TRADUCCIÓN
Rubén Martín Giráldez
La última vez que visité a Angela Carter, pocas semanas antes de que muriese, había insistido en vestirse para el té, a pesar de los considerables dolores que sufría. Se sentó con los ojos brillantes y erguida, la cabeza ladeada como la de un papagayo, los labios fruncidos satíricamente, y abordó el grave asunto del intercambio de los últimos rumores propio de una merienda: aguda, mal hablada, apasionada.
Así era: quisquillosamente franca —una vez, después de poner yo fin a una relación que ella no había aprobado, me telefoneó para decirme: “Bueno. Ahora me vas a ver mucho más que antes”— y al mismo tiempo lo bastante atenta como para sobreponerse al sufrimiento mortal por respetar la cortesía de una velada formal vespertina.
La muerte verdaderamente enfurecía a Angela, pero tuvo un consuelo. Había contratado una póliza de vida “inmensa” poco antes de que la atacase el cáncer. La perspectiva de que la aseguradora se viese obligada, tras cobrar tan pocas cuotas, a entregar una fortuna a “sus chicos” (su marido, Mark, y su hijo, Alexander) la complacía enormemente, y le inspiró una tremenda aria de comedia negra regocijada ante la que era imposible no reírse.
Planeó su funeral cuidadosamente. Mis instrucciones consistían en leer el poema de Marvell “Sobre una gota de rocío”. Esto fue una sorpresa. La Angela Carter que conocía siempre había sido la más escatológicamente antirreligiosa y alegremente atea de las mujeres; y, no obstante, quería que se recitase sobre su cuerpo muerto la meditación de Marvell sobre el alma inmortal —“esa gota, ese rayo / del claro manantial del eterno día”—. ¿Era aquello un último chiste surrealista del estilo “muero atea, gracias a Dios”, o un gesto de reverencia a la lengua altamente simbólica del metafísico Marvell por parte de una escritora cuyas preferencias linguísticas también apuntaron alto y estuvieron repletas de símbolos? Deberíamos subrayar que en el poema de Marvell no aparece ninguna divinidad, salvo el “Sol Todopoderoso”. Tal vez Angela, siempre iluminadora, nos estaba pidiendo, en el final, que nos la imaginásemos disolviéndose en las “glorias” de aquella luz mayor: la artista que pasa a formar parte, simplemente, del arte.
“Varios de los relatos de Fuegos artificiales tienen que ver con Japón, un país cuya formalidad de ceremonia del té y cuyo oscuro erotismo magullaron y pusieron A prueba la imaginación de Carter.”
Era una escritora demasiado particular, demasiado extrema como para disolverse con facilidad, sin embargo: ahora formal y extravagante, ahora exótica y coloquial, exquisita y burda, preciosista y vulgar, fabuladora y socialista, púrpura y negra. Sus novelas no se parecen a las de nadie, de la coloratura transexual de La pasión de la nueva Eva al music-hall descocado de Niños sabios; pero lo mejor de ella, creo, está en sus relatos. A veces, cuando escribe en términos de longitud novelesca, la voz distintiva de Carter, esas cadencias humosas, de comedora de opio, interrumpidas por severas o cómicas discordancias, esa mezcla de opulencia y copete grabada en piedra lunar y piedra nula, pueden resultar agotadoras. En sus relatos es capaz de deslumbrar, tirarse de cabeza y ponerles fin antes de que se le vayan al traste.
Carter llegó casi formada por completo; su relato temprano “Una señora, pero que toda una señora, y su hijo en casa” está ya repleto de motivos carterianos. Encontramos aquí el amor por lo gótico, la exuberancia de la lengua y la alta cultura; pero también por los olores bajunos —pétalos de rosa que al caer suenan como pedos de paloma, un padre que huele a caca de caballo, intestinos que resultan ser unos “niveladores estupendos”—. Encontramos aquí el yo como espectáculo: perfumado, decadente, lánguido, erótico, perverso; muy similar a la mujer alada, Fevvers, protagonista de su penúltima novela Noches en el circo.
Otro relato temprano, “Una fábula victoriana”, anuncia su adicción a todos los arcanos de la lengua. Este texto extraordinario, mitad “Jabberwocky”, mitad Pálido fuego, exhuma el pasado al exhumar sus palabras muertas:
In every snickert and ginnel, bone-grubbers, rufflers, shiveringjemmies, anglers, clapperdogeons, peterers, sneeze-lurkers and Whip Jacks with their morts, out of the picaroon, fox and flimp and ogle.
En cada callejón de mala muerte y en cada calleja, espigadores de huesos, mendigos falsamente heridos de guerra, pedigüeños que ablandan la limosna con intemperie, cortadores de bolsillos, vagabundos con guardería ambulante, rufianes, ladrones que te despistan soplándote tabaco en la cara, falsos marinos venidos a menos con sus mujerzuelas que, abandonada la piratería, roban, atracan y ojean.
