Suele mediar mucho tiempo entre el descubrimiento que hace el autor de sus propios temas, su apropiación plena, y la resolución que pueda darles, si puede dar alguna. Los intereses más visibles de su obra son consecuencia de procesos mentales y emocionales cuya serie completa se encuentra a lo largo de sus textos.
Teoría novelada de mí mismo, libro póstumo de Sergio González Rodríguez (26 de enero de 1950-3 de abril 2017) puede leerse como un intento de ofrecer al lector una suerte de manual portátil para entender su obra, y en buena parte, su vida. Nos hace una lista de libros preferidos (siempre me ha resultado curioso y significativo que entre ellos esté El retorno de los brujos de Jacques Bergier y Louis Pauwels); un recuento de sus palabras clave que incluyen: “bajos fondos, oculto, centauro, erótico, huesos, imperfecto, cósmico, plan, sangre, vuelo” (p. 24); así como el gusto por los personajes
... que llegan a adquirir artefactos que les permiten abrir todas las puertas, amuletos que otorgan longevidad centenaria, pases mágicos por los que transitan el tiempo, el espacio, la realidad, los sueños o disfrutan de complicidades extrañas que les llevan a irrumpir en la vida de quienes los imaginan. (p. 25).
Con ello bastaría para hacernos una idea de sus gustos, sus propuestas literarias e incluso su vida. Sin embargo, el libro abunda en tres temas esenciales para comprender su obra: el sueño, la violencia y los fantasmas.
Oneirograma
Ya en El centauro en el paisaje, González Rodríguez había señalado:
Las personas que olvidan sus sueños son peligrosas. Los ocultan para tender un velo sobre sus convulsiones íntimas, los pequeños o grandes crímenes. O encierran sus delirios porque un mal día reaparecerán como amenaza de dominio y sufrimiento de otros, la pesadilla encarnada en las profundidades de la noche. (p. 107).
En este nuevo libro nos narra docenas de sus sueños; algunos, como le ocurre a todo el mundo, son más interesantes que otros; y muchos sólo guardan significado e interés para el propio soñador. Prefiero aquellos donde González Rodríguez se siente amenazado por presencias oscuras que lo insultan y lo retan, y donde descubre que “la sustancia del mal está en cada quien, y el empeño al respecto es saber contenerla”. (Teoría novelada de mí mismo, p. 69).
Después de darnos un paseo por el mundo de sus sueños, González Rodríguez nos propone una teoría: el oneirograma. Un neologismo inventado por él y que podría traducirse como escritura del sueño. Si entendí bien, el oneirograma es el anhelo de todo autor: una máquina de escritura. Funciona de este modo: se padece o se vive un sueño, el que sea, y a partir de ese sueño se tira de los cabos sueltos para completarlo o como dice el propio González Rodríguez “especular, destruir, desarmar, contradecir, reinventar lo soñado”. (Ibid., p. 93).
De este modo, cada sueño puede convertirse en un relato o en una propuesta de relato; en cualquier caso, en el conocimiento de uno mismo. El oneirograma no es otra cosa que un ejercicio de introspección, un autoanálisis.
La violencia descifrada
Más interesante es la insistencia en el tema que permea todos sus libros, la violencia. Víctima él mismo de la violencia, se negó en redondo a verla como un acto irracional, espontáneo y sin sentido. Una y otra vez, desde Huesos en el desierto hasta este libro póstumo, González Rodríguez se empeñó en buscar el significado de la violencia al insertarla en algún tipo de ritual, de concepto esotérico, y se empeñó en verla como el resultado de ideas, de preferencia religiosas. En suma, para González Rodríguez la violencia siempre era simbólica: “En la cultura de una sociedad subyacen creencias, estratos religiosos que surgen a la superficie cotidiana en momentos de tensiones”. (El centauro en el paisaje, p. 80).
Allí, en los meandros de este tema, se hallan muchas cosas en las que el lector de su obra debe reparar: la más interesante, como digo, es su necesidad de entender. González Rodríguez era un intelectual y por tanto quería que todo dependiera de algún elemento conceptual; y no por una suerte de petulancia racional, no, al contrario: quien no entiende la violencia (o cree entenderla o se esfuerza por levantar un aparato crítico frente a ella) se queda completamente indefenso ante su embate, no puede oponerle siquiera un signo, un dato, una anécdota.
