Sergio Pitol: La abolición de fronteras

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He tenido el inmenso placer de releer estos días uno de los libros preferidos de mi admirado y muy querido Sergio Pitol. Se trata de Pasión por la trama, el volumen de magníficos ensayos que tuve el honor de publicar en 1999 en Madrid, en la colección La Rama Dorada, de la editorial Huerga & Fierro. Una colección dedicada al ensayo literario que dirigía y sigo dirigiendo. Me emocionó entonces, pero ahora, releída, quizá aún más, esa pasión y devoción, ese amor infinito que Pitol declaraba por un género, la novela, que él ha sabido como pocos de su tiempo recrear, construir, reconstruir, disfrazar, mezclar y atravesar sin cesar de un humor tan sutil, tan desafiante, tan inteligente y tan de cortocircuito continuo como su querido Lubitsch, personaje subterráneo de varios de sus libros. Gógol, Chéjov, Schnitzler, Nabokov, Mutis, Tabucchi, Bulgákov, el polaco Kúsniewicz, James, Mann, Calvino, algunos de los autores que más he leído y devorado con pasión a lo largo de mi vida se daban cita en Pasión por la trama. También se daba cita, junto a ese panteón de ilustres indiscutibles en sus lenguas respectivas, una especie de hermanastro desvergonzado, un descubrimiento que me llegó precisamente a través de aquellos ensayos maravillosos y que ya nunca me abandonó: el descabellado autor irlandés Flann O’Brien. Un personaje estrambótico, lo mismo que todos sus inclasificables y a ratos incomprensibles relatos, que parecía surgido de los vericuetos y callejones más insensatos y geniales del Ulises de Joyce.

Por esas tramas abiertas y sin fronteras dentro de espacios libres, ausentes de límites, circulaba, inaprensible, indómita, época tras época, la novela. La narración, para Pitol, sería sin cesar eso: un fascinante puzzle, una colección insólita y maravillosa de cajas chinas e intrigas acumuladas y diversificadas en función de los distintos puntos de vista. O, si se prefiere, de los “traslados” y reencarnaciones vitales de cada uno de los personajes, con paisajes y ciudades que se infiltran y penetran en lo más profundo, como le sucedía a Billie Upward, una de sus más míticas creaciones.

En el maravilloso capítulo titulado “Calvino y La montaña mágica” —capítulo que tengo subrayado hasta la saciedad, con el énfasis a lápiz de entonces, más el entusiasmo si cabe crecido de ahora mismo— Sergio Pitol comenzaba memorizando un siglo que se dejaba atrás “extremadamente complejo”, dividido por igual entre “prodigios y horrores”. Un loco y desaforado siglo que en más de un momento se había vanagloriado de “haber hecho realidad” las utopías más ambiciosas y también más destructivas. Tras la fachada de aquellos edenes prometidos solo habitaba —como un buen conocedor de los falsos decorados austrohúngaros sabía a la perfección— el más puro vacío. La más pavorosa intolerancia. La insignificancia “dictada” muchas veces en el campo del arte: de un arte programado según las ideologías. Todo, durante mucho tiempo, persistentemente, como en Dinamarca, había olido a podrido a lo largo de un siglo cruel. Sin embargo una cosa se había salvado de la quema: la novela. La novela, según Pitol —y aquí venía la defensa ardiente y casi “programática” que navegaba a lo largo y ancho de su volumen— había atravesado todas las tormentas y adversidades, manteniéndose siempre a flote. ¿Qué habían hecho sino Kafka, Bulgákov, Nabokov, o un genial Gógol que “se deslizó con intensa excentricidad a través de la más extrema intolerancia conocida por Rusia en el siglo XIX”, la de Nicolás I y la feroz represión posdecembrista, sino erigirse en algo así como guardianes del género, para no hacerlo morir jamás, ni sometido a las peores plagas y persecuciones?

La novela —mantenía Pitol— alimentada por tensiones extremas, testigo de violentas desgarraduras, nutrida muchas veces de carroña, vuelve siempre al escenario, con una salud más que envidiable (...) Proteica, generosa, terca, arriesgada, ubicua, escéptica, respondona, indócil. Cada nueva crisis de la sociedad logra regenerarla. Se crece en las adversidades.

Y, de forma sumamente clarividente, Pitol enunciaba en seguida lo que sería una regla permanente, reproducida hasta la saciedad, entre los lúgubres vaticinadores de la decadencia de un género inagotable, continuamente regenerado e imbatible a través de las épocas y a través de las más duras pruebas de stress, como se diría hoy.

Posiblemente —escribía en este mismo y espléndido texto dedicado a las Seis propuestas para un próximo milenio de Calvino, a la vez que a La montaña mágica de Mann, novela que encarnaría según él la “introducción” a todo un siglo— ya habrá entre nosotros quienes comiencen a predecir la defunción del género. Esta profecía forma parte de la tradición del siglo XX: cada vez que la novela se revigoriza se predice su muerte. Una muerte que por fortuna no llega. La novela cubre todos los territorios, realistas y fantásticos, sociales e intimistas.

