Lo que una y otra sean depende, como es usual, enteramente del individuo. Aquello que para éste es pornografía es para aquél la risa del genio.
La palabra misma, nos dicen, significa “relativo a las prostitutas”... la representación gráfica de la prostituta. Pero, hoy día, ¿qué es una prostituta? Si era una mujer que recibía dinero de un hombre por irse a la cama con él... pues bien, la mayoría de las esposas se vendieron, en el pasado, y muchísmas prostitutas se dieron, cuando les vino en gana, gratuitamente. Si una mujer no tiene una vena de prostituta, es entonces, por lo general, un palo seco. Y probablemente, la mayoría de las prostitutas tienen en alguna parte una vena de generosidad femenina. ¿Por qué ser tan cortado y seco? La ley es una cosa lúgubre y sus enjuiciamientos no tienen nada que ver con la vida.
Lo mismo con la palabra obsceno: nadie sabe lo que significa. Supongamos que se derive de obscena: aquello que no puede representarse en el escenario. ¿Cuánto hemos avanzado? ¡Nada! Aquello que es obsceno para Tom no lo es para Lucy o Joe, y el caso es que el significado de una palabra tiene que esperar a que lo decidan las mayorías. Si una obra de teatro escandaliza a diez personas del público, y no ofende a las otras quinientas, es entonces obscena para diez e inocua para quinientos; de ahí que sigue que la obra no es obscena, por mayoría. Pero Hamlet escandalizó a todos los puritanos cromwellianos, y hoy no escandaliza a nadie, y algunas de las obras de Aristófanes escandalizan hoy a todo el mundo mientras que, aparentemente, dejaban tan tranquilos a los viejos griegos. El hombre es una bestia mudable, y las palabras cambian de significado junto con él, y las cosas no son lo que parecían, y lo que es se convierte en lo que no es, y si pensamos que sabemos dónde estamos ello se debe tan sólo a que estamos siendo trasladados a tan gran velocidad hacia otra parte.
El problema de la pornografía llega todavía más hondo. Cuando un hombre se ve llevado a su yo individual, puede seguir siendo incapaz de averiguar, en su fuero interno, si Rabelais es pornográfico, y es posible que se debata en vano con el Aretino o incluso con Boccaccio, desgarrado entre emociones distintas.
[caption id="attachment_655359" align="alignleft" width="251"] Foto: Especial[/caption]
Cierto ensayo sobre la pornografía, lo recuerdo, llega a la conclusión de que la pornografía es un arte que está calculado para despertar deseo sexual, o excitación sexual. Y se subraya el hecho de si el autor o el artista pretendía despertar sensaciones sexuales. Es a vieja y debatida cuestión de la intención, que hoy se ha hecho tan insípida porque sabemos hasta qué punto son fuertes e influyentes nuestras intenciones inconscientes. En cuanto a por qué un hombre debería ser considerado culpable de sus intenciones inconscientes, es algo que ignoro, puesto que cada hombre está hecho más de intenciones inconscientes que de intenciones conscientes. Soy lo que soy, no sólo lo que imagino ser.
¡Y sin embargo...! Entendemos, así lo presumo, que la pornografía es una cosa vil, una cosa desagradable. En resumen, no nos gusta. ¿Y por qué no nos gusta? ¿Porque despierta sensaciones sexuales?
Pienso que no. No importa lo mucho que lo neguemos: a la mayoría de nosotros nos gusta un morigerado despertar del sexo. Nos aviva, nos estimula como los rayos del sol en un día gris. Al cabo de uno o dos siglos de puritanismo, esto sigue siendo cierto para la mayoría de la gente. Solamente el hábito de chusma de condenar toda forma de sexo es demasiado fuerte para permitirnos admitirlo con naturalidad. Y hay, naturalmente, muchas personas que se ven genuinamente repelidas por las más simples y naturales agitaciones de la sensación sexual. Pero esa gente son pervertidos que han caído en el odio a sus congéneres, gente frustrada, decepcionada, insatisfecha, que, ¡ay! pulula abundantemente en nuestra civilización. Ésos, casi siempre, disfrutan de cierta forma de sexo que no es simple ni natural, secretamente.
Yo censuraría rigurosamente la genuina pornografía. No sería demasiado difícil. En primer lugar, la genuina pornografía es casi siempre subterránea, no sale al aire libre. En segundo lugar, se la puede reconocer por el insulto que representa, invariablemente, para el sexo y para el espíritu humano.
La pornografía es el intento de insultar al sexo, de echarle porquería encima. Esto es imperdonable. Tomemos el más bajo de todos los ejemplos, las tarjetas postales que se venden bajo mano, en el submundo de la mayor parte de las ciudades. Lo que he podido ver de ellas era de una fealdad como para echarse a llorar. ¡Qué insulto al cuerpo humano y qué insulto a la vital relación humana! Hacen fea y barata la desnudez humana, hacen feo y degradante el acto sexual, lo hacen trivial, y barato, y nauseabundo.
En cuanto se da una excitación sexual junto con un deseo de vejar la sensación sexual, de humillarla y degradarla, aparece el elemento de la pornografía.
Toda la cuestión de la pornografía me parece ser una cuestión de secreto. Sin secreto no habría pornografía.
Quizá algún día incluso el público en general deseará mirar la cosa cara a cara, y ver por sí mismo la diferencia entre la solapada masturbación pornográfica de la prensa, el cine y la literatura popular de nuestros días, por un lado, y por otro las creativas descripciones del impulso sexual que encontramos en Boccaccio o en las pinturas griegas en jarrones de arte pompeyano, y que son necesarias para la culminación de nuestra conciencia.
En Sexo y literatura, traducción de Francisco Cusó, Editorial Fontamara, s/f.