Josefina Vicens: La escritura y el salto al vacío

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Foto: larazondemexico

Las de Juan Rulfo y Josefina Vicens son, en cierto modo, vidas u obras paralelas. La señal inequívoca que los une es que sus afanes narrativos quedaron concentrados en sólo un par de libros: El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), en un caso; y El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), en el otro. Ambos merecieron, en los años cincuenta, el Premio Xavier Villaurrutia; y de los dos se esperó en un tiempo que dieran a la imprenta un libro más (el siguiente, que los consolidara como escritores, cuando se piensa en el oficio como una larga carrera, y no precisamente de obstáculos), presión que solían sobrellevar con una copa, o una botella, en la mano. Así hermanados por la crisis creativa los imagina uno, contemplando juntos el abismo (como si lo hecho hasta entonces fuera obra de plumas distintas a las suyas) y preguntándose:

—Oye, Juan, ¿por qué no escribes otro libro?

—Oye, Peque, ¿por qué no escribes otro libro?

Para responder:

—Pues sí, ¿verdad?

Con diferencia de dos años, Rulfo publica un volumen de cuentos y una novela y calla; en Josefina Vicens el proceso es distinto porque hay un salto temporal, de más de dos décadas, entre El libro vacío y Los años falsos. Y el paisaje se complica e incluso se vuelve escheriano cuando se piensa que el tema de ese primer título suyo es precisamente la escritura, vista a la vez como necesidad y como imposibilidad. Ahí, cual si fuera una suerte de antigrafógrafa, Josefina Vicens escribe que no escribe, mentalmente se ve escribir que no escribe y también puede verse ver que no escribe...

En 1977, cuando Emmanuel Carballo realiza una encuesta con 190 escritores mexicanos (para la revista Cuadernos de comunicación, números 24 y 25, junio y julio de ese año), la encuentra casi petrificada. Al cuestionario usual (¿por qué escribe?, ¿para qué escribe?, ¿cómo escribe?), ella responde: “No me hagas estas preguntas, querido Emmanuel, no a mí que he escrito un solo libro y que casi no creo que me alcance la vida para terminar el otro. He sufrido mucho al contestarte”.

Le alcanzó la vida para eso y algo más. Aunque su escritura parece limitada a dos novelas, deben añadirse al paisaje de sus obras las crónicas taurinas y los artículos políticos, firmadas las primeras como Pepe Faroles y los segundos como Diógenes García; los guiones, también, entre los más conocidos los de Las señoritas Vivanco, personajes interpretados por Sara García y Prudencia Griffel (en filmes de 1958 y 1959), o libretos más personales como Los perros de Dios (1973) y Renuncia por motivos de salud (1975); además, un puñado de poemas, una obra de teatro y un cuento.

El orbe se amplía y se vuelve a cerrar, pues todo se concentra en sus novelas. Algo que la distingue como escritora es que su voz será masculina; y en ello opera una suerte de travestismo literario, acaso manifiesto tempranamente en Pepe Faroles y Diógenes García, sus seudónimos periodísticos, para arribar a José García, protagonista de El libro vacío, y Luis Alfonso Fernández, voz narrativa de Los años falsos. A lo Flaubert, Josefina Vicens pudo haber dicho: “José García soy yo”.

Las maneras del biógrafo

Un poco al azar, tomo de mi biblioteca algunas biografías dedicadas a autores mexicanos. Una primera aproximación, en formato más o menos tradicional, es Noticias sobre Juan Rulfo (2004), de Alberto Vital, en donde el investigador se sirve de los documentos básicos a los que pudo tener acceso para narrar, él mismo (en tercera persona), la vida del personaje. Otro posible acercamiento es el de la “vida contada”, como la de Juan José Arreola realizada por Fernando del Paso (Memoria y olvido, 1994) o la de Jaime Sabines escrita por Pilar Jiménez Trejo (Apuntes para una biografía, 2012), cuya base, en ambos casos, fue la conversación grabada, aunque con el añadido de textos obtenidos de otras fuentes para redondear aspectos acaso insuficientemente cubiertos en esos diálogos. De ello se obtiene un relato en primera persona (yo, Juan José Arreola; yo, Jaime Sabines) en que el redactor prácticamente desaparece, o simula hacerlo, pues a él se debe, al fin, el armado de la obra. En cierta forma se rompen las fronteras entre la memoria y la biografía.