Quedan avisados, estos cuentos tempranos dicen: “Esta escritora no es cualquier cosa; es un cohete, una girándula”. A su primera colección le puso el título de Fuegos artificiales.
Varios de los relatos de Fuegos artificiales tienen que ver con Japón, un país cuya formalidad de ceremonia del té y cuyo oscuro erotismo magullaron y pusieron a prueba la imaginación de Carter. En “Un recuerdo de Japón” organiza imágenes pulidas de este país ante nuestros ojos. “El cuento de Momotaro, que nació de un durazno”. “Los espejos acaban con lo que tenga de acogedor una habitación”. Su narradora nos presenta al amante japonés como un objeto sexual, rematado con unos labios carnosos. “Me hubiese encantado hacerlo embalsamar [...] para poder mirarlo todo el tiempo y así no se me habría escapado”. El amante es, por lo menos, hermoso; la imagen que nos da la narradora de su huesuda complexión propia vista en un espejo es claramente incómoda.
“En el centro comercial hay una estantería de vestidos con la etiqueta: ‘Sólo para jovencitas monas’. Cuando los miro me siento tan basta como Glumdalclitch”. En “Carne y el espejo” la atmósfera exquisita, erótica, se espesa, acercándose al pastiche —puesto que la literatura japonesa se ha especializado bastante en estas perversiones sexuales subidas de tono—, salvo cuando la constante autoconciencia de Carter corta en seco (“¿Acaso no he recorrido trece mil kilómetros para encontrar un clima con suficiente angustia e histeria como para satisfacerme?”, pregunta su narradora; al igual que, en “La sonrisa del invierno”, otra narradora anónima nos advierte: “No piensen que no me doy cuenta de lo que hago”, y a renglón seguido analiza su historia con una perspicacia que rescata —devuelve a la vida— lo que de otra manera habría sido una estática pieza de música ambiental. Los jarros de agua fría de la inteligencia de Carter a menudo llegan al rescate de su capricho, cuando se le desboca demasiado).
En los relatos no japoneses Carter introduce, por primera vez, el mundo de fábula que terminará haciendo suyo. Dos hermanos —chico y chica— andan perdidos en un bosque sensual, malevolente, cuyos árboles tienen pechos y muerden, y donde el árbol de la ciencia no enseña ni el mal ni el bien, sino el incesto. El incesto —un tema recurrente en Carter— vuelve a despuntar en “La hermosa hija del verdugo”, un cuento ubicado en la clase de aldea desolada en las alturas que es, quizá, la localización quintaesencial de Carter: una de esas aldeas donde, como dice en el relato de La cámara sangrienta “El hombre lobo”, “tienen clima frío, tienen corazones fríos”. Los lobos aúllan en torno a estas aldeas rurales de Carter y las metamorfosis abundan.
El otro país de Carter es la feria, el mundo del artista de pacotilla, el hipnotista, el embaucador, el titiritero. “Los amoríos de lady Púrpura” lleva su inaccesible mundo circense a otra aldea montañosa centroeuropea donde se trata a los suicidas como a vampiros (ristras de ajo, estacas en el corazón) mientras que los brujos auténticos “practicaban ritos de bestialidad inmemorial en los bosques”. Como en todos los relatos de feriantes de Carter, “lo grotesco está a la orden del día”. Lady Púrpura, la marioneta dominátrix, es una advertencia moralista: tras comenzar como puta, se vuelve marioneta porque sólo se mueve “merced a los hilos de la Lujuria”. Se trata de una reescritura femenina, sexy y letal de Pinocho, y, junto con la metamórfica mujer-gato de “Amo”, una de las muchas damas oscuras (y rubias) dotadas de “apetitos insaciables” por las que Carter siente tanta inclinación. En su segunda colección, La cámara sangrienta, estas damas belicosas heredan su tierra ficticia.
La cámara sangrienta es la obra maestra de Carter: el libro en el que su estilo elevado y vehemente casa a la perfección con las necesidades de sus relatos (lo mejor de Carter llana y coloquial está en Niños sabios; pero a pesar de la cómica mojiganga de modismos vulgares y refrito shakesperiano de esta última novela suya, La cámara sangrienta es la obra con más probabilidades de perdurar).
La novelita corta que abre el libro comienza como un grand guignol típico: una novia inocente, un marido millonario ultracasado, un castillo solitario erigido sobre una orilla que se deshace, una habitación secreta que guarda horrores. La chica indefensa y el hombre civilizado, decadente, criminal: la primera variación de Carter sobre el tema de la bella y la bestia. Hay un giro feminista: en lugar del padre débil por cuya salvación, en el cuento de hadas, la bella accede a irse con la bestia, aquí tenemos a una madre indómita que corre al rescate de su hija.
