La pasión según Yourcenar

Foto: larazondemexico

¿Qué signo puede recoger en su abreviatura el sentido de la tarea de un escritor? Las razones por las que se escriben suelen ser más secretas y complejas de lo que se adivina en las respuestas al vuelo que dan los autores durante una entrevista. Y esa impresión se acentúa aún más cuando la obra es más ingente.

Dramaturga, poeta, ensayista y sobre todo narradora, la obra de Marguerite Yourcenar (Bruselas, Bélgica,1903-Maine, Estados Unidos, 1987) solía tener lectores que no conseguían ponerse de acuerdo. Están los de Alexis o el tratado del inútil combate, Fuegos, las Memorias de Adriano y El tiro de gracia, que son los más y que intentan dirigir la atención de su obra hacia una suerte de celebración de la carne y sus lujos. Están los lectores de su teatro, sus cuentos y sus ensayos, como A beneficio de inventario, Peregrina extranjera y El Tiempo, gran escultor, que ven a la mujer interesada en las filosofías de Oriente, en los arcanos de los libros sagrados y en la cultura clásica; para ellos es una suerte de Borges femenino que no tuvo la suerte de amasar en un solo símbolo —aleph o laberinto— los intereses de su obra. Y están los menos, aquellos a los que seduce el recuento de la Belle Époque en su trilogía de memorias: Recordatorios, Archivos del Norte y ¿Qué? La eternidad.

"Su inteligencia narrativa no era la fantasía pura, no era la invención sino el análisis. Esas virtudes le han costado, con los años, un extrañamiento entre los lectores más románticos que quieren sentir, casi palpar lo que leen.”

El pasado mes de diciembre se cumplieron treinta años de su muerte. Tres décadas de olvido (con excepción de sus éxitos como Memorias de Adriano que se sigue reimprimiendo) bien pueden contar como novedad literaria, y quizás permitan adentrarnos con ojos frescos a la obra de esta autora.

Como el agua que fluye

Vista de cerca, la narrativa de Marguerite Yourcenar no es nada fácil. Como nos sucede con Proust, a veces aguantamos—como quien aguanta un chubasco— esas interminables oraciones subordinadas que se van mordiendo la cola, y que indiferentes con la paciencia del lector se suman en evocaciones sobre el paisaje o la memoria hasta convertirse en una suerte de mantra, de plegaria, que ora nos adormece y ora nos ensimisma, hasta que de pronto, a lo lejos, entrevemos la frase, la reflexión que nos recompensa por todas las páginas leídas. Y descubrimos, con sorpresa, que no habríamos comprendido del todo cómo llega el personaje a entender tal o cual cosa sobre la existencia, sin haber atravesado la foresta de todos sus razonamientos.

Sólo muy pocos autores —Proust, Tolstói, Dostoievski— pueden mostrarnos cómo cada situación, y a veces nada menos que el mero paso del tiempo, cambian a los personajes. No se trata de aventuras, los personajes de Marguerite Yourcenar casi no viven aventuras, y de vivirlas, asumen frente a ellas una posición retrospectiva, es decir, de quien ya viene de regreso; por ejemplo, Las memorias de Adriano es una larga carta del emperador Adriano a Marco Aurelio, y al ser unas “memorias” no representan la realidad sino la registran, no nos enfrentan a las experiencias, percepciones o reacciones —aunque desde luego estas pueden inferirse en el relato— sino a su elaboración final en conceptos. El recurso epistolar, Yourcenar lo ejerce en otras ocasiones, no sólo en Adriano, como en la novela breve Alexis o el tratado del inútil combate.

“Memorias”, “tratado”, “archivos”, su narrativa tiene el desapego del informe, de algo elaborado y reflexionado mucho más que vivido. Puede, si se quiere ser muy estricto, parecer un defecto: si su obra no es popular (en el sentido de ser leída con asiduidad, o por un público amplio) es porque Yourcenar siempre fue más capaz de observar que de crear. Su inteligencia narrativa no era la fantasía pura, no era la invención sino el análisis. Esas virtudes le han costado, con los años, un extrañamiento entre los lectores más románticos que quieren sentir, casi palpar lo que leen.

Y sin embargo, es aquí donde se hallan los verdaderos méritos en la obra de Marguerite Yourcenar.