Y elogiando esa “constelación prodigiosa”, ese “entramado de ideas” ina-gotable que el gran escritor italiano Calvino reunía, convocando las disciplinas más diversas y los más diversos nombres (poetas, ensayistas, científicos, viajeros, novelistas de todos los siglos y todas las lenguas y nacionalidades, deteniéndose sobre todo en dos autores muy amados, Gadda y Leopardi) Pitol alababa de forma especial la conferencia final, dedicada a la Multiplicidad, para definir lo que sería una idea de la novela moderna, la propia idea de la novela, compartida por ambos autores, Calvino y él mismo:

Lo que toma forma en las grandes novelas del siglo XX es la idea de una enciclopedia abierta. Un adjetivo que contradice al sustantivo enciclopedia, nacido etimológicamente de la pretensión de agotar el conocimiento del mundo encerrándolo en un círculo. Hoy día ha dejado de ser concebible una totalidad que no sea potencial, conjetural, múltiple.

"Todo, durante mucho tiempo, persistentemente, como en Dinamarca, había olido a podrido a lo largo de un siglo cruel. Sin embargo una cosa se había salvado de la quema: la novela.”

Algo, efectivamente, no sólo aplicable a Mann, sino a toda esa fantástica escuela de austriacos, de los que tanto Pitol como el italiano Claudio Magris —ambos incomparables maestros de lectura, no sólo de escritura— serían sus grandes intérpretes e interlocutores, a través de obras tan inmensas como El hombre sin atributos de Musil, La muerte de Virgilio de Broch, Auto de fé de Canetti, La marcha Radetzky de Roth o El regreso de Casanova de Schnitzler, entre otras más de parecido nivel y relieve. A través de ellos, de estos dos grandes maestros, Pitol y Magris, de sus múltiples pistas dejadas en sus obras, de sus lecturas siempre deslumbrantes, por no hablar de sus magníficas obras ensayísticas —como es el caso de esta Pasión por la trama— se puede decir que absorbí una parte importante de mi propia pasión tanto juvenil e inicial como duradera, para el resto de la vida adulta, por la Literatura con mayúsculas. El momento, y el lugar, Viena, en que surgieron esas grandes obras y autores de todas las disciplinas, no sólo de la literatura, no era casual, como decía Pitol en su ensayo titulado “Andrzej Kúsniewicz ante el derrumbe habsbúguico”:

Ese Imperio, el habsbúrguico, que comprendía poblaciones que hablaban más de quince idiomas, credos que iban del Islam al catolicismo, del judaísmo a las distintas variantes del protestantismo, tenía que ser por fuerza un rico caldo de cultivo para la novela. Lo fue, además, en vísperas del colapso final. Aquella gran literatura austriaca surgió a finales del siglo XIX y alcanzó sus mejores logros en las tres primeras décadas del actual. Cumplió un papel de Requiem (...) Schnitzler, Hoffmannsthal, Broch, Musil, Lernet-Holenia, von Doderer, más los escritores de la periferia, integrantes de esa misma constelación, con plenos derechos: el grupo de Praga —Rilke, Kafka, Werfel, Meyrink—, el galitziano, Joseph Roth, el búlgaro Canetti, el triestino Italo Svevo, o los polacos Bruno Schulz y Andrzej Kusniewicz. A lo largo del tiempo, he tenido siempre el placer inmenso de degustar los múltiples y variados Sergios Pitol que han ido apareciendo: el escritor sutil, paródico y siempre genial de ficción, el maestro deslumbrante de lecturas no siempre rutinarias, así como el autor de incesante intersección de géneros en libros brillantísimos como El arte de la fuga. Un magnífico volumen entre autobiografía, carnet de lecturas, ensayo y álbum de recuerdos no cronológico. Una obra que nos acercaba a los múltiples y poliédricos aspectos de este grandísimo escritor, de los mejores de su época en lengua española, incluyendo las dos orillas. De esa espléndida generación de genios mexicanos, después de Alfonso Reyes, que daría la vuelta al mundo: Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Fernando del Paso, por citar sólo algunos, aparte del mismo Pitol.