Una tercera posibilidad, para mí sorprendente, es la que lleva a cabo Norma Lojero Vega en Josefina Vicens: Una vida a contracorriente... sumamente apasionada (2017). Tenía a la mano un par de entrevistas extensas con la autora (de Gabriela Cano y Verena Radkau, una; y la otra de Daniel González Dueñas y AT); y no conversó con ella, a la que no conoció, sino con aquellos que la trataron. Dados los antecedentes académicos de Lojero Vega (con licenciatura, maestría y doctorado por la UNAM) su investigación pudo dar por resultado algo más cercano al trabajo digamos heterodoxo de Vital que a las labores de Fernando del Paso o Pilar Jiménez Trejo... Mas lo que se obtiene es algo distinto; quizá pueda considerarse como de una factura mixta, al mezclar ambos procedimientos, con el añadido de una voz descubierta o recreada (con lo que en cierta forma entramos a terrenos de la ficción) desde la que Josefina Vicens hablará de sí misma.

Sólo de esta forma, con esa gran libertad que se toma la biógrafa para transformarse en el personaje del que escribe (cual si hubiera acudido a una sesión espiritista), pueden obtenerse líneas como las siguientes:

Ahora aquí me encuentro, tendida en esta cama de hospital, y será mi querido amigo Sergio Fernández quien cierre mis ojos, después del último respiro. [...] Quiero decir que la muerte no me tomó por sorpresa. Acudí al ruedo como el torero valiente y dispuesto a encontrarse con ello. Y como un acto voluntario llego al final de mi vida.

El reto es claro: contar la vida, y la muerte, de Josefina Vicens desde ella, como si se fuera ella. Ser en la palabra la escritora como ella fue, en sus novelas, José García o Luis Alfonso Fernández. Transformarse, en un ejercicio creativo, en el personaje biografiado.

Un desafío así tiene sus dificultades. A ratos pareciera que Lojero Vega no controla del todo las palabras, como sí lo hizo Vicens en sus novelas: se le encabalgan las frases, pierde el sentido de la oración, como si estuviéramos ante un monólogo delirante (alguien diría que a lo Molly Bloom o a lo Carlota, la de Noticias del Imperio) quizá ajeno al manejo templado de la pluma que caracteriza a Vicens. Si la obra fue breve (con dos novelas precisas) es porque la exigencia era mucha. Esa enseñanza parece olvidársele a la biógrafa, con el puño demasiado suelto, armadora de largas y confusas sentencias, coma tras coma, sin dar valor al punto y seguido, a ratos indispensable...

Periplo familiar

Estos detalles de manufactura no perjudican del todo lo otro, esa creación o recuperación de una voz, la de Vicens, por medio de la cual se hace un relato pormenorizado de su vida. Desde ella, por ejemplo, puede narrarse el periplo de los padres, José Vicens Ferrer y Sensitiva Maldonado Pardo, en un “tú por tú” vertiginoso. A éste se le dice, por ejemplo:

Padre: tú y yo ahí entre las paredes blancas, urdiendo entre los objetos que son huellas sin residuos, sin asideros firmes para escampar el llanto que humedecía tu rostro, que imaginaba el cómo de la obligada ausencia. [...] Padre, de ti la herencia: el nombre, la memoria sin dobleces, sin mesura, con los inevitables equívocos que atolondraban mi coraje.

Y a ella:

Madre: quizá fui la más difícil, y seguramente no las dos veces nacida, pero mientras lo apolíneo me dotó de armas y talento, lo dionisiaco me ayudó a ser la dos veces elegida.

No sólo habla Josefina Vicens desde la muerte sino que además conversa con sus muertos queridos. El recurso acaso imita el diálogo que tiene Luis Alfonso Fernández con su padre, ante su tumba, en Los años falsos.

Otra astucia es cómo imagina Lojero Vega lo que se escuchaba en la casa Vicens Maldonado, como cuando Josefina convocaba por las tardes a sus hermanas y sus vecinos a una función de teatro:

—Su atención, por favor: pasen a comprar sus boletos que la función va a comenzar. Hagan una fila, no se empujen, señores, ¡orden, orden!

—Dos entradas, por favor, ¿cuánto le debo?

—Dos centavos por cada una, señorita. Son cuatro centavos. ¡Adelante! ¡Pasen, por favor!

—Abuelita, ¿puedo entrar contigo a la función? Josefina no me quiere dejar pasar, dice que primero le pague el boleto.

—¡Ah, qué niñas estas, siempre están peleando! Ven conmigo, hija, yo te lo compro.

Esas voces no están en ningún documento, no constan en actas, digamos, y Lojero Vega tiene la astucia de imaginarlas, quizá rompiendo códigos pero a la vez creando resonancias entrañables. Es una forma literariamente efectiva de instalar a los lectores en la niñez de la escritora.