Opus nigrum

Gracias a libros como Fuegos que reelabora los destinos de Fedra, Aquiles o María Magdalena y que contiene aforismos como: “El amor es un castigo. Somos castigados por no haber podido estar solos”,1 o bien: “No me importa cuál sea el paso en falso que te haga caer sobre mi cuerpo”,2 Marguerite Yourcenar tuvo fama de ver con ojos abiertos la pasión carnal, pero descontando sus experiencias personales que para los fines de esta nota no interesan, me temo que su pasión era más bien fría, teniendo en cuenta que el hielo también quema; sus personajes consienten en el amor como quien tiene que pasar una prueba, y sólo porque están convencidos de que “las audacias de la carne acompañan a las de la inteligencia”.3

“Incluso en medio de la tragedia, por ejemplo, en las obras de teatro donde juega con los viejos mitos de Orestes, Alcestes, los personajes no se doblegan, no rebajan al grito, reproche o lágrima sus impresiones.”

Incluso el célebre pasaje de amor entre Antinoo y Adriano no le sirve a Adriano más que para completar una educación, una suerte de ascenso hacia el perfeccionamiento de sí mismo donde todo cuenta, desde las iniciaciones en los oscuros ritos de Mitra, hasta la proyección de bibliotecas y templos, porque al final hay que trabajar para los demás y no para uno mismo:

Construir es colaborar con la tierra, imprimir una marca humana en un paisaje que se modificará así para siempre [...] Fundar bibliotecas equivaldría a construir graneros públicos, amasar reservas para un invierno del espíritu que, a juzgar por ciertas señales y a pesar mío, veo venir.4

Sus personajes pueden vivir el incesto, como en el cuento “Ana, soror”; la bisexualidad como en el Adriano de las Memorias (si es que esa categoría tenía alguna semejanza con las ideas que los romanos hubieran tenido de la sexualidad) y el Zenón de Opus nigrum; la homosexualidad en Alexis y El tiro de gracia; el matricidio en Electra o la caída de las máscaras; pero al final lo que sus personajes quieren de verdad es entender lo que ocurre mucho más que vivirlo, sólo quieren morir siendo “menos necio de lo que nací”.5

Y es así, porque hay que tomar en cuenta que Marguerite Yourcenar fue educada bajo el pathos de la literatura clásica (su mitología dice que a los diez años de edad su padre ya le había enseñado latín, y a los doce ya conocía el griego), y el hábito clásico rehúye lo expresivo. Incluso en medio de la tragedia, por ejemplo, en las obras de teatro donde juega con los viejos mitos de Orestes, Alcestes, los personajes no se doblegan, no rebajan al grito, reproche o lágrima sus impresiones.

En ninguno de los casos, novela, teatro, cuento, se trata de negar o rebajar la realidad, de ningún modo, se trata de comprenderla. Porque la verdadera gran obra, opus nigrum de sus personajes, es la búsqueda de la perfección personal y de la compasión hacia los demás. “El hombre es una empresa que tiene en contra al tiempo, a la necesidad, y a la fortuna”,6 dice Zenón, y por ello hay que

luchar contra las malas inclinaciones; dedicarse hasta el fin al estudio; perfeccionarse en la medida de lo posible, y por fin, por numerosas que sean las criaturas que eran en la extensión de los tres mundos, es decir en el universo, trabajar para salvarlas.7

Con excepción de Tolstói y de Dostoyevski, no encuentro otros narradores que a través de sus personajes y de su obra busquen de manera tan activa el bien y la conversión espiritual. Ya no es, ni con mucho, una aspiración frecuente entre los escritores; pueden desear divertir, impresionar, comprometer, denunciar, pero suena un tanto ingenuo para el duro y cínico oído contemporáneo querer transformar espiritualmente al lector.

Y quizás por ello, Margerite Yourcenar se lea poco —tal vez cada vez menos—: porque nuestra época no concibe ese esfuerzo de perfeccionamiento personal y, en cambio, la idea de ser únicos en el mundo, y por tanto merecer toda clase de privilegios, es más atractiva y popular.

El signo bajo el que podría cifrarse la obra de Yourcenar es esa labor estatuaria grecorromana que nos recordaba la estabilidad, lo perenne, donde todas las pasiones son posibles siempre y cuando no destruyan su propia forma, no la rebasen, y por el contrario avancen hacia su única meta: “De la conciencia moral al conocimiento intelectual, del perfeccionamiento de sí al amor por los demás, y a la compasión por todos ellos”. 8 Su pathos es estrictamente formal, y bien puede que ya no sea una aspiración, pero aún conserva un pálpito de esperanza.

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