la idea de que allí donde se guardan las actas, en los sótanos de asilos, cárceles y psiquiátricos, y desde luego en los pasillos poco explorados de bibliotecas, entre la monotonía de los lenguajes y legajos administrativos, entre la erudición y la dicha inicua de la nota rota, se encuentra el suceso. Es decir, no el sentido de la existencia, sino el placer de la teoría provisional y de lo que el propio Foucault llamaba arqueología: psicología y teoría literaria, historia social y recuperación de lo marginal (locura, sexualidad, sistema penitenciario) para rastrear el fenómeno existencial como evolución cultural. En suma, el texto narrativo (a Carrère le desagrada que le llamen novelas a sus últimos libros) traslada el ámbito de la realidad al mundo social y cultural. Allí es donde Capote se queda corto: su libro, si mucho buscamos, reflexiona sobre el mundo estadunidense, pero no atina a ver ese suceso dentro de un panorama histórico y cultural mucho más amplio, una miopía muy estadunidense.

Sin los libros de Foucault: Yo, Pierre Rivère, habiendo asesinado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano, y La vida de los hombres infames, no tendríamos al mejor Carrère. (Y habría que hacer un pequeño apunte: estas obras de Foucault tienen un precursor, el André Gide de La secuestrada de Poitiers y El caso Redureau, sin embargo a Gide lo que le interesaba era la justicia —nada más lejos de los intereses de Foucault—, el viejo maestro fue al menos un par de veces miembro de un jurado, y fundó una colección de dossiers con temas judiciales con el título de “No juzguéis”).

Foucault describe de este modo las reglas que siguió para reunir su colección de hombres infames:

Que se tratase de personajes que hubieran existido realmente; que sus existencias hubieran sido a la vez oscuras e infortunadas; que estos relatos no contuviesen simplemente extrañas o patéticas anécdotas, sino que, de una forma u otra —puesto que se trataba de demandas, denuncias, órdenes o informes — formasen parte realmente de la minúscula historia de estas vidas, de su infortunio, de su rabia o de su incierta locura.1

Esto parece ya el resumen de los relatos de no ficción de Carrère.

Arqueología del suceso

En El adversario, Claude Romand mata a su mujer y a sus hijos la mañana del 9 de enero de 1993, por la tarde va a comer con sus padres y después de la comida también los asesina. Para Carrère, la escritura de ese libro lo aproxima tanto al mal que decide alejarse haciendo un viaje a Rusia; allí, sigue el rastro del húngaro András Toma, un campesino de diecinueve años que es apresado por el Ejército Rojo en 1944, llevado a un campo de prisioneros y después a un hospital psiquiátrico de una ciudad cercana a Moscú, donde permaneció durante cincuenta y tres años; el resultado de esa investigación es publicado bajo el título de Una novela rusa. Unos años después, Carrère pasa la Navidad del 2004 en un bungalow de un hotel en Sri Lanka, justo cuando ocurre el tristemente célebre tsunami que devastó el lugar y donde murieron docenas de personas, acontecimientos que le llevan a escribir De vidas ajenas. Más tarde, vuelve a Rusia para hacer un reportaje y en una manifestación anti-Putin se topa con Eduard Limónov, un tipo carismático que lo ha sido todo, desde poeta en París hasta mayordomo en Manhattan, soldado bajo las órdenes del serbio Rodovan Karadzic en el asedio de Sarajevo, líder de las cabezas rapadas del Partido Nacional Bolchevique y enemigo político de Putin; con la vida de este hombre, Carrère escribió el que muchos consideran su mejor libro, Limónov.

"Sus textos no sólo son un reportaje o una mera novela de no ficción, sino que responden a una búsqueda personal que coincide con temas universales: la muerte de un familiar, la fe, la identidad”.