Desde entonces, muchas cosas distinguen a Josefina Vicens: una, que recorre su vida, es preferir las cosas de los hombres (de pequeña, las canicas y los volados), saberse situar más en el orbe masculino que en el femenino. Fue una niña-niño. En un entorno conservador, para salir de su casa se vio incluso obligada a casarse, convirtiendo el matrimonio con José Ferrel (cercano a los Contemporáneos, traductor de poetas franceses) en una buena amistad. Leo:

De cualquier modo, cuando al cabo de un año decidimos separarnos las familias volvían a cuestionarnos, que por qué se separaron, ¿se pelearon? Y todo era un cuento de nunca acabar. La ventaja fue que ahora sí con toda la autoridad que me otorgó el haberme salido de casa como Dios manda pude decirle a mi madre que ya no tenía derecho a meterse en mi vida privada.

Torerías

No como herencia familiar, sino por ella misma, llega Josefina Vicens al mundo de los toros. Se aficiona, primero, a temprana edad; y luego lleva esa afición a la escritura, para transformarse en el cronista Pepe Faroles. Esto ocurre, según Norma Lojero, a comienzos de los años cuarenta. Sus narraciones de lo que pasaba en el ruedo eran directas, francas, lo que ocasiona disgustos sobre todo a los empresarios que invertían en la fiesta brava y sólo aceptaban elogios. En un diálogo (imaginado por Lojero Vega) con uno de sus editores, ella se defiende de esta manera:

Yo no escribo de pecho abierto, de sólo impresiones y arrebatos, para eso tengo razón e inteligencia y soy capaz de distinguir cuando un torero se entrega y hace bien su trabajo, y también percibo de manera precisa y fundamentada cuando sólo nos quieren tomar el pelo a la afición. ¿Qué no se dan cuenta que nosotros, los que pagamos nuestro boleto, somos quienes mantenemos el espectáculo?

Para hacerlo libremente funda, con el dibujante Alfredo Valdez, el periódico Torerías, aventura que duró dos años (de 1943 a 1945). Hay la anécdota, contada por Josefina Vicens (a Daniel González Dueñas y AT), del boxeador, amigo de Arruza, molesto por una nota desaprobatoria, que amenaza con darle su merecido a Pepe Faroles. Ella recibe al peleador en la redacción del semanario, platica cordialmente con él hasta que de pronto le dice:

—Bueno, yo tengo una cita, ¿a qué horas me empieza usted a golpear?

Él la mira estupefacto.

—¿Por qué la voy a golpear?

—Porque yo soy Pepe Faroles.

—¿Usted, señora, es Pepe Faroles?

—Sí, yo soy Pepe Faroles y usted quedó en golpearme; y se nos ha ido el tiempo en platicar.

—No, no, señora, cómo puedo yo levantarle la mano. No faltaba más. He tenido mucho gusto en conocerla.

Lo que resalta en Vicens es el modo profundo como entendía esa experiencia:

Creo que es la única fiesta metafísica. Es el único espectáculo en donde la muerte es otro de los personajes. Al igual que los toreros y toda la cuadrilla, la muerte hace el paseíllo. Porque el torero sabe que entra con vida, pero no sabe si sale vivo. La muerte siempre está campeando en una plaza de toros. El torero que diga que no tiene miedo, miente; algunos de ellos, cuando están haciendo una buena faena, se apasionan y por un momento olvidan el miedo, pero éste es tremendo y constante. [...] En la fiesta de toros el torero deja de ser un hombre y adquiere esa calidad de moribundo que es un poder, un ascendente metafísico, un toque de lo sagrado.

Una vida juntas

Otro hilo de exploración es la amistad de Josefina Vicens con mujeres de ruptura, como Concha Michel, Aurora Reyes o Matilde Landeta; o su amor, ese que en estos tiempos ya se atreve a decir su nombre, por la actriz Anita Blanch, a quien conoce cuando ingresa al medio cinematográfico. Con ella hace un viaje por Europa que se convierte en una larga luna de miel. Lojero Vega crea, imagina o inventa la siguiente conversación entre ambas:

—Ya perdí la cuenta de los lugares que hemos conocido. Espero que tú, con tanto tiempo que inviertes en escribir, sepas a dónde hemos ido.

—¡Por supuesto, por eso llevo mi diario de viaje! Algún día que quieras saber dónde y cuándo estuvimos, lo podremos consultar en este diario.

—Peque, yo creo que al regreso lo mejor será que quites tu departamento y te vengas a vivir a mi casa. Será un gasto menos para ti. Y ya no tiene sentido que pagues renta si hemos decidido, pese a todos los disgustos que hemos tenido, hacer una vida juntas, ¿no crees?

Establecerse en esa relación coincide con el poder dedicarse de lleno a la escritura y concluye así El libro vacío.

Por la escritura, además, conoce a María Luisa La China Mendoza, Margarita Nelken, María Elvira Bermúdez y Amparo Dávila; y se acerca a ella una sobrina interesada en esos ámbitos, quien firmará sus obras como Aline Pettersson...