A lo largo de sus libros, parece decirnos: si no comprendemos de donde viene este asalto de violencia, entonces sólo podemos padecerla como los animales que miran aterrados sin comprender porqué alguien querría matarlos, descuartizarlos, desollarlos. Su necesidad de entender se convierte en una fortaleza: pero, hay que señalarlo, es una fortaleza que nace del desconcierto, del despojamiento, de la debilidad.
Y a pesar de ese esfuerzo, ni la violencia ni los violentos cambian. La violencia permanece idéntica a sí misma y sigue cayendo impasible sobre la víctima. Pero ésta se imagina protegida mágicamente, piensa: si entiendo por qué me hacen esto, tal vez podré sobrevivirlo. “Contra la ideología de lo ‘indecible’, lo ‘inenarrable’, ‘lo incomprensible’, en otras palabras el imperio de lo arcano, se requiere exponer e imaginar la barbarie para contrarrestarla”, escribió en El hombre sin cabeza (p. 154).
En este nuevo libro también da cuenta de su encuentro con la tortura física y psicológica, cuando fue víctima de
... un grupo de criminales que buscaba detener con sus amenazas y golpiza mis investigaciones periodísticas sobre los asesinatos de mujeres en la frontera de México y Estados Unidos. (Teoría novelada de mí mismo, p. 111).
A la única persona a la que sirve entender la violencia es a la propia víctima: entender es la única fortaleza del desamparado. Dice en Campo de guerra:
La condición de víctima sólo puede superarse como intercambio simbólico respecto a la muerte. Y aun así la víctima aparece como anamorfosis de su propia memoria: rota, deformada, inscrita en una representación anómala de lo conocido, donde lo propio se vuelve ajeno, alienado, distante, ignoto, y lo afectivo cae en lo atroz y en la crueldad a manos de otros. (p. 166).
En este libro vuelve a señalarlo casi con las mismas palabras (Cf. p. 124).
Insisto, lo más interesante de este esfuerzo por entender la violencia es que González Rodríguez lleva ese horror puramente físico (tortura, golpizas) a un terror metafísico: señala que es imposible comprender la violencia del narco sin estudiar la fe de los sicarios en el culto a la Santa Muerte; observa los feminicidios como parte de un uso ritual del crimen para cohesionar al grupo de asesinos; y en El hombre sin cabeza, un sicario le cuenta que recoge la sangre de sus víctimas de decapitaciones para llevarla consigo como una suerte de talismán.
Es aquí donde su lectura de El retorno de los brujos se hace patente, pues según él, Jacques Bergier “se propuso racionalizar las creencias religiosas, interrogar al recinto de las supersticiones y dejar la puerta abierta a las oscuridades del temor metafísico”. (El centauro en el paisaje, p. 73).
Teoría del fantasma
Ese es el logro de Sergio González Rodríguez: su “capacidad para argumentar lo irracional” (Teoría novelada de mí mismo, p. 35) para darle, si no sentido, carta de existencia. Un buen ejemplo es su “Teoría del fantasma vivo” que desarrolla en este nuevo libro.
Nos cuenta que hay un momento, una línea de sombra como la llamó Joseph Conrad, en la que ocurre un cambio radical en la vida de todo individuo. Para muchos es la conciencia de la muerte, pero González Rodríguez señala que no es su caso: lo que intenta “referir atañe a algo de mayor trascendencia que la muerte, que es, al final, un hecho trivial, un trance propio de la vida” (ibid., p. 141); para él, es su conciencia del devenir fantasma.
A partir de ese momento y en la que es sin duda la parte más interesante del libro, González Rodríguez nos narra cómo se convirtió en fantasma, es decir cómo desde niño fue consciente de ver el mundo de otro modo, y aun más, fue consciente de estar en el mundo de otro modo. Usa como ejemplo las habitaciones de hotel, donde sólo se está de paso, y son escenarios propicios para el crimen o el sexo, para el suicidio o el olvido de sí. De este modo, “afantasmarse” es la tendencia a “inmaterializarse” conforme más se ensimisma uno: pasar desapercibido como niño, como adulto, hacer uso de la literatura y la melancolía para desaparecer, para no estar en el mundo, para escapar de obligaciones y falsos compromisos sociales, pero al mismo tiempo para observar y ser testigo de aquello que quienes no son fantasmas evitan ver: la violencia intrínseca del mundo, las paradojas del sexo, y nuestro esencial desamparo.
“se trata mucho menos de una ‘biografía’ que de una muestra de cómo procedía su razonamiento, las fuentes que manejaba —teoría literaria y psicoanalítica, filosofía y cine de autor, lecturas sobre arquitectura y artes plásticas.”