Sin embargo, entre todos, prefiero el más reciente El Reino (hay un libro publicado en español por Anagrama —como todos los libros mencionados arriba— después de El Reino, Bravura, pero se trata de una novela de 1984, anterior a su periodo de no ficción). En El Reino, Carrère nos sorprende contando la historia de San Pablo y San Lucas el Evangelista.

Supongo que en el fondo le gusta la historia de San Lucas porque se parece —con las distancias pertinentes— a la suya. El Evangelio de Lucas es una reconstrucción porque no fue apóstol de Jesús ni lo conoció, se trata de una investigación de un hombre fascinante; y por su parte, San Pablo levanta el Reino, el lugar donde es bienvenido lo débil, lo despreciado, los despojados, los seres marginales que hasta hace poco no contaban en la Historia. La prefiero porque aquí explica una y otra vez cómo funciona la cocina de su escritura, de qué fuentes dispone, cómo las explota y bajo qué principios escribe, por ejemplo:

Para que un pensamiento me afecte, necesito que lo transmita una voz, que emane de un hombre, que yo sepa el camino que ha abierto en él. Pienso que los únicos argumentos de peso en una conversación son los argumentos ad hominem.2

Es decir, aquello que nos cuentan sólo vale la pena si quien lo hace decide colocarse no en un estrado o en una columna, sino a ras de piso, cotejando sus propias vivencias con lo que está narrando. (Cosa que no ocurre ni por un momento en A sangre fría, y desde luego tampoco en los libros de Foucault, éste es el sello Carrère).

Por lo mismo, en cada una de estas obras Carrèrre introduce elementos de su vida, ya sean sus problemas con la escritura, sus tensas relaciones maritales, el descubrimiento de su raíces familiares o sus intentos de convertirse en un buen creyente. Eso aproxima sus textos al lector, no sólo son un reportaje o una mera novela de no ficción, sino que responden a una búsqueda personal que coincide con temas universales: la muerte de un familiar, la fe, la identidad.

Carrère ejerce una arqueología del suceso, ese momento en que la historia de un personaje o de una tradición cultural cambia para siempre, y cómo ese cambio es un síntoma de la sociedad. Pero sus obras emocionan no sólo porque hablan de personajes y sucesos importantes —de eso han hablado todas las novelas de todas las épocas—, sino porque a través del narrador, que es el propio Carrère, se hacen preguntas sobre la situación del hombre frente al mundo contemporáneo: ¿Es posible creer en la resurrección y la salvación en pleno siglo XXI? ¿Es posible engañar a los que nos rodean sin pagar el precio? ¿Qué damos a cambio cada vez que cambiamos de identidad, a quién o a quiénes debemos traicionar para sobrevivir?

Sin embargo, hay que decirlo, no es posible contestar estas preguntas sino a posteriori, y es aquí donde la teoría del archivo también nos muestra su lado menos emocionante, quizás incluso flaco, un problema que ya había sido señalado por el propio Foucault:

No nos es posible describir nuestro propio archivo, ya que es en el interior de sus reglas donde hablamos, ya que es él quien da a lo que podemos decir —y a sí mismo, objeto de nuestro discurso— sus modos de aparición, sus formas de existencia y de coexistencia, su sistema de acumulación, de historicidad y de desaparición.3

No sabemos hacia dónde se dirige Carrère, no podemos decir si está agotando su experimento literario o, al contrario, comienza a ser dueño de él. Tampoco es posible saber si seremos los lectores a quienes deje de fascinarnos la no ficción y queramos volver al cuento, a la novela. Por lo pronto, hay que celebrar la obra de este maestro contemporáneo, porque ha sabido hacer visibles los conflictos íntimos de nuestra época.

Notas

Michael Foucault, La vida de los hombres infames, traducción de Julia Varela y Fernando Álvarez Uría, Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1990, pp. 178-179.

Emmanuel Carrère, El Reino, traducción de Jaime Zulaika, Anagrama, 2015, p. 138.

Michael Foucault, La arqueología del saber, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México), 1970, p. 221.