En su viajera y cosmopolita existencia, está el Sergio Pitol que sale solo y poco menos que a la aventura en 1961, de Veracruz, en un barco alemán, el Marburg, y en plena alta mar —como sucedería con su admirado, y traducido, Witold Gombrowicz, en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial— se entera de que Berlín ha quedado dividida en dos. Está también el trabajador literario exigente y riguroso que traduce incansablemente las cosas más endemoniadamente difíciles como Las puertas del paraíso del polaco Jerzy Andrzejewski, con una sola frase de 150 páginas. Está el que se obsesiona y aguarda con paciencia el momento de ver un cuadro favorito, como es el caso de La resurrección de la carne de Caravaggio; está el que nos habla de forma clara, esencial y radiográfica de la multitud de detalles en Chéjov o de ese pícaro sepulturero de Imperios como era el “definitivamente imbécil” soldado Schveik. Está el que urde en los lugares más insospechados del mundo la trama de sus novelas. Y está, sobre todo, el que goza con un placer casi físico, incomparable a ningún otro, de la escritura. “La redacción —dirá— es confiable y previsible, la escritura nunca lo es, se goza en el delirio, en la oscuridad”. Autor de novelas inolvidables como Domar a la divina garza, El tañido de una flauta o La vida conyugal, de libros de cuentos que se cuentan entre los mejores de todo un siglo en su lengua como El vals de Mefisto, o de ensayos fundamentales como el citado o como La casa de la tribu, para entender la mejor literatura europea, además de un fascinante libro sin género —entre mis favoritos— como es El viaje, por encima de toda esa labor incansable, tenaz, insomne, estaba además el diplomático destinado principalmente a países del Este de Europa, cuando el mundo estaba dividido en bloques ferozmente opuestos. En cada encrucijada de sus múltiples caminos recorridos, estará el extranjero que llega e investiga, como sucedía con su personaje de El desfile del amor, pero como sucedía también en Las almas muertas de Gógol o en La máscara de Dimitros de Eric Ambler.

"Acostumbrados muchas veces a aproximaciones parciales, Pitol es ese ojo atento, vigilante, ávido, que otorga inéditas y vitales perspectivas al ojo cultural de cualquier lector que se aproxime a uno de sus textos.”

Acostumbrados muchas veces a visiones o aproximaciones parciales, Pitol, en cambio, es ese ojo atento, vigilante, ávido, que otorga inéditas y vitales perspectivas y aproximaciones al ojo cultural de cualquier lector que se aproxime a uno de sus textos. “La mentalidad totalitaria —dirá— difícilmente acepta lo diverso, es por esencia monológica”. Gracias a su convencida idea de la “abolición de fronteras” (“el deseo de abolir las fronteras se presenta en el mismo momento que alguien fija las fronteras reales, las necesarias de la tribu”), de la democracia y del diálogo continuo con otros mundos, ya sean los pertenecientes a la ex Europa del Telón de Acero, a su amada Italia o a cualquier parte y rincón de América, nos hemos acercado a infinidad de autores y de mundos narrativos diversos. Desde lo local a lo universal y viceversa, todos los viajes son posibles en su literatura. Autor que ha sabido retratar y parodiar como pocos la mediocridad, la idiotez, el torpe arribismo y servilismo, las crisis de las parejas, las miserias y glorias de los jóvenes y no tan jóvenes intelectuales, los múltiples éxodos y exilios de nuestra época y de otras épocas, así como las turbulentas y en ocasiones vergonzosas relaciones que se mantienen con el pasado, él mismo se convirtió con el tiempo en la mente adecuada, ideal para saber calibrar todas y cada una de las gradaciones de la verdad y la mentira, sus cruces impuros y sus fases más engañosas y esquivas. La forma inicial que tiene de adentrarse y “leer” una Venecia entre neblinosa y fantaseada, le hace amar a él, pero también a su querido y admirado cómplice Tabucchi, las verdades sospechosas, oblicuas, conjeturales; las pretendidas certezas o si no esos “misterios encapsulados”, como él define algunas páginas de Marcel Schwob. Se trata de operaciones alquímicas dentro de una verdad y una realidad contaminada sin cesar por muchas otras. No es de extrañar que le fascine oír decir, rogar a un fantasmal Pessoa, convocado por Tabucchi, investido a su vez de médium: “No me deje solo entre las personas llenas de certezas. Esa gente es terrible”.

Cualquiera de las obras de Sergio Pitol significa siempre un estímulo capaz de seducir a la vez que provocar intelectualmente los más diversos resortes, intercambios y posibles confrontaciones en la conciencia del lector. Si Berenson, uno de sus guías y maestros preferidos a la hora de visitar Italia, decía que los pintores venecianos llegaron mucho más allá que a estimular únicamente el ojo, lo mismo sucede con Pitol. Su lectura, como acaece con los más grandes de cada época, logra precisamente eso: estimular desde todos los ángulos, desde los discursos y los silencios a las inflexiones y los misterios. Un mundo cultural riquísimo se abre sin cesar y se pone a disposición del lector, en todos los sentidos, trabajando sobre las innumerables ramificaciones que la realidad y el arte ofrecen. Una doble articulación permanente de este autor, en su calidad de lector y crítico de literatura y de arte, por un lado, y en su calidad de creador y escritor, por otro, que él expresaría continuamente, de mil maneras, como cuando dice: “Jamás la literatura se ha sentido a gusto con estrecheces dogmáticas”. Y recordaba la labor de su querido Antonio Tabucchi:

El lector de Tabucchi deberá estar dispuesto a dejarse visitar, a hospedar lo imponderable, a modificar categorías mentales, estilos de vida, a introducir nuevas formas de aproximación a la condición humana.

Nunca podríamos plasmar mejor que con estas bellas palabras lo que sentimos todos sus lectores, los de México y los de las más remotas partes del mundo. El cálido, ininterrumpido y estimulante hospedaje y modificación de vidas enteras que producen cada uno de sus libros.