¿Qué significan estas teorías?, ¿qué entraña este libro que exige una lectura cuidadosa como la de quien escucha las confesiones íntimas de un amigo?
Por un lado, se trata mucho menos de una “biografía” que de una muestra de cómo procedía su razonamiento, las fuentes que manejaba —teoría literaria y psicoanalítica, filosofía y cine de autor, lecturas sobre arquitectura y artes plásticas— y editaba en el sentido fílmico de la palabra para crear un filtro, una realidad cruzada y alterada por lo que vio y leyó.
“Asociar lo disperso”, escribe en Huesos en el desierto, “ayuda bastante a contradecir la ‘verdad’ oficial... Cada acto, cada palabra, cada mutis expresan una arquitectura inversa: al principio opaca, pero luego evidente hasta hacerse corpórea” (p. 282), y más adelante,
los beneficios del pensamiento analógico, es decir de la aptitud de trazar analogías, asociaciones, puentes en los hechos que la vida cotidiana presenta a gran velocidad, inconexos (...) la agudeza ante las anomalías, aquello que permite conjeturar y sirve de plataforma al análisis y las vislumbres prospectivas. (Ibid.).
No es un método nuevo. Del mismo modo en que se hace fuego friccionando o percutiendo dos materiales, Walter Benjamin supo extraer, mediante la yuxtaposición de citas, sugerentes consecuencias teóricas. Y Borges inventó precursores de Kakfa al confrontar sus cuentos con ciertos pasajes de Kierkegaard y versos de Browning.
También es un ejercicio que tiene algo de red protectora. A veces, González Rodríguez abusa de las Kristeva y las Sontag, los Agamben y los Lacan, como si temiera exponer sus propias teorías sin un supuesto marco crítico, digo supuesto porque en realidad lo suyo es el ensayo literario, libre, imaginativo y especulativo, donde esos espaldarazos (seamos serios: fuera del mundo de la imaginación y las ideas, ¿qué otra realidad tienen esos ídolos?) resultan innecesarios, y con frecuencia, lejos de iluminar, estorban. Más aún, porque este libro es el resultado de una experiencia interior, absolutamente personal y única, allí se encuentran todos sus aciertos, e intentar justificarlos es irrelevante para la literatura. Sin embargo —hay que decirlo todo— su gusto por la teoría era el gusto culpable del autodidacta que no se resigna a serlo, y quiere mostrar credenciales, que a la altura a la que había llegado y con su prestigio, eran innecesarias y estrictamente escolares.
Tanto en la teoría fantasmagórica como en la del sueño, lo que Sergio González Rodríguez hace es oponer la vida fugaz del individuo a la eterna (mientras dura) vida de la especie. Todos los hombres sueñan y todos se olvidan (se vuelven fantasmas). Este es, me parece, el verdadero logro de su teoría novelada: oponer los acontecimientos personales, finitos, limitados, acaso triviales, al abismo del sueño y a la piedad del olvido.
Los fantasmas y el sueño son asuntos del espíritu. No sé si González Rodríguez era un hombre religioso, un hombre de fe, aunque no era necesario saberlo, ya Borges apuntaba que “todo hombre culto es un teólogo”. Supongo que debido a que también era un hombre de su época, no se atrevía a admitir alguna religiosidad y prefería sus correlatos: fantasmas y sueños, el mundo inmaterial del alma, la impronta de aquello que existe —se sabe, se vive, se piensa— pero no puede probarse (¿quién puede probar que sueña, quién puede probar que no es ya un fantasma de sí mismo?) o bien, para probarlo, exige una profesión de fe.
Sergio quiso ser un fantasma como otros quieren tener fe. Es decir, convertirse en puro espíritu, ser sólo idea y no cuerpo (allí se entiende su atracción por las radiografías, que también trabaja en este mismo libro, los rayos que atraviesan el cuerpo y revelan el mundo interior). Quiso desaparecer para poder estar en todas partes, atravesar los muros para espiar a los demás, atravesar los signos para contemplar las ideas, volverse tan ligero y volátil que nada pudiera contenerlo. Quién sabe, tal vez lo logró.
Bibliografía
Sergio González Rodríguez, El centauro en el paisaje, Anagrama, Barcelona, 1992.
________, Huesos en el desierto, Anagrama, Barcelona, 2002.
________, El hombre sin cabeza, Anagrama, Barcelona, 2009.
________, Campo de guerra, Premio Anagrama de Ensayo, Anagrama, Barcelona, 2014.
________, Teoría novelada de mí mismo, Penguin Random House Grupo Editorial, México, 2017.