Luego del Premio Villaurrutia viene, al parecer, una crisis creativa, acaso similar a la que enfrentó Juan Rulfo, con un coctel de alcohol, apuestas y tabaco. Hay una charla telefónica curiosa entre Rulfo y Vicens, que no sabemos si fue cierta o inventada... aunque es perfectamente verosímil. La Peque recibe la llamada telefónica de su amigo para felicitarla por el galardón que él había recibido tres años antes.

—¿Y ahora qué se hace con un premio así, Juan?

—Pues qué se ha de hacer, ¡morirte de miedo y esconderte de los periodistas!

Resume Lojero Vega:

La Peque vivió una época disipada, siempre con la conciencia y responsabilidad de que era su vida y, mientras a nadie hiciera daño, su libertad sería lo más importante. Con ayuda de amigos y familiares, pero principalmente con su férrea voluntad, pudo dejar el alcohol; paulatinamente también dejó de apostar. A lo que nunca renunció fue al cigarro, uno de sus grandes placeres.

Muerte sin fin

En la etapa final logra concluir, dolorosamente, Los años falsos, cuya acción está situada en un cementerio. Y conoce al escritor Sergio Fernández, con quien realizaba, con la ouija como instrumento, sesiones espiritistas. Acaso como una conclusión de esas indagaciones Fernández la acompañará, como ya se anticipó, en el suspiro final, instante que testimonia así, casi desde ultratumba, la Josefina Vicens a la que Norma Lojero atrapa en ese instante eterno:

Si bien el vivir se convierte en un acto de voluntad inquebrantable, también su término es resultado de una decisión. Las circunstancias son las que anuncian que es hora de tomar el rumbo desconocido frente a la certeza de pisar tierra firme. Otros nos llaman y uno acude o no, y ya que mi vida fue un navegar a contracorriente, mi partida también se sale del control que ejercen otras voluntades. Así como decidí vivir sumamente apasionada, ahora tomo la decisión y me voy tras la pasión de descubrir el misterio que siempre me acompañó.

Josefina Vicens muere en la Ciudad de México en 1988, treinta años atrás... fecha que habrá de ser recordada el 22 de noviembre de este 2018.

Una crónica taurina de Pepe Faroles

La placita de toros de La Morena se vio bastante concurrida de público al conjuro de un atractivo cartel: Sixto Vásquez y Javier Mejía, con cuatro toros de Atianga.

Desigual el encierro, tanto en edad de los astados, como en tipo y presentación, dieron juego igualmente, desigual. Más bravo el primero, que como sus hermanos, salió avante. Pero en el transcurso de la lidia se fue enmendando y llegó ideal a la muleta. El segundo mansurroneó más de la cuenta intentando en el último tercio huir por el callejón. Más grande el tercero y también más codicioso, llegó muy quedado a la hora de muerte. Y, por último, un toro con tipo y cuernos, mansurronote, pero sin malas intenciones. Todos ellos se dejaron hacer cosas, y la gente salió satisfecha.

Sixto Vásquez, novillero maduro, conocedor de los secretos de la tauromaquia, aprovechó la docilidad de su primer novillo, al que le propinó una serie de pases buenos, y cuando estaba el toro se deshizo de él con una tendenciosa; por eso perdió la oreja. Dio la vuelta.

En su segundo —tercero del encierro— fue alcanzado y lanzado al aire al prender un par de cortas al quiebro, saliendo conmocionado y llevado a la enfermería, volviendo cuando ya el alternante había clavado y matado casi al toro. Lo terminó con un pinchazo y una entera atravesada, trasera. Dio la vuelta, que repitió a petición del respetable, saludando con su alternante Mejía desde el tercio. Ambos, después, dieron otra vuelta al anillo entre dianas y aclamaciones.

Javier Mejía, con apellido de prosapia taurina y muchas jechuras, debutaba. Casi un niño, barbilampiño, tiene ángel y andares de torero.

Recibió a su primero con unas verónicas muy aseaditas, sobre todo dos por el lado derecho. Con la franela y en pases por alto le pone mucha gracia y suavidad, aguantando y templando la embestida. Le hizo unas cosas bonitas para terminar con la vida de su primero de una delantera. Dio la vuelta. En su segundo —último del encierro—, el más toro de todos, estuvo valiente el muchacho dando pases por alto buenos. Fue codado y pisoteado, sin consecuencias.

Una media en buen sitio finiquitó al tlaxcalteca. Buen debut es el de Mejía; si le pone más coraje será torero.

Diciembre de 1943.

Texto recuperado por Norma Lojero Vega.

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Portada del libro "Overol, apuntes sobre narrativa mexicana reciente".