Es mérito del genio de Carter, en esta colección, haber convertido la fábula de la bella y la bestia en una metáfora de la miríada de anhelos y peligros de las relaciones sexuales. Ahora es la bella la más fuerte, acto seguido lo es la bestia. En “El cortejo del señor León” es responsabilidad de la bella salvar la vida de la bestia, mientras que en “La novia del tigre”, la bella será eróticamente transformada en un exquisito animal: “
[...] Y cada caricia de su lengua me arrancó una capa nueva de piel, todas las pieles de una vida en el mundo, dejando atrás una incipiente pátina de brillantes pelos. Mis pendientes se volvieron de agua y corrieron por mis hombros. Yo me sacudí para quitarme las gotas del precioso pelaje.
Como si su cuerpo entero estuviese siendo desflorado y así metamorfoseado en un nuevo instrumento de deseo, dándole acceso a un nuevo (“animal” en el sentido de espiritual, así como atigrado) mundo. En “El rey de los trasgos”, sin embargo, la bella y la bestia no se reconcilian. Aquí no hay ni cura ni sumisión, sino venganza.
La colección se expande para abordar muchos otros viejos cuentos fabulosos; sangre y amor, siempre cercanos, subyacen y los unifican todos. En “La dama de la casa del amor”, amor y sangre se unen en la persona de una vampira: la bella se vuelve monstruosa, bestial. En “La niña de nieve” nos encontramos en el territorio feérico de la nieve blanca, la sangre roja, el pájaro negro, y una chica blanca, roja y negra, nacida merced a los deseos de un conde; pero la imaginación moderna de Carter sabe que por cada conde hay una condesa que no tolerará a su rival de fantasía. La guerra de los sexos se libra también entre mujeres.
La llegada de Caperucita Roja completa y perfecciona la síntesis brillante y reinventada de los Kinder-und Hausmärchen [cuentos de la infancia y del hogar]. Ahora se nos presenta la insinuación radical y sorprendente de que la abuela fuese realmente el lobo (“El hombre lobo”); o igualmente radical, igualmente sorprendente, la idea de que la chica (Caperucita Roja, la bella) pueda muy bien ser tan amoral, tan salvaje como el lobo/la bestia; que muy bien pueda conquistar al lobo mediante el poder de su propia sexualidad depredadora, su lobuno erotismo. Este es el tema de “La compañía de los lobos”, y ver En compañía de lobos, la película que hizo Angela Carter con Neil Jordan, entretejiendo varias de sus narraciones lobunas, nos hace lamentar que no llegase nunca a escribir una novela lobuna en sí.
“Lobalicia” plantea metamorfosis definitivas. Ahora no hay bella, sólo dos bestias: un duque caníbal y una chica criada por lobos que se cree un lobo, y que al llegar a la madurez como mujer es arrastrada al conocimiento de sí misma por culpa del misterio de su propia cámara sangrienta; es decir: su flujo menstrual. Por culpa de la sangre y por culpa de lo que ve en los espejos, que acaban con lo que tenga de acogedor una habitación.
Desde la distancia, la grandiosidad de las montañas se vuelve monótona [...]. Se volvió y contempló la montaña un buen rato. Había vivido allí catorce años pero jamás la había visto antes como la percibiría alguien que no la conociese en tanto algo que formase parte de su ser, casi, así que, por primera vez, vio la primitiva, vasta, majestuosa, yerma, antipática simplicidad de la montaña. Mientras le decía adiós la vio convertirse en prácticamente un decorado, en el maravilloso decorado pintado para un viejo cuento rural, el cuento de una niña amamantada por lobos, tal vez, o de lobos criados por una mujer.
El adiós definitivo a la región montañosa al final de su último relato de lobos, “Pedro y el lobo” (en Venus negra), señala que, al igual que su protagonista, también ella penetra “a zancadas, sin detenerse, en una historia distinta”.
Hay otra fantasía absoluta en esta tercera colección, una meditación sobre Sueño de una noche de verano que prefigura (y es mejor que) un pasaje de Niños sabios. En este relato el exotismo linguístico de Carter está desatado: aquí tenemos “brisas, jugosas como los mangos, que acarician mitopoéticamente la costa de Coromandel, lejos, en la orilla india de pórfido y lapislázuli”. Pero, como de costumbre, su sarcástico sentido común clava el relato en tierra firme antes de desaparecer en una exquisita voluta de humo. Este bosque de ensueño —“ni por asomo cerca de Atenas [...] está situado en algún punto de las midlands inglesas, tal vez cerca de Bletchley”— es un bosque lóbrego y encharcado, y allí todas las hadas están acatarradas. Además, ha sido, en el momento del relato, talado para dejar sitio a una autopista. La elegante fuga de Carter sobre temas shakesperianos se eleva hasta lo brillante con su exposición de la diferencia entre el bosque de Sueño y el “oscuro bosque necromántico” de los Grimm. El bosque, nos recuerda muy finamente, es un lugar aterrador; perderse en él supone ser presa de monstruos y brujas. Pero en un bosque, “uno se extravía adrede”; no hay lobos, y el lugar es “amable con los enamorados”. Aquí está la diferencia entre el cuento de hadas inglés y el europeo, precisa e inolvidablemente definido.
