Winston Churchill nació en el seno de la familia aristocrática de los duques de Marlborough a fines de 1874, año en que la esperanza era fácil. Su padre, Lord Randolph Churchill, fue un político carismático y ministro de Hacienda del Reino Unido; su madre, Jenny Jerome, era de origen estadunidense. Siendo un joven oficial del ejército, entró en acción en la India Británica, Sudán y en la Segunda Guerra de los Bóeres. Otra de sus debilidades era la literatura.
En 1902 le invitaron a una velada presidida por el ministro del partido conservador George Wyndham, y entre los demás invitados figuraba un joven apenas seis meses mayor que él, que había sido elegido recientemente diputado. Ese hombre era Gilbert Keith Chesterton. Posteriormente, en su autobiografía, Churchill narra su sabroso recuerdo de aquella noche en la que también conoció a Max Beerbohm, otro célebre escritor y caricaturista británico que le escribió la semana siguiente: “Mister Churchill, rara vez he deseado conocer a alguien en particular, pero de usted me encantaría ser amigo”.
Churchill ganó fama como corresponsal de guerra y con los libros que escribió sobre sus campañas. Ya consagrado como patriota y legendario héroe nacional, en 1953 mereció el Premio Nobel de Literatura por “su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos”. Su actuación decisiva en la Segunda Guerra Mundial es harto conocida. No sé si fue un gran escritor, pero fue indiscutiblemente escritor de raza.
Su prosa original es parca, ya que la ha repensado y limado; sin embargo, los manuscritos que precedieron al texto que el autor dio a la imprenta no se dejan sentir. Su lectura nos parece espontánea, aunque sin duda no lo es. Sir Winston Churchill era un empecinado perfeccionista, como quedó demostrado hasta en su actuación política, no menos fervorosa que pulcra y rigurosamente repensada.
La pasada semana en un viaje que hice en el Ave desde Madrid a Girona, quedé atrapado por el filme Churchill, protagonizado por Brian Cox, que narra los arduos momentos de sus decisiones más responsables durante la Guerra. Se ve ahí, a las claras, que además de un intelectual y político apasionado, era un humanista. No es la primera película que se realizó sobre su vida: hay una que lo muestra de joven y otras que lo abarcan en diversas épocas.
Ya en Buenos Aires, me entero por el diario que el director de Orgullo y Prejuicio, Joe Wright, vuelve al cine con Las horas más oscuras y la actuación de Gary Oldman interpretando a Churchill. Hombre fuerte, con sentido del humor (que hasta provocaba cierto temor en el parlamento inglés por su temperamento explosivo), convertido casi sin esfuerzo en inspirador de sus contemporáneos durante las horas más oscuras de la Segunda Guerra Mundial. Hombre auténtico, apasionado y reflexivo, sin vanidad, que dio todo al Reino Unido —“Sangre, sudor y lágrimas”— y, también, le pidió todo. Su decidida, inagotable pasión dominó la embestida contra Adolf Hitler, el gran monstruo del siglo XX.
Por los adelantos que vi en internet, Joe Wright, al parecer, crea otra verdadera obra de arte. Darkest Hour (Las horas más oscuras) transmite la esencia y la presencia de quien se enfrentó a una nación que sentía su misma necesidad de permanecer en pie aunque no lo supiera. A pesar de las conspiraciones del anterior primer ministro, Chamberlain, Churchill ejerció una influencia hipnótica en los británicos y logró resistir ante la insistencia de algunos conservadores para hacerlo negociar la paz con Hitler. Una paz que nunca llegaría, y que él mismo sostenía al enfatizar: “Con un dictador no se negocia. ¿No hemos aprendido nada? ¿A cuántos tiranos tenemos que apaciguar para entender que no se detendrá?”. Y más: “No puedes ni debes negociar con un tigre cuando tiene tu cabeza en su boca”. Con su cara expresiva, elocuente, de repudio (en una interpretación magistral de Gary Oldman que seguramente lo conducirá hacia el Oscar), llamaba al dictador alemán “cerdo”, “cabo”, “pintorzuelo de brocha gorda”. Sir Winston Churchill nunca dejaría que su amada isla fuera dominada por el tirano más irracional y grotesco de la historia. La encrucijada que se planteaba era: “Luchar de pie, con la cabeza bien alta o negociar con un loco”.
Cuántas veces subestimamos la locura de algunos poderosos, creemos que no irán tan lejos y cuando nos damos cuenta ya es tarde, ya nos tomaron, ya nos destruyeron y dominaron. Hitler, un gran psicópata, puede ser un símbolo para definir a muchos otros delirantes. Sir Winston Churchill ya había visto y analizado esa locura y sabía que no iba a detenerse con ningún acuerdo. Defendió su isla, permaneció fiel a sus ideales de libertad a pesar del escepticismo del Rey Jorge VI y a la conspiración de su propio partido. “Me sentía como si estuviera caminando con el destino y que toda mi vida anterior no hubiera sido sino una preparación para este momento y esta prueba”, expresa en sus memorias. Y era así, se había preparado durante toda su vida y se sentía capaz de sostener la guerra. De llevar a Inglaterra hasta el final, sin negociar, por supuesto.
En el filme, la transformación que consigue Oldman, indudablemente admirador de la fortaleza del primer ministro más emblemático de Inglaterra, es prodigiosa. La voz, los gestos, los gritos, el habano y el cognac o el whisky, siempre en su mano y la irremediable valentía que llevaba en su espíritu creativo hasta la exacerbación. Una inteligencia superior que lo llevó a tomar la decisión de seguir luchando: “Defenderemos nuestra isla, cueste lo que cueste; vamos a luchar en las playas, vamos a luchar en los sitios de desembarques, pelearemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas: nunca nos rendiremos”. Decidido, contundente, oyendo los secretos deseos de su pueblo, sin antes reflexionar; pero con el instinto y la intuición de un genio. Como lo expresa el poema popular que recita en una escena en el metro junto a la gente: “A todo hombre de esta tierra tarde o temprano le llega la muerte ¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre que la de enfrentarse a su terrible destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses? La obligación es morir de pie, como lo hacen los hombres auténticos”.
Recientemente, en el cumpleaños de mi amigo Alejandro Guillermo Roemmers, celebrado en Marrakech, pude palpar, en el hotel La Mamounia, el clima que aún palpita legado por el inefable Sir Winston Churchill. Allí vivió casi un año, me informaron, en compañía de su esposa Clementine Hozier, de sus acuarelas y de su violín. En el bar que lleva su nombre, con el mismo whisky escocés que él bebía, propuse un brindis a mis amigos.