Entre escritores

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Los poetas en México suelen no quererse y respetarse mucho entre sí, a menos que se quieran, se respeten y mantengan una amistad. He visto cómo despiden el veneno a la menor oportunidad con chismes, apodos, críticas e insultos. Algunos son verdaderos policías que a la menor oportunidad, en una lectura, se llevan el dedo a la boca para decir que los poemas leídos en una mesa son vomitivos o comentar que “eso no es poesía”. Los hay muy convencionales que no soportan la experimentación, así como los innovadores que se disgustan con lo que consideran tradicional y poco aventurado o comprometido con alguna causa. Y por lo general, no soportan que un escritor de otros géneros literarios de pronto publique un poema, como sucedió recientemente con el que Juan Villoro escribió con motivo del sismo del 19 de septiembre. Zapatero a tus zapatos: no eres bienvenido en un gremio que no acepta a quienes no tienen ya varios poemarios publicados.

Entre los críticos literarios suele haber también muchas diferencias, pero por lo general lo confrontan abiertamente en periódicos, revistas y presentaciones. No lo hacen a oscuritas y hasta pueden coincidir en algún evento y darse eventualmente la mano. Prevalecen más las ideas que los gustos, por más distantes que sean. Pero también pueden ser motivo de enfado entre los escritores, como le ha sucedido a Christopher Domínguez, que tiene una absurda acusación de misógino y que quieren abogar por quitarle el muy merecido lugar que ocupará en El Colegio Nacional. En cambio sí coincido con quienes acusan a dicha institución por la muy escasa cuota de mujeres que tienen entre sus colegiados. Y nombres no faltan: tan sólo en letras mencionaría a Sabina Berman, Elsa Cross, Margo Glantz, Pura López Colomé, Carmen Boullosa, Coral Bracho, Tedi López Mills, Rosa Beltrán, Cristina Rivera Garza, Lydia Cacho, Selma Ancira, Sara Sefchovich, Myriam Moscona, Malva Flores, Magali Velasco y más. Muchas de ellas, además de ser escritoras brillantes, tienen títulos académicos y obras que avalan de sobra su trayectoria para ser elegibles.

Algunos poetas son verdaderos policías que a la menor oportunidad, en una lectura, se llevan el dedo a la boca para decir que los poemas leídos en una mesa son vomitivos.

Entre los narradores creo que tampoco haya tantas enemistades como entre los poetas. He estado en muchas lecturas, encuentros, ferias del libro y convivencias, que suelen terminar en restaurantes y bares en los que se siente una mayor camaradería. Por lo general no hay pedo.

He escrito poesía, cuento, novela, ensayo, periodismo, crónica, teatro, un libreto para una ópera y un guión para un corto de televisión. Pero soy más conocido como autor de libros para niños. Y ese pequeño gremio de los autores de literatura infantil y juvenil, que andará por los ochenta escritores —según Juan Carlos Quezadas, alias El Gato—, tiene una gran fraternidad. Casi todos nos conocemos y nos festejamos. Y nos importa poco que la tribu literaria nos ignore o nos desprecie. Tenemos a nuestro favor tener muchos lectores niños y jóvenes. Muchos: esos mismos que quizás mañana leerán la literatura que se produce en nuestro país.

Puedo presumir de llevarme entre bien y muy bien con escritores, compositores e instrumentistas, artistas plásticos, dramaturgos, actores y actrices, cineastas, cuentacuentos, promotores y un largo etcétera de personas dedicadas al arte, la literatura y la cultura. Pero no todo es fiesta y abrazos. Tuve recientemente una experiencia que nunca había vivido: estar en un encuentro de escritores y no poder decir un simple “hola” a una poeta que me insultó, me acusó de corrupto y me censuró hace unos meses (me dijo que yo no podía meterme en una discusión de poetas si yo no lo era) a través de las redes sociales y de textos publicados en suplementos culturales. Nos ignoramos sanamente. Y a pesar de esa enemistad (que hubiera querido que fuera sólo una diferencia de opiniones), no cambió mi admiración por el que considero su mejor libro. No recuerdo quién lo dijo y lo cito seguramente mal: me gusta mucho el paté, pero no necesito conocer al ganso que donó su hígado para que llegara a mi mesa transformado en un manjar.