“En ‘La dama de la casa del amor’, amor y sangre se unen en la persona de una vampira: la bella se vuelve monstruosa, bestial.”
No obstante, en su mayor parte, Venus negra y su sucesor, Fantasmas americanos y maravillas del Viejo Mundo, evitan los mundos de fantasía; la imaginación revisionista de Carter se ha vuelto hacia lo real, su interés se vuelca en el retrato más que en la narración. Las mejores piezas de estos últimos libros son retratos —de la amante negra de Baudelaire, Jeanne Duval; de Edgar Allan Poe; y, en dos relatos, de Lizzie Borden mucho antes de que “agarrase un hacha”, y de la misma Lizzie el día de sus crímenes, un día descrito con lenta y morosa precisión y atención al detalle (las consecuencias de abrigarse demasiado en plena ola de calor y de comer pescado recalentado desempeñan su papel)—. Por debajo del hiperrealismo, sin embargo, hay un eco de La cámara sangrienta; puesto que Lizzie es un caso sangriento y está, además, menstruando. Su propia sangre vital fluye, mientras el ángel de la muerte espera en un árbol cercano (una vez más, como sucedía con los relatos lobunos, uno se queda con ganas de más; con ganas de la novela sobre Lizzie Borden que no tendremos).
Baudelaire, Poe, Sueño de Shakespeare, Hollywood, la pantomima, los cuentos de hadas: Carter se enfunda abiertamente en sus influencias, dado que es su deconstruccionista, su saboteadora. Toma lo que sabemos y, tras desmenuzarlo, lo reorganiza a su espinosa y cumplida manera; sus palabras son nuevas y no-nuevas, como las nuestras. En sus manos, Cenicienta, con su nombre original, Ashputtle, es la protagonista abrasada de un cuento de horrorosas mutilaciones motivadas por el amor materno; el “Lástima que sea puta” de John Ford se convierte en una película dirigida por un Ford muy distinto; y son revelados los significados ocultos —quizá deberíamos decir las naturalezas ocultas— de los personajes de la pantomima.
Abre un viejo relato como un huevo, para nosotros, y encuentra dentro el nuevo relato, el relato del ahora que queremos oír.
“El número de funambulismo de Carter tiene lugar sobre un pantano de maravillas, sobre arenas movedizas entre lo travieso y lo afectado.”
No existe el escritor perfecto. El número de funambulismo de Carter tiene lugar sobre un pantano de maravillas, sobre arenas movedizas entre lo travieso y lo afectado; y no se puede negar que en ocasiones cae, sin quedar dispensada de esporádicos arranques de banalidad, y a algunos de sus menjurjes hasta sus más fervientes admiradores convendrán conmigo en que les sobra huevo. Un uso excesivo de palabras como “espeluznante”, demasiados hombres ricos “como Creso”, demasiado pórfido y laspislázuli como para agradar a cierta clase de purista. Pero el milagro es la de veces que lo logra; la de veces que realiza la pirueta sin caerse o hace malabarismos sin perder una pelota.
Acusada por plumas perezosas de corrección política, fue la más particular, independiente e idiosincrática de las escritoras; desdeñada por muchos en vida como figura marginal, de culto, exótica flor de invernadero, se ha convertido en la escritora contemporánea más estudiada de las universidades británicas (una victoria sobre la corriente establecida que la habría alegrado).
No había terminado. Al igual que Italo Calvino, Bruce Chatwin, Raymond Carver, murió en el apogeo de sus poderes. Para los escritores, ésta es la más cruel de las muertes: en mitad de una frase, por así decirlo. Los relatos de este volumen dan la medida de nuestra pérdida. Pero también son nuestro tesoro, un tesoro que podemos saborear y amasar.
Se cuenta que Raymond Carver le dijo a su mujer antes de morir (también de cáncer de pulmón): “Ahora estamos ahí fuera. Estamos ahí fuera, en la Literatura”. Carver era el más modesto de los hombres, pero se trata de la observación de un hombre que sabía, y a quien a menudo se le había dicho, lo que valía su obra. Angela recibió menos confirmación, en vida, del valor de su excepcional obra; pero también ella está ahora ahí fuera, en la Literatura, un rayo del claro manantial del día eterno.